La Jornada 23 de noviembre de 1997

MAR DE HISTORIAS Ť Cristina Pacheco
Los hombres de la casa

I. Remolinos

El abuelo de Paula se llamaba Ezequiel y fue minero. No queda ningún retrato suyo, excepto el que la abuela Margarita repintaba con palabras desde la oscuridad de su ceguera: ``Era alto, magro, de ojos bonitos, trabajador, medio celoso, muy devoto de la Virgen de Guadalupe y callado como él solo. Nunca me dijo me siento mal, me sofoco; todo lo padecía en silencio, yo creo que por lo mismo de que en la mina los hombres se pasan todo el tiempo sin hablar, atentos nada más a lo que puedan decirles las piedras''.

Durante sus nueve años de matrimonio Margarita y Ezequiel compartieron el amor, la pobreza, el frustrado deseo de aprender las letras suficientes para escribir sus nombres y el de la tierra adusta y seca donde nacieron sólo para morirse: él de tos; ella, muchos años después, del miedo que soportó sin abrir los labios.

Paula jamás habló frente a su marido de los temores que durante años le punzaron el pecho de lunes a sábado, desde las cinco de la mañana -hora en que miraba a su marido alejarse rumbo a la mina- hasta las dos de la tarde, cuando lo veía regresar sano y salvo gracias, según ella, a la protección de un escapulario.

La reliquia acompañó a Ezequiel hasta el último martes de su vida, día en que los poderes de la Virgen no fueron capaces de darles el aire que le faltó en los pulmones, llenos de polvo y humo, durante las horas que permaneció atrapado en el derrumbe de una galería.

Ezequiel murió entre sofocos y espesas bocanadas negras, ``callado como él solo, magro como nunca antes''. El cortejo que los acompañó hasta el cementerio de San Buenaventura fue mínimo. Una oración, la voz enronquecida de una campana, el llanto de Paula y los balbuceos de su único hijo, Ezequiel Santiago -once meses apenas-, fue todo lo que se escuchó mientras el hombre descendía, por última vez y para siempre, a las entrañas de la tierra.

De la rústica inhumación quedó sólo una constancia: el relato que Margarita solía hacerle a su hijo. Al principio la viuda le relataba al niño unos cuantos detalles de la ceremonia.

``Tú no te acuerdas, porque eras apenas una pingüiquita, pero el día en que enterramos a Ezequiel por todas partes se miraban remolinos y los papalotes que los chamacos sueltan en febrero. Mi comadre Juana quiso ir a decirles que se sosegaran, que no eran momentos para andar con juegos; pero yo no se lo permití. Antes al contrario, hasta rezaba para que llegaran más criaturas con sus juguetes.

``Y es que cuando falleció tu padre las plantas estaban tristonas, chirriscas por el frío. Entonces, cómo no iba yo a querer que volaran los papalotes; todos juntos hacían un ramillete como los que le ofrecíamos a la Virgen cada año para agradecerle que te aliviara en tus enfermedades''.

Después, cuando Ezequiel Santiago creció y fue cobrando mayor parecido con su padre, doña Margarita remontó su narración hasta las horas al entierro, a fin de inculcarle algo del miedo y todo el odio que ella sentía por la mina:

``No, tú no te acuerdas porque estabas bien pingüiquita, pero a tu padre me lo trajeron todo despedazado un martes por la mañana. Yo estaba lavando cuando oí ladrar los perros. Me imaginé que algo malo había sucedido y salí corriendo a la puerta. No me moví. Esperé a que los hombres se acercaran con Ezequiel en brazos. Yo lo recibí, yo lo acosté en el piso, yo vi en sus ojos la desesperación por respirar, yo miré la sangre negra saliendo de su boca, yo sentí en mi pecho su último suspiro, yo le prometí salvarte de la mina, yo le cerré los ojos. Después yo le quité su escapulario y lavé su cuerpo.

``Las gentes de por aquí me acompañaron a rezarle toda la noche. En la mañana, cuando se oyó la chicharra de la mina, los señores se fueron y me quedé con las puras mujeres. Sentí lástima por ellas tan sólo de pensar que a todas las esperaba, a la vuelta de cualquier otro día de la semana, la misma desgracia que a mí.

Y es que la mina nunca se harta de hombres: primero los deja que se engrían con ella, después los vuelve muy callados y al fin los mata para desquitarse de todas las riquezas que le roban y que ni son para ellos porque ya ves; los mineros siempre mueren pobres''.

II. Retrato hablado

El padre de Paula se llamaba Ezequiel Santiago y era albañil. No guarda ningún retrato suyo, excepto el que su madre le pintaba con palabras mientras permanecía inclinada sobre la máquina de coser: ``Salió parecidísimo a tu abuelo: alto, más bien flaco, de ojos bonitos, medio celoso, devoto de la Virgen de Guadalupe, muy trabajador. Lástima que haya agarrado el vicio. Tú no te acuerdas porque estabas chiquita, pero muchos sábados fui contigo en brazos a la obra a traérmelo para acá antes de que se fuera con otros albañiles a tomar y a gastarse el poquito dinero de la raya. Al principio me hacía caso, pero después le dio por largarse y no volver hasta el domingo o el lunes. Tú no te acuerdas porque estabas muy chiquilla, pero el pobrecito llegaba todo sucio, cayéndose y sin un centavo en la bolsa''.

Paula nunca contradice a su madre, no le aclara que se equivoca, que recuerda -aunque vagamente- aquellas horas de larga espera; no le cuenta que se ve, como si hubiera sido ayer, fingiendo entretenerse con puñitos de tierra salitrosa mientras a su madre acechando con una expresión de angustia que se esfumaba en cuanto aparecía la figura tambaleante de Ezequiel Santiago.

Asustada, siempre a punto de llorar, Paula veía a su madre conducir a Ezequiel Santiago a la cama, ofrecerle inútilmente algo de comer, debatirse para que no la atrapara en sus caricias brutales: ``Por Dios santo, Chago, la niña nos está viendo''.

A fuerza de repetida, Paula memorizó perfectamente la escena que siempre terminó igual: su padre delirante, despatarrado en la cama revuelta y sucia; su mamá frente al altarcito doméstico, agradeciéndole al apóstol Santiago ¿qué cosa?

Paula logró que su madre respondiera a esta pregunta muchos años después, cuando -minada por el exceso de trabajo y la falta de cuidados- tuvo que cederle su sitio frente a la máquina de coser: ``Siempre viví con el temor de que en Chago pudiera más la atracción por la mina que el juramento que le hizo a su madre. Cada vez que se iba a trabajar yo temía que en vez de volver aquí se fuera a San Buenaventura donde -según yo- iba a tener el mismo fin que su padre: morir despedazado en un derrumbe... Pero ya sabes que todos mis rezos fueron inútiles. Acuérdate de lo que pasó...''

Ezequiel Santiago murió un martes. Paula acababa de cumplir once años. La niña volvía de la escuela cuando encontró al grupo de vecinos que, arremolinados en torno a su madre, le hablaban de resignación, le decían que eran inútiles su rabia y sus blasfemias, que con eso no le devolvería la vida a su esposo -muerto bajo los escombros de un edificio en construcción- y en cambio sí provocaría la ira de Dios.

Al velorio de Ezequiel Santiago asistieron otros albañiles. El ingeniero Vélez no estuvo presente, pero mandó una nota diciéndole a la viuda que no se preocupara: él pagaría los gastos del entierro. Ocurrió la mañana de un jueves: los remolinos de salitre se levantaban en Santa Elena y a lo lejos, formando un ramillete de colores, los papalotes se enredaban movidos por el aire de febrero.

III. Domingo en la Alameda

Inclinada sobre su máquina, Paula siente cómo se agita en sus entrañas la criatura por nacer. Si es niño le pondrá Ezequiel, si es niña Margarita. Anhela que los meses corran de prisa para ver que el bebé llegue sano; desea que el tiempo vuele para que al niñito le salgan los dientes, para oírlo decir las primeras palabras y verlo correr.

Paula espera el día en que su hijo -sea niña o niño, eso no importa con tal de que esté sano- quiera saber cosas de su abuelo. En ese momento ella reconstruirá el retrato hablado que de Ezequiel Santiago le hacía su madre: ``Tu abuelo era alto, más bien flaco, de ojos bonitos, medio celoso, devoto de la Virgen de Guadalupe y muy trabajador. Lástima que haya agarrado el vicio de tomar''.

Paula sabe que llegará el momento en que su niño o niña le pregunte quién es y dónde está su padre. Entonces ella dirá la verdad: que se llama Adrián, que es transportista, que lo vio por última vez un domingo en que fueron de paseo a la Alameda, que no tiene esperanzas de que vuelva y sin embargo guardará para siempre el único recuerdo que le dejó su amor: una fotografía.