Abelardo Avila Curiel
Lo inevitable

El panorama de la Sierra Sur de Oaxaca tras el paso del huracán Paulina es realmente desolador: miles de árboles arrancados de raíz por las corrientes; gruesos troncos quebrados por la fuerza del viento o despedazados por el rayo; los cerros interminables se observan desde lejos arañados por la terrible zarpa de los torrentes; carreteras bloqueadas por innumerables deslaves; puentes arrastrados y caminos borrados incomunican a cientos de poblados serranos.

Un inaudito silencio sustituye la algarabía habitual de pájaros y loros. Un árbol gigantesco aparece incrustado como un absurdo ariete en un salón de clase; fue arrastrado por la corriente de un arroyo que fluye, ahora ya escaso y pacífico, a cien metros de distancia, diez metros más abajo.

El vuelo de los zopilotes y la fetidez de la cadaverina revelan la alta mortandad de la fauna, doméstica y salvaje. Fueron suficientes seis horas de viento, 12 de lluvia torrencial y dos horas de crecida de arroyos y ríos habitualmente secos, para que se produjera todo el horror repetido en mil poblaciones desde Pochutla hasta Acapulco. Algunos ancianos recuerdan que hace 60 años también se juntaron mar, cielo y tierra en una pesadilla similar a la que los viejos de entonces llamaron diluvio.

El daño social fue más grave. Cientos de seres humanos encontraron la muerte. Son frecuentes las historias de cadáveres hallados a decenas de kilómetros, arrastrados por las corrientes. La mayoría de las viviendas precarias fueron destechadas por el viento, cuando no destrozadas por completo o arrastradas con todas las pertenencias por las avenidas. Toda cosecha se perdió, la mitad de los animales pereció. Las secuelas permanecerán por muchos años.

A diferencia de lo sucedido en Acapulco, donde fue evidente la ineptitud del sistema de salvaguarda y escandalosa la corrupción que permitió asentamientos humanos en zonas de alto riesgo, parecería ocioso buscar culpables en la zona serrana. Ningún sistema de protección civil viable hubiera evitado la devastadora acción del ciclón. Las estaciones de radio, único medio de comunicación en muchas localidades, advirtieron horas antes de la llegada del ciclón acerca del grave riesgo, e instruyeron a la población a buscar refugio seguro; donde hubo teléfono se dio la voz de alerta a la autoridad y se avisó a todos los habitantes. Fue lo poco que pudo hacerse y se hizo; en este sentido podríamos sumarnos a la resignación presidencial de lo inevitable.

Desde el discurso del poder es fácil (y obligatorio) deslindarse de toda responsabilidad, eludir el costo político y culpar a la naturaleza de los desastres. La lógica del rédito político obliga al príncipe a acudir en auxilio del desvalido en desgracia, para legitimar su ejercicio del poder. En el territorio de la lucha por la hegemonía, la desgracia del pueblo por un cataclismo natural es una singular oportunidad de mostrar la cara filantrópica del ogro. Reconocer que en el desastre hay responsabilidad gubernamental sería asumir costos políticos graves en la coyuntura actual.

La tragedia fue inevitable, nadie hubiera podido advertir a los cientos de pueblos incomunicados por siglos, desde que fueron obligados a dejar sus tierras y habitar en localidades serranas de refugio tras la conquista... y a permanecer en ellas hasta el día de hoy. Era inevitable la destrucción de las viviendas miserables de caña, cartón y bajareque. Casi ninguna construcción sólida resintió daño mayor, pero ninguna de las 30 mil familias miserables que perdieron sus casas pudieron en la vida tener acceso a una vivienda mínimamente decorosa y segura.

El huracán fue inevitable, al igual que inevitables fueron los temblores de 1985 e inevitable es que sean los pobres quienes sufran las consecuencias de los cataclismos. También es inevitable que gran parte de la población siga viviendo en condiciones de extrema miseria, a consecuencia del modelo económico que se han empecinado en mantener las tres últimas administraciones.

Tras la tempestad los arroyos regresaron a su habitual mansedumbre; los niños desnutridos y macilentos juegan y ríen nuevamente; indios y negros reconstruyen sus casas, reanudan su esfuerzo cotidiano para subsistir. También es inevitable que el sol y la vida brillen nuevamente.