Visto con detenimiento, el efecto dragón puso en evidencia nuestra vulnerabilidad externa y lo ineficaz y contradictorio de la política monetaria instrumentada en México durante los últimos quince años.
Desde la administración de Miguel de la Madrid se definieron como objetivos prioritarios de la política monetaria alcanzar estabilidad en precios internos, tipo de cambio y tasas de interés, para con ello impulsar supuestamente el sólido crecimiento económico. Sin embargo, los resultados han estado muy lejos de los objetivos planteados.
En septiembre de 1997 el valor del peso era 290 veces inferior al que tenía en febrero de 1982 (el tipo de cambio peso/dólar pasó de 26.90 a 7 mil 800 pesos viejos, ó 7.80 pesos nuevos). La inflación creció casi 300 veces y las tasas de interés registraron fuertes fluctuaciones. Mientras tanto, el Producto Interno Bruto (PIB) sólo crecía a una tasa media anual del 1 por ciento frente a una población que aumentaba casi al triple. Por ello, en 1996 el PIB por habitante fue 10 por ciento inferior al de 1982.
El fracaso de la política monetaria tiene que ver al menos con dos aspectos. 1) Esa política ha profundizado en lugar de atenuar los viejos desequilibrios y fallas estructurales de la economía mexicana, particularmente su vulnerabilidad externa, gestados durante la etapa del Desarrollo Estabilizador y la industrialización sustitutiva de importaciones. Las crisis devaluatorias y de balanza de pagos no sólo son más frecuentes y graves, sino que los programas aplicados para resolverlas han deteriorado cada vez más la planta productiva nacional y el nivel de vida de la población.
2) La política monetaria persigue objetivos que son contradictorios entre sí. Por alcanzar uno se va en contra de los otros. Dos ejemplos ilustran lo anterior. Como el Banco de México depende de la entrada y permanencia de capitales externos para mantener una precaria estabilidad en las cuentas externas y evitar la devaluación, se ve en la necesidad de ofrecerles tasas de interés superiores a las que pueden obtener en otros países. Lo malo es que ello empuja al alza las tasas de interés que los bancos cobran a los clientes locales, lo que resulta contrario al objetivo de reducir las tasas de interés para estimular el crecimiento económico. A su vez, el incremento en las tasas de interés provoca la elevación de los costos financieros de las empresas, generando con ello presiones al alza de precios, lo que entra en contradicción con el objetivo central de la política monetaria: reducir la inflación.
Algo similar sucede en materia de política cambiaria. Si se opta por mantener en equilibrio el tipo de cambio (ajustándolo al alza conforme la inflación en México supere la del exterior), el efecto benéfico es que se estimulan las exportaciones y se frenan las importaciones de bienes y servicios, evitando con ello la acumulación de grandes déficit en cuenta corriente, que podrían inducir a la especulación cambiaria y a una macrodevaluación. Pero al mismo tiempo se va en contra del objetivo de reducir la inflación, pues el ajuste al alza del tipo de cambio encarece los insumos importados y el servicio de la deuda externa (se requieren más pesos para comprar el mismo dólar). Adicionalmente, la mayor inflación obliga al Banco de México a incrementar las tasas de interés para continuar garantizando rendimientos atractivos a los ahorradores externos, lo que termina por estimular aún más la inflación, lo que a su vez inducirá a nuevas alzas en el tipo de cambio.
Como se observa, la política monetaria está atrapada en el círculo perverso acumulativo que existe entre la tasa de interés, el tipo de cambio y la inflación; círculo perverso que se retroalimenta cada vez a mayor escala. Ello no tiene visos de solución mientras no se adopten medidas para reducir la dependencia de capitales especulativos y se establezcan controles mínimos que regulen sus movimientos; controles que por lo demás ya se aplican en países como Chile, Colombia y Brasil, sin que ello haya inhibido la presencia de esos capitales.