Abraham Nuncio
Jueces y militares
Jueces y militares son dos de los núcleos del corporativismo mexicano más reacios a los cambios políticos que vive el país.
Las jerarquías judicial y militar no sólo no han buscado dignificarse en sus respectivas atribuciones, sino que han antepuesto su espíritu de cuerpo, sus privilegios y prebendas a su función institucional. Desde hace décadas ambos cuerpos han venido sufriendo un permanente desprestigio y su deterioro es ya intolerable.
Sobre todo a partir de 1968, el Poder Judicial y el Ejército se sujetaron, por encima de su misión, a las decisiones del presidente de la República a cambio de canonjías de las que han derivado su apoltronamiento y deslave moral.
El desplegado que hace dos semanas hizo publicar la Suprema Corte de Justicia criticando a ``algunos funcionarios'' de ``esa institución del Ejecutivo'' por la campaña que, allí se dice, han lanzado en contra del Poder Judicial, a nadie pudo convencer. Ni los argumentos expuestos se sostienen por sí mismos ni quienes los sostienen se hallan exentos de errores -para no hablar de complicidades- que han lesionado gravemente la impartición de justicia en nuestro país. Bastaría con referirse al lenguaje sesgado, indigno de la máxima autoridad judicial, para advertir que la actitud defensiva y chismosa en él plasmada remite no a la búsqueda de la justicia y la verdad, valores supremos de un juez, sino a un juego politiquero propio de abogados mañosos que recurren a la prensa para litigar en sus páginas. Las pruebas, sin las cuales no respiran los jueces, se hallaron ausentes en la fundamentación de sus afirmaciones contra una PGR -la tal ``institución del Ejecutivo'' a la cual le cayó el saco- que tampoco vive de su prestigio.
Los militares han sido bastante eficaces en la violación de los derechos humanos de los ciudadanos más débiles e indefensos; en genocidios (Tlatelolco, 2 de octubre de 1968; sierra de Guerrero en los años setenta) que no han aceptado como principio de una autocrítica indispensable para readquirir la autoridad menguada; en el aseguramiento de toneladas de droga que luego resultan motivo de tráfico entre sus más altos jefes. Por el contrario, se han mostrado en extremo ineptos como sustitutos de los policías a la hora de capturar delincuentes.
El desplegado de la Suprema Corte de Justicia, en defensa del Poder Judicial, aparece justamente después de que el juez Abraham Calderón otorgara amparo, en calidad de fugitivo, al banquero Jorge Lankenau Rocha y de que la Procuraduría General de la República, por voz del subprocurador, censurara el acto poniendo énfasis en un hecho tan histórico como cotidiano para los mexicanos: la división entre justicia para ricos y justicia para pobres.
La Policía Judicial, a la que la ciudadanía ve como una organización paracriminal, dejó escapar a Lankenau Rocha para facilitar su protección. Poco después, con el apoyo del Ejército, hizo el ridículo en un operativo desplegado para capturar a los Arellano Félix en los alrededores de la colonia Del Valle, epítome de las zonas residenciales del Monterrey metropolitano. Por toda huella, los capos dejaron sólo sus fantasmas.
Mientras, en Chiapas el Ejército se prepara como para combatir armas extranjeras y da cobertura a las guardias blancas para que agredan impunemente a quienes se proponen conseguir la paz mediante medios pacíficos.
En los intentos por dar cauce a la reforma del Estado, es urgente la regeneración del Poder Judicial y del Ejército Mexicano, cuerpos ambos de quienes depende, en gran medida, la integridad social y nacional. Y no sólo la regeneración: también la ubicación estricta y el cumplimiento de sus funciones.