La Jornada jueves 13 de noviembre de 1997

José María Pérez Gay
Manuel Cabrera Maciá
(1913-1997)

Hace unos días, cuando vi la esquela del Instituto de Investigaciones Filosóficas de la UNAM que anunciaba la muerte de Manuel Cabrera Maciá, sentí que una época llegaba a su fin. Una mañana de junio de 1966, Manuel Cabrera me citó en un café de la avenida Kurfürstendamm de Berlín occidental. Por ese entonces Manuel era el embajador de México en la República Federal de Alemania, y la Facultad de Filosofía de la Universidad Libre de Berlín lo había invitado a dar una conferencia magistral sobre Antonio Caso, Alfonso Reyes y José Vasconcelos. Yo, en cambio, tenía veintitrés años y estudiaba filosofía y germanística. La Asociación de Estudiantes de la Universidad me encargó la traducción de su conferencia al alemán y, sin más remedio, acepté a regañadientes. Era la época de los estipendios escasos, de las vacas flacas y se trataba de ganarse unos marcos. Pensé que me tocaba lidiar a uno de tantos embajadores latinoamericanos, cuya solemnidad y retórica dejaban siempre boquiabiertos a los estudiantes alemanes.

Para mi gran sorpresa, Manuel Cabrera leía el alemán de corrido y casi sin acento. Un hombre de cincuenta y cuatro años, moreno, alto, delgado, sobrio y discreto, su sonrisa era todavía juvenil, tímida y un tanto burlona. La conferencia fue un ejemplo de buen humor, inteligencia y claridad. Manuel Cabrera les reveló esa tarde a unos setenta y tantos estudiantes alemanes que Alfonso Reyes estaba a la altura de José Ortega y Gasset, que la idea de caridad en Antonio Caso recordaba a Soren Kierkegaard, el filósofo danés, y que la pasión intelectual de Vasconcelos era una aventura mexicana incomparable. A partir de esa tarde transité siempre por la avenida mayor que fue la conversación de su amistad.

Manuel Cabrera nació el 6 de diciembre de 1913 en el puerto Veracruz. Su infancia trascurrió entre las palmeras en torno de una casa recién pintada de blanco y una iglesia engalanada con crespones de duelo a la muerte de su padre. En la ciudad de México, lejana y turbia, se sintió al principio más forastero que en ninguna parte. A pesar de las enormes dificultades de su familia, Manuel Cabrera estudió en la Escuela Nacional Preparatoria y en la facultad de Derecho y Filosofía y Letras. Desde muy temprano, su pasión fue la filosofía.

Los años treinta trajeron a la generación de Manuel Cabrera los frutos de la autonomía y la Reforma Universitaria. El Consejo Universitario de 1930 fue, sin duda, uno de los más brillantes colegios de la inteligencia en la vida mexicana, con Alejandro Gómez Arias y Salvador Azuela entre los consejeros estudiantiles: Antonio Caso y Vicente Lombardo Toledano entre los maestros. Nunca habían sido mejores las lecciones en la Facultad de Filosofía y Letras. Carlos Pellicer impartió la cátedra de historia de América, Alejandro Gómez Arias la de historia de la literatura iberoamericana y Antonio Díaz Soto y Gama la de historia de la Revolución Mexicana.

A principios de los años cuarenta, Manuel Cabrera frecuentó los seminarios de José Gaos, la presencia dominante de la filosofía en México. En sus clases descubrió sus dos intereses filosóficos principales, la fenomenología de Edmund Husserl y la obra mayor de Martin Heidegger, Ser y tiempo. De esos años data, según creo, su amistad con Leopoldo Zea. Manuel Cabrera perteneció al grupo de jóvenes recién egresados de las aulas y ya maestros en la Escuela Nacional Preparatoria y la Facultad de Derecho, renovadores en muchos aspectos del estudio y la enseñanza y, al mismo tiempo, creadores de una administración pública con nuevo aliento y técnicas contemporáneas.

A finales de 1946 Manuel Cabrera partió rumbo a París donde permaneció siete años. El París de la posguerra, donde faltaba todo, o casi todo, le permitió estudiar filosofía con Jean Wahl y Vladimir Jankélévitch, leer a Albert Camus y Jean Paul Sartre, conocer a sus amigos de entonces: Octavio Paz, Rodolfo Usigli, Pablo González Casanova y graduarse en la Sorbona. Manuel Cabrera fue, unos años después, el director de la Casa de México en París, que transformó en un centro cultural indispensable. El director era el amigo de sus jóvenes huéspedes, Enrique González Pedrero, Porfirio Muñoz Ledo, Francisco López Cámara, y sobre todo Víctor Flores Olea.

Si como quiere Jorge Luis Borges la filosofía no es otra cosa que la imperfecta discusión (cuando no el monólogo solitario) de algunos centenares, o millares, de hombres perplejos, distantes en el tiempo y en el idioma: Berkeley, Spinoza, Guillermo de Occam, Schopenhauer, Parménides, Manuel Cabrera se preguntaba por la conveniencia de que cada nuevo estudiante reviviera, en orden cronológico, el proceso ancestral y cursara las etapas infinitas que hay entre Tales de Mileto y Bertrand Russell. En sus clases de historia de la filosofía, Manuel Cabrera siempre privilegió la dura exigencia de la argumentación, nunca permitió que concepciones del mundo, políticas o religiosas, reemplazaran la perplejidad y el asombro de sus estudiantes.

Hacia septiembre de 1959, el presidente Adolfo López Mateos nombró a Manuel embajador de México en Austria. Cabrera Maciá fue siempre un diplomático ejemplar, dueño de una elegancia muy mexicana y de una persuasiva capacidad de negociación. Debo a Manuel Cabrera, entre otras muchas cosas, la pasión por la Viena de 1900, la intuición de que Viena era nuestro futuro anterior, porque casi toda la cultura de nuestro siglo estaba presente en la capital del Danubio.

No, mi querido Manuel Cabrera, no olvido, ni puedo olvidar su curso sobre José María Luis Mora y Lucas Alamán en la Universidad de Heidelberg, ni el seminario sobre la historia del arte mexicano en el Instituto de Investigaciones Estéticas de Hamburgo, ni su conferencia ante los juristas de Marburgo sobre el juicio de amparo y el derecho de asilo en México. Su voluntad de demostrar a los austriacos y los alemanes que los mexicanos no éramos una turba ciega hundida sin remedio en el mal y la miseria, ni un conjunto de subhombres sin lugar en la historia triunfal de Occidente. Su profunda convicción de que un vigor inconmensurable y una sensibilidad exuberante alentaron siempre la vastísima obra de la cultura mexicana, y de que esa cultura es el arma infalible contra la inseguridad, la crisis y el desconcierto.