Rodolfo F. Peña
El juego de las vencidas
Para el Ejecutivo, instalado en la certidumbre de que los mejores expertos en finanzas públicas están a su servicio, debe ser muy molesto y hasta un tanto humillante someter la Ley de Ingresos para l998 y el Presupuesto de Egresos de la Federación a debate con un amplio grupo de diputados, entre los cuales quizá sólo unos cuantos saben realmente de qué se está hablando y pueden tratar de farfullar algún comentario.
En la víspera de la presentación de esos documentos en la Cámara, el presidente Zedillo aclaró que sus iniciativas no son ``un juego de vencidas'' para dirimir intereses políticos de corto plazo, y que el Estado no puede plantear el asunto de la reducción de impuestos con ligereza y simplicidad, porque ``violaría el criterio de responsabilidad fiscal''. Pero la responsabilidad fiscal, hasta donde entiendo, no es ningún criterio que el Estado deba aplicar, sino la obligación de las personas físicas y morales de contribuir al gasto público. Queda lo del ``juego de vencidas'', cosa que no se presta a embrollo alguno y que puede entender hasta un niño. Esas ``vencidas'' durarán, cuando mucho, hasta el 15 de diciembre.
Pero lo cierto es que tal presentación es por mandato constitucional, y que por igual mandato los diputados tienen la facultad de examinar, discutir y aprobar anualmente dichos instrumentos, lo que significa que pueden modificarlos, independientemente de sus pocas o muchas luces. Quizá a falta de un dominio profundo de la actividad financiera del Estado, muchos diputados, o grupos de ellos, pensaron que bastaba con hacer una lista de buenos deseos y confrontarla con las propuestas. Tener buenos deseos no es un pecado, ciertamente, aunque habría que completarlos con buenas ideas. Pero aun las buenas ideas, por ahora, chocarían con la política económica de que derivan las iniciativas.
Esa política no va a cambiar, porque corresponde a la vertiginosa reforma del Estado que tuvo lugar, digamos, entre l988 y 1993 dentro de un marco ideológico bautizado malévolamente como neoliberalismo cuando era liberalismo social (o al revés, mejor). El Estado no es el mismo desde entonces en relación, entre otras cosas, con la justicia social y con la soberanía del país. A ese Estado le corresponde una determinada política económica, que es tan perfecta e intocable como el Estado reformado. Por eso ha habido tanta resistencia a la reforma del Estado, que algunos llaman integral pero que mucho debería tener de correctiva.
En mi opinión, los documentos presupuestales deberían examinarse en la perspectiva de esa reforma correctiva, que puede tardar todo lo que resta del sexenio. Es probable que el presupuesto sea tan bueno como lo permite la política económica neoliberal. Creo que por ahora la reducción de los impuestos a la gente pobre no debería ser una cuestión de honor: nuestro floreciente desempleo y los bajos niveles salariales marginan ya a esa gente hasta del consumo indispensable y del régimen tributario (en realidad, son aspirantes a consumidores y a contribuyentes). Sí, en cambio, habría que pedir explicaciones sobre la evasión de impuestos, que va más allá de los vendedores ambulantes y que las autoridades hacendarias tienen el deber irrenunciable de combatir. En general, habría que plantear una profunda reforma fiscal en que la carga mayor recaiga sobre quienes más tienen y alivie los hombros de quienes viven del salario.
En suma, el debate debiera encaminarse a modificar lo modificable (se ha reconocido que las iniciativas no son infalibles, y esto ya es algo) y a discutir cada punto de la ley y del presupuesto de modo que se exhiban sólidamente las inconveniencias de la actual política económica. Con esa discusión, naturalmente, no se va a reformar al Estado, pero puede ser útil para que se entienda la razón de los cambios que vendrán. Si los diputados, con renuncia tanto de verbalismos estériles y aburridos como de peligrosos extremismos, logran convencernos de que es necesario y posible cambiar la política económica, el juego de las vencidas habrá valido la pena.