José Antonio Rojas Nieto
El nuevo cielo:
la defensa teórica del mercado

Cuentan algunos economistas que el brillante profesor de la New School for Social Research, Robert L. Heilbroner, gustaba señalar al principio de sus clases de economía que una tarea propia de economistas --la fundamental, acaso-- debía ser la de mostrar que, en el ámbito de la conducción económica, ni el seguimiento de la tradición, ni la asunción de una dirección centralizada y autoritaria permitirían que la sociedad resolviera su problema básico de supervivencia material. Sólo el respeto y el impulso al mercado libre permitiría que las sociedades, en definitiva, resolvieran este esencial problema vital. El asunto es muy simple, añadía Heilbroner: se trata de atender al simplísimo principio de Adam Smith según el cual las posibilidades del desarrollo económico social se sustentan en la mayor o menor posibilidad de que cada quien siga su propio interés en la vida. Pero si el principio o la regla es simple, no es evidente que siguiendo el interés personal se logre el bienestar social.

Es indudable que la política económica gubernamental vigente se nutre de la matriz teórica que proporcionan las escuelas que consideran, incluso con todo rigor, que el mercado funciona eficientemente, es decir, capaz de reflejar de manera ágil y oportuna las condiciones vigentes en la oferta y demanda de bienes y, más aún, capaz de operar como mecanismo de asignación y distribución eficiente de los recursos. No obstante, en opinión de muchísimas vertientes económicas no menos rigurosas (pensamiento económico clásico, crítica marxista, pensamiento keynesiano y neokeynesiano, al menos) este postulado acaba siendo ideológico y gratuito, pues por lo general y de ordinario --aseguran-- el mercado funciona ineficientemente al no reflejar oportuna y adecuadamente las condiciones de producción de todas las esferas económicas y los requerimientos reales de una demanda social, por un lado, pero, asimismo y por el otro, al actuar distorsionada, desequilibrada y desproporcionadamente en la asignación de los recursos y de la riqueza social; en suma, se trata de corrientes que consideran que el mercado falla como mediador ineludible de la reproducción material de la sociedad. Dicen algunos autores (John O. Ledyard, Market failures) que la mejor manera de identificar las fallas del mercado es reconociendo las condiciones de posibilidad de sus éxitos --al menos ideales--, pues al realizar dicho reconocimiento se pueden señalar las condiciones de sus fallas y especificar, precisamente, las posibilidades de corrección a través --los críticos del mercado lo aseguran-- de una adecuada intervención, sobre todo por parte de los Estados. El punto clave de la defensa del mercado es, entonces, el que el mercado es la condición indispensable para el equilibrio en la distribución de los recursos (el llamado óptimo de Pareto), equilibrio que se logra siempre y cuando se satisfagan los llamados teoremas de la moderna economía del bienestar. Uno de ellos --el de mayor interés y denominado Primer Teorema Fundamental--, postula la obtención de ese equilibrio óptimo si se cumplen tres condiciones: 1) suficientes mercados (donde el suficientes, desde luego, está a debate); 2) competitividad de los consumidores y los productores son competitivos (donde, por cierto, también se discute qué significa ser competitivo); 3) existencia de equilibrio (término, sin duda, también a discusión). Así, en opinión de los teóricos del mercado éste falla no cuando falla (y no habla Perogrullo), sino cuando cumpliéndose las tres condiciones --suficiencia, competitividad y equilibrio-- no se logra el óptimo en la distribución y asignación de los recursos.

No hacen falta muchos esfuerzos para percibir que al menos en nuestro país, no hemos llegado a la óptima asignación de los recursos, aunque los apologistas de estas ideas consideren que lo primero a impulsar es la satisfacción de las tres condiciones señaladas antes. Sin embargo, es evidente que nuestra economía requerirá mucho más tiempo para alcanzar su suficiencia; por ejemplo, hay muchos ámbitos en los que ni siquiera se puede hablar todavía de la existencia de mercados, como en ciertos ramos de la producción y el consumo de granos básicos o de energía, para sólo señalar dos ejemplos; asimismo es muy fácil percibir falta de extensión e intensidad de la competitividad, ya no sólo de productores sino aun de consumidores, en muchos órdenes de nuestra vida económica; finalmente, también es fácil percibir múltiples, diversos y graves desequilibrios en los diferentes mercados que aparentemente funcionan (capitales, fuerza de trabajo, por ejemplo). Precisamente por eso --dicen los apologistas del mercado-- la política económica debe orientarse a satisfacer esas tres condiciones, en todos los ámbitos de nuestra vida económica, así se trate --parecieran decir-- de un proceso doloroso, largo, conflictivo, como de hecho está aconteciendo. Esta es la esencia más íntima de la política económica actual: la apuesta por la satisfacción de los requisitos de un Teorema Económico, que supuestamente una vez satisfechos, nos llevarán al equilibrio, al bienestar, a la eficiencia, a la equidad. Para ello hay que sacrificarse, aguantarse, apretarse el cinturón; pero privatizar, crear mercados suficientes y competitivos; lograr equilibrios, sobre todo financieros y fiscales. Gracias a ello, se lograrán crear las condiciones para ese nuevo cielo, es decir, ese mercado regulador, eficiente no sólo en la asignación de los recursos, sino aun en la obtención de la felicidad. Eso dicen.