La Unión Europea lo intenta otra vez. Y, para ser realistas, sin muchas expectativas de éxito en el mediano plazo. El tema es el mismo desde hace por lo menos un par de décadas: reducir un desempleo que se ha convertido en un cáncer social que carcome solidaridades y difunde en Europa occidental un ambiente de desaliento y genuina desesperación entre amplios sectores de población. La nueva cumbre europea sobre el desempleo comenzará el próximo jueves en Bruselas. Veamos los números del problema. A comienzos de los años 80 había en la Unión Europea 8 millones de desempleados; en la actualidad son más de 20. Pero si Atenas llora, Esparta no ríe. En efecto, en el conjunto de los 25 países de la Organización de Comercio y Desarrollo Económico (OCDE) pasamos, en el período mencionado, de cerca de 18 a cerca de 34 millones de desempleados.
En Europa occidental el punto de inversión de tendencia ocurrió a mediados de los años 70, cuando la recesión asociada al incremento de los precios del petróleo se combinó con una clara aceleración de la competencia internacional y con una nueva oleada de largo plazo de innovaciones tecnológicas. Desde entonces el problema no ha hecho más que agravarse. Volvamos a los números. En 1970 la tasa de desempleo era aquí inferior al 3 por ciento, en 1980 había rebasado el 6 por ciento, en 1990 había llegado a más del 8 por ciento, para ubicarse en este 1997 entre 11 y 12 por ciento.
Qué ocurre y qué puede hacerse para poner algún remedio a un problema que amenaza convertirse en un peligroso caballo de Troya de la integración europea? Reconozcamos que ninguna de estas dos preguntas tiene respuestas obvias en la actualidad. Por el lado de las causas parecerían estar un fenómeno específico y dos circunstancias de orden general. El fenómeno específico tiene el nombre de una ciudad holandesa: Maastricht. Desde 1992 los gobiernos europeos están empeñados en equilibrar sus finanzas para acceder a la moneda única. Y así, obviamente, el desempleo ha bajado en los últimos años varios escalones en términos de prioridades gubernamentales. Las circunstancias generales pertenecen al universo de una agudizada competencia internacional y de una revolución tecnológica que nos hace avanzar en eficiencia y retroceder en solidaridad e integración de los tejidos sociales.
¿Qué hacer? Habrá que reconocer que estamos frente a un rompecabezas de dimensiones epocales que no tolera malabarismos técnicos ni declaraciones de buenas intenciones. Razonando en forma muy general parecería haber dos caminos principales. El primero, sostenido por empresas y grupos conservadores, consiste en reducir los impuestos a cargo de las primeras. Sin excluir que una estrategia de este tipo pueda registrar algún éxito transitorio habrá que preguntarse si es aceptable que las sociedades occidentales se vayan pareciendo cada vez más a la Los Angeles de Blade Runner.
El segundo camino es seguramente más complejo y supone una mezcla de transformaciones estructurales internas y de reglas mínimas que a escala internacional permitan fijar la prioridad-empleo en un nivel jerárquico por lo menos no menor al objetivo-competitividad. ¿Sería descabellado pensar en grandes acuerdos internacionales que establecieran un porcentaje mínimo del PIB para gastos de generación de empleo (para obras sociales, ecológicas o culturales) como se hizo hace tiempo para los objetivos de ayuda al tercer mundo y de financiamiento de la investigación científica? Habría que pensarlo.
Por lo pronto, mientras la comunidad internacional decide si son peras o son manzanas, valdría la pena recordar que en el largo plazo eficiencia e integración social van generalmente de la mano. Así que si la economía se revelara insuficiente para garantizar el empalme entre las dos dimensiones, habrá que reconocer que la política necesita asumir responsabilidades nuevas. Y sobre todo generar ideas con dos rasgos insustituibles: la originalidad y la viabilidad.