La disputa que entre el gobierno y su partido, por un lado, y contra las bancadas opositoras en la Cámara de Diputados, por el otro, en torno a la Ley de Ingresos y el Presupuesto de Egresos para 1998, no puede reducirse únicamente a una diferencia económica y, menos aún, a otra meramente académica: en esa discusión --y en las decisiones finales a las que conduzca-- está en juego la posibilidad de introducir una orientación social en el manejo de las finanzas nacionales.
Ciertamente, lo que ha dado en llamarse ``el modelo'' introducido a partir de 1982 y acentuado desde 1988 --privatización de las empresas estatales, apertura comercial, desregulación generalizada, destrucción de importantes organizaciones sindicales, recorte considerable al gasto social y a los subsidios, afiliación del país en uno de los bloques comerciales, tratamiento privilegiado al capital financiero en detrimento del productivo, entre otros rasgos-- no es susceptible, hoy en día, de ser modificado sustancialmente, ni es eso lo que se debate entre la Presidencia y los grupos parlamentarios del denominado bloque opositor en la Cámara de Diputados.
Tampoco es pertinente plantear una reducción drástica de los ingresos fiscales de la administración pública, toda vez que semejante propuesta introduciría peligrosos factores de inestabilidad económica y obstaculizaría el desempeño de las instituciones del Estado.
Con base en estas consideraciones, cabe señalar que los diputados opositores no disponen de un margen de maniobra ilimitado, ni mucho menos, para modificar las propuestas fiscal y de egresos presentadas por el Ejecutivo.
Pero, sin abandonar el marco general de la economía de mercado y la inserción del país en la globalidad, sin que se pretenda revertir los procesos de privatización realizados desde el sexenio antepasado hasta la fecha, y dejando al margen toda iniciativa que pusiera al sector público en riesgo de bancarrota o de incurrir en un déficit abultado, es claro que los instrumentos fiscales y presupuestales del gobierno pueden y deben ser afinados en sus prioridades y sus objetivos, para que la recuperación económica deje de ser un mero dato de indicadores macroeconómicos y empiece a convertirse en una realidad perceptible para la depauperada mayoría de la población. En el caso concreto de la política fiscal, no sería correcto pugnar por disposiciones que descapitalizaran al país, pero sí por establecer tasas y gravámenes más diferenciados, de acuerdo con el ingreso, y restablecer los impuestos como mecanismo de redistribución de la riqueza.
En esta perspectiva, la sociedad debe demandar al gobierno y a las oposiciones que avancen hacia la conformación de un consenso en torno a una política económica orientada, en primer lugar, a reducir los terribles contrastes sociales que padecemos desde siempre y que han venido ahondándose en forma evidente desde principios de la década pasada, junto con un proceso sin precedentes de concentración de la riqueza en unas cuantas manos, auspiciado por y desde las oficinas públicas encargadas de manejar las finanzas nacionales.