La Jornada Semanal, 23 de noviembre de 1997
1997 es el año "Alvaro Mutis" en España. El poeta de Los emisarios y de la saga del Maqrol el Gaviero se hizo acreedor a los premios literarios Reina Sofía y Príncipe de Asturias. A continuación, el ensayo de Margo Glanz, leído durante el homenaje que el CNCA y el Palacio de Bellas Artes organizaron para el colombiano por sus setenta años.
Alvaro Mutis es monárquico. Nada más justo entonces que se le hayan otorgado recientemente dos premios regios: el Príncipe de Asturias y el Reina Sofía. Sí, por la obra de Alvaro Mutis suelen pasar los príncipes y los reyes; aparecen por ejemplo en algunos de sus poemas: "Hoy entierran en la iglesia de Santa María de Viana/ a César, duque de Valentinois. Preside el duelo/ su cuñado Juan de Albert, Rey de Navarra." También Maqroll el Gaviero, alter ego del narrador, lee con heroica y obsesiva consistencia la narración del asesinato de Luis, Duque de Orleans, escrita por P. Raymond y publicada por la Biblioteca de la Escuela de Chartres en 1865. Edición encontrada a su vez por el narrador de La nieve del Almirante, es decir, por Alvaro Mutis, en una vieja librería del barrio gótico de Barcelona. En un amplio bolsillo adjunto al libro y destinado a guardar mapas y genealogías reales, se almacenan en realidad varios papeles de diversos colores -rosa, amarillo o celeste-, y de varias procedencias -facturas comerciales y de contabilidad-, papeles cubiertos por una escritura "febril y temblorosa", "trazada con lápiz color morado, de vez en cuando reteñido con saliva por el autor de los apretados renglones", autor que no es otro que el trashumante Maqroll, quien escribe mientras va a bordo de un viejo lanchón rumbo a la cordillera donde se localizan unos aserraderos en los que el Gaviero espera amasar una improbable fortuna. Y, siguiendo la tradición de muchos de los narradores que lo han precedido, Mutis publica ese manuscrito, semejante al encontrado por Potocki en Zaragoza, o al que el taimado Benjamin Constant halló en un albergue suizo antes de editarlo con el nombre de Adolfo. Esas anotaciones, que sirven a manera de advertencia, "tienen una relación extraña con la obra, descubriendo, como asegura Foucault, sus mecanismos y recubriéndola de un relato autobiográfico apresurado, modesto y meticuloso". Las aventuras regias coinciden con las del Gaviero, quien mientras vive las suyas entretiene a otros marineros contándoles historias de célebres magnicidios. Así lo relata en uno de los poemas reunidos en el libro intitulado Los emisarios y más tarde como apéndice de La nieve del almirante:
Bajé luego a los puertos y me enrolé en un carguero que hacía cabotaje en parajes de niebla y frío sin clemencia. Para pasar el tiempo y distraer el tedio, descendía al cuarto de máquinas y narraba a los fogoneros la historia de los últimos cuatro grandes Duques de Borgoña. Tenía que hacerlo a gritos por causa del rugido de las calderas y el estruendo de las bielas. Me pedían siempre que les repitiera la muerte de Juan sin Miedo a manos de la gente del de Orleans en el puente de Montereau y las fiestas de la boda de Carlos el Temerario con Margarita de York.
Y los lentos viajes del Gaviero por las selvas o los páramos de América, ya sea a bordo de un lanchón, a pie o a lomo de mula, conectan al héroe imprescindible de las novelas y los poemas del escritor colombiano con otros personajes novelescos o históricos que han emprendido largos viajes por una única y desvaída razón, la del amor por la aventura, o simplemente, como el mismo Maqroll dice, por "una incómoda lucidez de perpetuo exilado", es decir, por un impulso que conduce a la errancia sin fin. El Gaviero es hermano de muchos otros aventureros que han emprendido viajes sin destino, a veces en esa misma región; por ejemplo Aguirre, revivido por Herzog, recorriendo eternamente el Amazonas, rumbo al Dorado, envuelto en una rígida armadura, al lado de una hija con quien pensaba inaugurar un linaje de emperadores y de reyes, la hija ataviada con terciopelos y gorgueras y coronada por guacamayos, monos y "el dombo de los altos árboles de oscuras hojas". ¿O se tratará de Arturo Cova, personaje colombiano a quien se lo "tragó la selva", y quien antes de iniciar su mítico viaje a La vorágine "juega su corazón al azar y advierte que se lo ha ganado la Violencia", así con mayúsculas? ¿O el Marlowe de Conrad que busca a Kurtz en El corazón de las tinieblas? ¿O mejor el sueco Alex Heyst, personaje de Victoria, otra novela de Conrad que tanto admira Mutis porque resume, según él, la situación de desesperanza más perfecta de la literatura lograda con una gran simplicidad de trazo y cuya parquedad de elementos la acerca a ciertas tragedias de Sófocles, cuando en una isla del lejano Oriente Heyst prepara su destino? O, finalmente, ¿por qué no?, el Marlowe de Raymond Chandler, descubridor de entuertos y de asesinos aunque siempre salga maltrecho y pierda hasta la ropa en el intento.
Pero me detengo. ¿Dónde han quedado los reyes? ¿Existen sólo en el puñado de poemas coleccionados bajo el nombre de Crónica Regia (1985)? ¿Cómo podrían esas augustas personas habitar las extensas soledades, los inmensos espacios pestilentes por donde rara vez han transitado los monarcas, esos territorios donde "la nostalgia se confunde con la materia vegetal"? ¿Jugarán el mismo papel que el malévolo Rigaud-Blandois, de La pequeña Dorrit de Charles Dickens, con cuya figura literaria el narrador encuentra la única forma de evocar a otro personaje siniestro, pero de fisionomía inexistente, ese práctico que infecta con su presencia el lanchón que conduce a Maqroll a los astilleros?
¿Podríamos explicar esa presencia si acudimos a un ensayo de Mutis dedicado a Barnabooth, el personaje de Valéry-Larbaud, con visión cosmopolita pero en el fondo democrática y americana?
...esta nostálgica evocación de Europa y de los lugares que alberga amorosa la memoria del rico amateur, junto con otras que veremos más adelante, nos revelan algunos de los secretos resortes de Barnabooth. Se trata evidentemente de un americano, un americano que lleva en sí todas las sangres y la carga de todos los paisajes del nuevo continente [...] Barnabooth lleva a Europa, además, otra noción absoluta y por entero nueva para los europeos: su conducta democrática, semejante en mucho a la de los antiguos griegos, esa noción whitmaniana de fraternidad, que le permite alternar con la más exclusiva nobleza serbia o prusiana con una naturalidad y un señorío que esta clase va perdiendo, al tiempo que comparte sus placeres con el pueblo y aprende a vivir en su entraña con la misma espontánea sencillez.
Párrafo que quizás explique su extraño monarquismo contaminado de democracia. Esa democracia que el americano lleva al mundo o con la que regresa a América aunque tenga nostalgia monárquica, quizá cierta nostalgia de la elegancia o de los espacios abarcables donde las cosas se encuentran al alcance de la mano. Y un dato más a manera de conjetura: el paso de Mutis por Lecumberri, la penitenciaría mexicana donde estuvo recluido más de un año. Es posible que dé cuenta de su amor por el fracaso, de la visita permanente de la llaga, de la desesperanza, pero también de su espíritu democrático y de la persistente aparición en su obra de personajes de origen popular.
La enfermedad y la épica del fracaso
Además de las calenturas intermitentes, las heridas recibidas en riñas tabernarias, las llagas purulentas causadas por insectos invisibles, a Maqroll el Gaviero le aqueja en realidad otra grave y verdadera enfermedad: la fiebre del perdedor: "Teoría de males, angustias, días en blanco en espera de nada, vergüenza de la carne, deudas nunca pagadas, navegaciones por tierras y aguas emponzoñadas..., en fin, todos esos pasos que da el hombre usándose para la muerte y terminar encogido en la ojera de su propio desperdicio." Las aventuras de Maqroll se van narrando primero de manera fragmentaria en libros de poemas: Los elementos del desastre (1953), Reseña de los hospitales de Ultramar (1954), Caravansary (1981), o Los emisarios (1984). Luego, varios de esos fragmentos son retomados y desarrollados en las siete novelas publicadas en Alfaguara: La nieve del Almirante (1986), Ilona llega con la lluvia (1988), Un bel morir (1989) La última escala del Tramp Steamer (1988), Amirbar (1990), Abdul Bashur, soñador de navíos (1990) y Tríptico de mar y tierra (1993). En ellas el ritmo es acelerado y circular, de tal forma que sus aventuras pueden siempre retomarse y su supervivencia se asegura, como puede asegurarse la de un mito o la de esos relatos-marco recurrentes, como los que organizan Las mil y una noches o los explorados por Potocki en Manuscrito encontrado en Zaragoza, rituales de la repetición y las transmutaciones alquímicas. Sus aventuras se entrelazan con las de otros personajes, entre los que destaca una figura muy cercana a Maqroll, su otro perfecto alter ego, Abdul Bashur, el soñador de navíos, nacido en Beirut, descendiente de navegantes que recorrieron a perpetuidad el mundo. Esta circularidad rige también las geografías y garantiza el regreso al lugar originario, una zona bautizada con extraños nombres orientales pero situada en realidad en Colombia y los países fronterizos. Por ello, Maqroll y sus amigos regresan siempre a América, y las diversas versiones de la muerte de Maqroll ocurren en algún río amazónico, en un lanchón oxidado y perdido en la corriente. Esta épica del fracaso se acabala en el momento de la muerte, o por lo menos se manifiesta ese deseo: el de que la muerte pueda instaurarse como figura para cumplir con los requisitos de un bel morir.
¿El exotismo o la violencia?
En el prólogo a su libro La escritura de la Historia, Michel de Certeau comienza diciendo:
Américo Vespucci el descubridor llega del mar. De pie, y revestido de coraza, como un cruzado, lleva las armas europeas del sentido y tiene detrás de sí los navíos que traerán al Occidente los tesoros de un paraíso. Frente a él, la india América, mujer acostada, desnuda, presencia innominada de la diferencia, cuerpo que despierta en un espacio de vegetaciones y animales exóticos. Escena inaugural. Después de un momento de estupor en ese umbral flanqueado por una columnata de árboles, el conquistador va a escribir el cuerpo de la otra y trazar en él su propia historia. Va a hacer de ella el cuerpo historiado -el blasón- de sus trabajos y de sus fantasmas. Ella será América "latina".
La relación erótica entre el europeo y la india iniciaría, según de Certeau, la colonización de América, su escrituración en un espacio en blanco representado míticamente por el cuerpo de la india, aunque esa escritura vaya precedida por una violación: el conquistador se apoderaría del cuerpo ajeno y se inscribiría en él, imagen a la vez erótica y guerrera. Mutis cancela de inmediato esa vieja noción. Tal pareciera que hubiese calcado el grabado del holandés Jan van der Straet descrito por el historiador francés: la selva enmarcada por los árboles, los europeos, la india, la desnudez. Allí terminan las coincidencias, en las que se habla de un cuerpo y de una geografía eróticos, abiertos a la violación. En la concepción de Maqroll como protagonista se excluye de inmediato cualquier regionalismo: las andanzas intercontinentales de Maqroll, su desconocida procedencia, su condición de apátrida le sirven de antídoto.
Se trata del regionalismo al que se ha condenado sin apelación, ese regionalismo antes bautizado como literatura telúrica o de lo real maravilloso, o mágico-realista, esa literatura en donde se inscribían los glosarios, los grandiosos y diabólicos paisajes, y las hermosas mujeres desnudas, tan al gusto del exotismo. Examinaré un solo ejemplo: una familia indígena -madre, padre, hijo, hija-, en traje adánico, sube al lanchón donde navega Maqroll. Sus cuerpos son firmes, graciosos, armónicos, su cabello bien recortado y teñido, sus dientes limados y agudos: su belleza es "impecable" pero carece de sensualidad:
Ni el hombre ni la mujer tienen vellos en ninguna parte del cuerpo. Ella muestra su sexo que brota como una fruta recién abierta y él el suyo con el largo prepucio que termina en punta. Se diría un cuerno o una espuela, algo ajeno por completo a toda idea sexual y sin el menor significado erótico.
Podríamos comparar esa descripción de los cuerpos desnudos que nos entrega Mutis con la que hizo Colón en sus diarios, tal como fue transcrita por Las Casas. La de Mutis cancela cualquier admiración, casi parecería una descripción científica, indiferente, o por lo menos, aquí la desnudez no es provocadora de lascivia como en las crónicas del descubrimiento y la conquista. Tampoco se advierte ningún esbozo de paternalismo y cualquier sentimiento de compasión es alejado por la repulsiva sonrisa de esos dientes mellados. No son los europeos o los mestizos, pasajeros del lanchón, quienes incitan a la unión sexual. El tradicional esquema se revierte. Es la india quien se acerca a Maqroll y el indio al práctico. Se ha producido la completa anulación del estereotipo.
Esa noche, mientras dormía profundamente, me invadió de pronto un olor a limo en descomposición, a serpiente en celo, una fetidez creciente, dulzona, insoportable. Abrí los ojos. La india estaba mirándome fijamente y sonriendo con malicia que tenía algo de carnívoro, pero al mismo tiempo de una inocencia nauseabunda. Puso su mano en mi sexo y comenzó a acariciarme. Se acostó a mi lado. Al entrar en ella, sentía cómo me hundía en una cera insípida que, sin oponer resistencia, dejaba hacer con una inmóvil placidez vegetal. El olor que me despertó era cada vez más intenso con la proximidad de ese cuerpo blando que en nada recordaba el tacto de las formas femeninas. Una náusea incontenible iba creciendo en mí. Terminé rápidamente, antes de tener que retirarme a vomitar sin haber llegado al final.
Otra evocación, Macunaima de Mario de Andrade, ese novelista brasileño que soportó la gran frustración de no haber sido comprendido y quien esboza un esquema de la cultura de la antropofagia, más tarde manejada como manifiesto de la narrativa "malandra", una literatura que relativiza las nociones de orden y desorden en América Latina. Una sexualidad enferma que provoca náuseas y una devoración que ocasiona la enfermedad. El acto sexual con la india contagia, infecta, ocasiona la muerte, de la que Maqroll con su habitual buena suerte escapa al final de la novela: "Usted tuvo la fiebre del pozo. Ataca a los blancos que se acuestan con nuestras hembras. Es mortal." Y es curioso, junto a la vocación de derrota que caracteriza a Maqroll coexiste en él una ardiente vitalidad hedonista, donde la bebida y la comida se asocian con el sexo. La imagen de la india en su total carnalidad carnívora -y valga el pleonasmo- degrada, contamina, cancela el erotismo.
Asimismo, la selva y su prestigio son también devorados por la narración, al igual que Arturo Cova y sus compañeros cuando se dejan tragar por ella:
La selva no tiene nada de misterioso, como suele creerse, le explica un militar a Maqroll. Ese es su peligro más grande. Es ni más ni menos, esto que usted ha visto. Esto que ve. Simple, rotunda, uniforme, maligna. Aquí la inteligencia se embota, el tiempo se confunde, las leyes se olvidan, la alegría se desconoce, la tristeza no cuaja...
Y así como Mutis evita caer en el color local, ya sea en los regionalismos del paisaje o en los del lenguaje, también evade un sensiblero compromiso político y social. Como diría Foucault, "...mediante una rotación completa, lo próximo se convierte en lo más lejano". Su héroe carece por completo de moral en el sentido convencional, transita por los oficios más nefandos, entre ellos la trata de blancas y el contrabando en todas sus ramas, incluyendo el de armas. En Un bel morir transporta cajas sospechosas por caminos montañosos, cajas que -luego se descubre- contienen armas con las que se alimentará la guerrilla y con ella la violencia que destruirá a sus mejores amigos y a su amante. Dedicarse a esas actividades no parece tener ninguna implicación negativa, se trata simplemente de una misión más en una vida aventurera. Y sin embargo, la única vez que una connotación moral califica a sus personajes es cuando relata el incidente ocurrido a Abdul Bashur con Jorge Tirado, El rompe espejos, traficante de drogas y playboy: "Esos señoritos descarriados representan una de las más acabadas personificaciones del mal. Del mal absoluto que carcomía las entrañas de Rais y de Erzbeebet Báthory", y aunque luego el pintor Alejandro Obregón, también personaje de una de estas novelas, advierta que el mal absoluto no encarna y que debajo de ese tipo de hombre se esconde un pobre diablo, lo cierto es que el traficante de drogas en la Amazonia, con su frialdad ejemplar, sólo tiene un equivalente: los representantes del orden, es decir, los militares que combaten a la guerrilla.