La coincidencia en el tiempo de los casos de Lankenau y del corredor Salvador (El Halcón) García los sacó de su drama íntimo para hacerlos, como tantos otros avatares de la vida diaria, motivo de sainetes siempre tan vergonzantes como repetidos. Las peripecias del ex flamante empresario de Abaco-Confía serían francamente cómicas sí en ello no estuvieran en juego los mil o dos mil millones de dólares que los contribuyentes tendrán que pagar por sus tropelías. Y de las protestas del parlanchín maratonista se pasó, por arte de las influencias de conspicuo personaje olímpico (MVR) y las serviles atenciones de las autoridades judiciales del DF, a formar un ogro justiciero que le costó, al deportista y acompañantes, visitar la cárcel durante varios meses por un delito (privación de libertad) prefabricado e inexistente.
Los tardos y torpes cuidados de las autoridades de la Comisión Bancaria y de Valores para ejercer una efectiva vigilancia sobre los intermediarios financieros se encuentran, una vez más, en el banquillo de las dudas y las desconfianzas al saberse, con detalle sobrado, los ilegales manejos de ese banquero, otrora tan afamado. Pero lo que va revelándose como un punto crucial del caso Lankenau, en contraste con el de García, es esa materialización dual de la administración de la justicia que tanto daño causa a la vida institucional de la Nación y donde la esencia misma de la justicia también queda cuestionada.
La doble perspectiva de la justicia se amplía y concretiza con la repetición cotidiana de similares sucesos. Por un lado aparece la visión condescendiente, con su infinidad de recovecos para evitar las aristas ásperas de la ley a secas, aquélla que se acomoda y complace al amigo, al poderoso.
Otra, muy distinta, llena de candados e intemperancias para que el simple ciudadano, la mujer o el hombre común como El Halcón García, pueda ser reprimido cuando se atraviesa entre los mezclados intereses del influyente y la obsequiosa autoridad. Cuando el propósito del adinerado empresario, que hace gala de ``sus bienes'', se conjuga con la doblegada burocracia pública se propicia, sin recato alguno, la satisfacción inmediata de los caprichos, venganzas o privilegios del protegido y la purga dolorosa del molesto contestatario. La administración expedita e imparcial de la justicia se transforma entonces en un ominoso cuan tupido tejido de procedimientos tortuosos, enredados y cuyo diseño se urdió, desde el principio y con la crudeza de siempre, para someter al común de los mortales y hacerlos sujetos inescapables de todo el rigor de la ley.
No es el presente artículo ejemplo de asuntos nebulosos o de imaginados escándalos y frases rimbombantes de terroristas verbales o saboteadores. Es la constatación de hechos encadenados que se van sucediendo en fantasmagórica cadena ante los atónitos pero curtidos ojos de la ciudadanía. Es, en corto, un fenómeno común y corriente. La ley y su aplicación en México tiene mucho de cadena y arma para someter, para confinar a las masas, a las comunidades, a los grupos e individuos bajo la férula, los intereses y aún el capricho de los poderosos. ¡Palabras de comunista resentido! bien podrían volver a decir algunos; pero lo denso y amenazante de tales afirmaciones se encuentran, con pavorosa frecuencia, en la realidad de todos los días.
En todo estos sucesos y precisamente para que puedan ocurrir de esas malhadadas maneras, hacen su aparición en escena ciertos personajes tragicómicos. El senador y litigante Salvador Rocha Díaz es uno de ellos. Priísta concertacesionado al PAN en Guanajuato por su misma confesión, Rocha ha jugado un lamentable papel (eficaz a su cliente) para permitirle a Lankenau permanecer en su residencia y evadir la cárcel durante varias semanas. El costo para la imagen de la justicia y la autoridad ha sido todavía más grande que las centenas de miles de millones de pesos que pesarán sobre los ciudadanos del país con motivo del quebranto infligido a Confía y el de Carlos Cabal Peniche a Union-Cremi, sólo dos de sus afamados defendidos. El abogado de tan tristes casos no atisba a comprender que hay un conflicto evidente de intereses y ética torcida entre su función pública de senador con la de litigante. Nada se diga, porque todo lo agrava, con la de su presidencia de la Comisión de Justicia del senado. Pero lo notable es que su partido (PRI) nada ha dicho. No se conoce pronunciamiento de reproche de los senadores priístas, menos de su líder (Figueroa) o de la Barra de Abogados. El sueldo de senador es lo suficientemente generoso como para exigir, y lograr, puntillosas y completas disposiciones profesionales y de ánimo, no horas y lealtades fragmentadas y aun contrarias a los intereses de la República federada a quien tan dudosamente ha servido el ferviente priísta.