El resultado del partido de ayer entre las selecciones nacionales de futbol de México y Estados Unidos dejó un sabor de insatisfacción entre los aficionados a ese deporte y aun entre quienes no lo son. Dada la tradicional debilidad futbolística estadunidense, y considerando que el equipo rival se encontraba numéricamente disminuido, cabía esperar un triunfo contundente que, sin embargo, no ocurrió. El episodio da pie a expresar interrogantes sobre el generalizado declive en el rendimiento de nuestros deportistas, particularmente en el futbol, pero también en las otras -pocas- disciplinas en las que los competidores mexicanos habían venido destacando en las justas internacionales, fueran éstas olímpicas o profesionales.
El hecho es que nuestro país, con todo y sus casi 100 millones de habitantes, con su gran mayoría de jóvenes, tiene muy pocos deportistas de relieve internacional.
El fenómeno no se puede explicar por una supuesta emigración de talentos, ya que ésta es mínima y los casos respectivos pueden contarse con los dedos. Es muy probable, en cambio, que las razones de fondo del deplorable nivel deportivo mexicano estén relacionadas con la problemática social -derivada de la económica- que enfrenta el país.
En efecto, si la mayoría de los jóvenes se alimenta poco y mal; si se recortan los fondos para la asistencia sanitaria y la educación (también física) y para las instalaciones deportivas y sociales en las ciudades y en las localidades rurales; si no hay una preocupación por la formación global (artística, musical, deportiva, física, mental) de los jóvenes ni, sobre todo, lugares donde puedan practicar deportes, mal puede haber un semillero de atletas.
El problema se manifiesta en toda su crudeza si se considera que, como efecto de la crisis prolongada que afecta a las clases populares desde hace más de 15 años y que ha hecho crecer desmesuradamente la pobreza, se redujeron las estaturas y los pesos medios de los niños pobres, sobre todo entre los indígenas, y reaparecieron entre nosotros las enfermedades propias del subdesarrollo.
Si a esto se agrega que los grandes clubes no son tales pues no dependen de sus afiliados sino de grandes empresas del espectáculo y no tienen como objetivo la promoción del deporte sino la obtención de lucro comercial directo (comprando y vendiendo ganadores y llenando estadios) e indirecto (con la publicidad televisiva), es evidente que la mayoría de los mexicanos están destinados, en el mejor de los casos, a ser espectadores pasivos, generalmente por televisión, de deportes que jamás podrán practicar.
Se llega así al absurdo de que los jóvenes no encuentran ni en la escuela ni en su lugar de residencia facilidades para volcar sus energías hacia el deporte (y quedan librados al ocio y expuestos a las amenazas de una sociedad que pierde aceleradamente sus valores) y, en el mejor de los casos, deben entrar casi niños en un mercado de trabajo que les explota y agota, mientras todos, adultos y jóvenes, se transforman solamente en espectadores que pagan muy caro, en todo sentido, su inactividad frente a la pantalla del televisor o, si tienen los recursos necesarios, en las graderías de los estadios que pertenecen, como los clubes, a grandes trasnacionales, bancos o empresas.
Esta deserción del Estado de la formación de sus futuros ciudadanos delega a manos privadas el deporte, como la educación, la sanidad o las pensiones; es decir, todo lo que se refiere a la vida cotidiana y al futuro de los seres humanos. El resultado, incluso en el campo deportivo, es evidente, y obliga a preguntarse si no ha llegado la hora de cambiar de rumbo también en este terreno.