Con el telón de fondo del generalizado deterioro institucional que vive el país, en días recientes la opinión pública ha asistido a un áspero intercambio de acusaciones entre el procurador Jorge Madrazo Cuéllar y diversos integrantes del Poder Judicial. Esta confrontación desembozada, que hasta hace unos años habría sido impensable, debe ser ubicada en su justa dimensión.
Con tal propósito, ha de señalarse que el debate tiene un aspecto positivo, en la medida en que coloca al alcance de la sociedad los conflictos que se presentan entre, y al interior de, las entidades oficiales, contribuye a hacer más entendibles y transparentes las decisiones de las autoridades y permite a la opinión pública analizar, con sus propios criterios y elementos de juicio, las posiciones y el desempeño de las partes involucradas.
Pero al mismo tiempo, no puede ignorarse que la polémica entre jueces y procuradores también incrementa el descrédito general de las instituciones y alienta el grave escepticismo social que las rodea. A fin de cuentas, cabría esperar, de los primeros, una discreción acorde con su delicada tarea, y de los segundos, que hicieran valer sus argumentaciones ante los tribunales, y no ante los medios de información.
Una tercera consideración es que en el debate referido las dos posiciones señalan cosas ciertas: a las casi proverbiales impreparación e ineptitud profesionales de policías judiciales y ministerios públicos se agregan los casos de jueces venales o prevaricadores, los cuales, por desgracia, distan de ser excepcionales.
De lo anterior se desprende que el origen de este intercambio de acusaciones y recriminaciones es la grave crisis que afecta el funcionamiento del sistema judicial en su conjunto, y que se evidencia en forma exasperante en los fracasos acumulados de la procuración y la impartición de justicia: de los asesinatos de Posadas Ocampo, Colosio y Ruiz Massieu hasta las ejecuciones de jóvenes de la colonia Buenos Aires y la deplorable farsa en que se ha convertido el proceso contra Jorge Lankenau, pasando por la escandalosa impunidad en que han culminado -hasta la fecha- las pesquisas sobre los sucesos de Aguas Blancas y la corrupción en Conasupo, para mencionar sólo algunos de los episodios que han concitado el interés y la indignación sociales.
Sería improcedente atribuir la crisis mencionada a una sola causa, porque sus raíces son diversas y complejas. En ella inciden -entre otras- la crisis económica, la desintegración familiar, la desarticulación del tejido social, el crecimiento cuantitativo y cualitativo de la delincuencia, la internacionalización de las organizaciones criminales, el descontrol imperante en casi todos los ámbitos de la administración pública, los conflictos entre grupos de poder, la corrupción de jueces y policías, la persistencia de redes ilegítimas de complicidad, la falta de voluntad y de dirección que padecen casi todas las comisiones de derechos humanos y la obsolescencia de algunas leyes y códigos.
Se trata, en suma, de una crisis cuya solución pasa necesariamente por terrenos distintos y reclama la colaboración entre todas las instituciones involucradas. En esta perspectiva, sería más recomendable que los organismos de procuración e impartición de justicia se empeñaran más en enfrentar y erradicar los vicios y distorsiones que existen en sus respectivos ámbitos, que en atribuirse mutuamente la responsabilidad por el deplorable estado de deterioro y parálisis en que se encuentra, en su conjunto, el sistema judicial del país.