Antes de que comience la 30 Muestra --precisamente mañana-- en la Cineteca Nacional, es necesario dirigir una mirada retrospectiva, a la anterior, aquella que estremeció a un vasto público mediante 21 películas, a finales de 1996, no sólo en nuestra megalópolis, sino también en la cercana Cuernavaca (Cine Morelos). Pero, ¿por qué razón surge esta inaplazable revisión de la 29 Muestra? La respuesta es simple. Para mejor ubicarme emocionalmente ante las propuestas de la actual, integrada por 14 largometrajes, entre los cuales destacan trabajos de Robert Altman (Kansas City), Bille August (Jerusalem), Manoel de Oliveira (Viaje al principio del mundo), Peter Greenaway (El libro de cabecera) y Teo Angeloupoulos (La mirada de Ulises).
Alejémonos de conjeturas para aproximarnos a reales conmociones, positivas y negativas, que nos produjeron cintas de la muestra 29. Por ejemplo, aún recuerdo que a propósito de Historia de Lisboa, de Wim Wenders, a quien la crítica considera como el único cineasta capaz de transformar en lenguaje cinematográfico la sensibilidad de nuestro tiempo, opiné: ``...la secuencia terminal del filme recoge la verdadera imagen de esa realidad, absoluta y misteriosa, que ningún ojo podrá ver nunca...'' Tengo presentes los trabajos de aquel ingeniero de sonido y de aquel director y camarógrafo, imposibilitados para recoger la realidad de Lisboa durante el heterodoxo desarrollo de la película.
En cambio, sobre la obra de Woody Allen, Poderosa Afrodita, comenté que era una comedia de vuelos mitomaniáticos. Porque, ¿quién podrá jamás olvidar las últimas escenas, cuando el coro helénico pierde su dignidad clásica para transformarse en el vulgar coro de una comedia musical estadunidense? Tampoco es olvidable por vulgar una mínima parte de Profundo carmesí, de Arturo Ripstein, aquella que acontece en el minuto 30 de la cinta en el ``Intimo Bar'', en cuyo interior Coral Fabre envenena con raticida a su rival, a quien más tarde abandona en una estación ferroviaria con la ayuda de Nicolás Estrella.
Dejemos a un lado imposibilidades y vulgaridades para trasladar al papel la emoción que me produjo El convento, de Manoel de Oliveira (nació el 12 de diciembre de 1905, en Pasamarinas, Portugal) cuando plantea la dualidad de Shakespeare: ¿fue o no un judío español que emigra a Inglaterra en búsqueda de la fama? Y aquella otra todavía vibrante que me causó Extraños placeres, cinta tres veces premiada en Cannes 1996, de David Cronenberg, cuando nos obliga a recorrer un laberinto pleno de eróticos recovecos sadomasoquistas.
Por otra parte Obsesión de una mujer, cuyo título verdadero en lenguaje chino --mandarín-- es Hua hum (collar de flores) me sacudió ideológicamente no sólo por la insaciable labor pictórica que desarrolla en diversos espacios (Shangai, Nankin y París) su protagonista Pan Yuliang, sino también por la irrenunciable lucha que emprende la pintora encarnada por Gong Li, contra una pudibunda sociedad machista y paternal como fue la china hasta 1949, año durante el cual Mao estableció un proyecto libertario, marxista-leninista.
Para concluir me falta escribir acerca de tres películas. Una --primera-- Tierra y libertad, dirigida en 1995 por Kenneth Loach, que vino a recrear mediante la Guerra Civil española la eterna lucha por la libertad. Fotogramas que acrecentaron mi repulsa contra sus eternos opositores, llámense franquismo, fascismo, nazismo o estalinismo.
Otra --segunda-- la multipremiada Claroscuro, del australiano Scott Hicks, sobre la que me pregunté: ``¿este excelente filme es la biografía de un músico genial, o la recreación de la autoridad paterna?''.
Otra más --tercera-- Sostiene Pereira (1996) que según su director, el portugués Roberto Faenza, ``es un filme que apuesta decididamente por la vida a partir de una constante referencia a la muerte''.
Apuesta que sostiene hasta el postrer aliento cinematográfico, según recuerdo, Marcello Mastroianni y que algún tiempo después vendría a perderlo en la realidad.