Según el informe de gestión de la Dirección General de Servicios al Transporte de la Secretaría de Transportes y Vialidad del Departamento del Distrito Federal, hace 17 años nueve por ciento de los viajes por persona en la ciudad se hacía en colectivos, medio que hoy día realiza 63 por ciento de los traslados. El informe señala también que, mientras el Metro efectúa diariamente poco más de cuatro millones de viajes/persona, los microbuses realizan 18 millones. Esto da la medida del desproporcionado crecimiento del transporte concesionado, el cual surgió originalmente como un complemento de la estructura de transporte, basada en autobuses, trolebuses, tranvías y, posteriormente, el Metro. Pero los microbuses se han convertido en la columna vertebral del transporte urbano y han provocado más problemas de los que resuelven.
El transporte de pasajeros de la capital ha llegado a una situación deplorable y exasperante, tanto por su insuficiencia para atender la demanda de millones de capitalinos como por la magnitud de los conflictos, irregularidades y vicios que se padecen en este sector fundamental para la vida, el trabajo y la economía de la metrópoli.
De cara a esta realidad, es inevitable notar un tono al mismo tiempo triunfalista y autoexculpatorio en el documento de la Dirección General de Servicios al Transporte, en la medida en que las acciones que reseña y propone han sido insuficientes para corregir los problemas, y los diagnósticos negativos con que caracteriza el escenario de 1994 son plenamente vigentes en 1997: unidades en malas condiciones mecánicas, inseguras y altamente contaminantes; anarquía y arbitrariedad en la asignación de rutas, bases y paradas; prácticas de corrupción, discrecionalidad y negligencia por parte de algunas autoridades; mafias y grupos de poder que obstaculizan el reordenamiento del transporte; existencia de unidades piratas; traslapes e invasiones de rutas, que generan conflictos y enfrentamientos entre transportistas; pésimas condiciones de trabajo y escasa capacitación y pericia de los choferes; inseguridad para los usuarios y para otros vehículos, caos y congestionamientos viales y comisión de delitos -muchos graves-- a bordo de las unidades.
Ha de recordarse que, luego del desmantelamiento de la Ruta-100 --una de las principales alternativas que tenían los capitalinos-- a la fecha operan sólo tres de las diez empresas concesionadas que debían haber asumido las tareas de la paraestatal y haber sido el primer paso para un reordenamiento general del transporte del Distrito Federal. Si existieron corrupción y malos manejos en el sindicato o en la empresa camionera, la investigación y, en su caso, el castigo a los responsables y el saneamiento de esa dependencia no debió pasar por el desmantelamiento de las rutas, la virtual eliminación de un servicio tan importante para la población y la dilación de las necesarias acciones de modernización y reordenamiento del transporte público capitalino.
En otros aspectos, sigue pendiente la reordenación del transporte público de mercancías, con horarios nocturnos de tránsito, carga y descarga, para evitar los congestionamientos que genera la circulación de grandes camiones por las de por sí saturadas vialidades de la capital. De igual manera, debe ponerse especial énfasis en la afinación y verificación de todos los vehículos de transporte público en el área metropolitana, pues resulta inaceptable que, mientras al ciudadano común se le obliga a cumplir con la normatividad en esta materia, autobuses y camiones de carga y pasajeros con altas emisiones de contaminantes circulen libremente por la ciudad.
Las próximas autoridades del Distrito Federal, en estrecho contacto con sus contrapartes del estado de México, deberán abordar estos asuntos de una manera más responsable y racional que como se ha realizado hasta ahora y, sobre todo, deberán hacerlo con una visión de largo plazo que permita establecer un sistema de transporte ordenado, seguro y capaz de atender las necesidades actuales y futuras de la población metropolitana.