Una vez que has decidido entrar al juego, lo más que puedes hacer es tratar de ajustar algunas reglas, porque ya no puedes salir.
Si algo queda claro a la luz de esta fuerte sacudida financiera mundial es que, realmente, nadie tiene claridad de lo que sucede, y que cada vez son menos los actos sociales y políticos que pueden hacer algo por controlar estas oleadas especulativas y generar estabilidad. Como muestra de esta confusión, son muy variadas las explicaciones sobre su génesis: déficits de cuenta corriente en los países donde aparentemente comenzó el problema; represalia inglesa a la joven nación asiática; ajuste natural y necesario a un proceso de crecimiento desproporcionado de algunos activos y mercados internacionales; irracionalidad del capital internacional; aumento de la globalización y de los fondos de retiro de los estadunidenses, etc.
Asimismo, son múltiples y encontradas las opiniones sobre las posibles consecuencias de estos movimientos aparentemente erráticos; ``el ajuste fue saludable''; ``todavía estamos aprendiendo de la crisis''; ``podría haber afectos importantes en las variables anteriores''; ``el tipo de cambio finalmente ajustó, aunque no lo suficiente'', etc.
Tambaién son muchas las recomendaciones de políticas para evitar este tipo de crisis; ``políticas erróneas generan turbulencias''; ``para estar más protegidos es necesario liberalizar aún más los mercados''; idem, controlarlos, etc.
Lo que al menos a mí me queda un poco claro es que vivimos en un escenario dantesco en el cual casi nadie (que sea tangible) puede hacer nada y los pocos que son intangibles pueden hacer todo y precipitar situaciones cuyo fin puede ser apocalíptico. Así, mientras los gobiernos y sus autoridades prácticamente tratan de no hacer nada para no crear más nerviosismo, miles de millones de mortales rogamos al cielo para que un puñado de magnates no aniquilen -por mecanismos inimaginables- la riqueza que durante muchos años se ha logrado crear.
A la luz del inicio de la crisis financiera en el sureste asiático, Rudiger Dornbusch comentó hace unas semanas que los gobiernos no deben fustigar a los especuladores ni mucho menos tratar de imponer controles a la movilidad de capitales. De hecho, en la lógica neoclásica de la globalización, estas medidas son las peores porque alientan la turbulencia y la salida de capitales. Lo que debe hacerse, según este enfoque teórico, es crear el ambiente de confianza para que éstos entren y permanezcan. En ese sentido, el prestigiado economista del MIT se refirió a México como el ejemplo a seguir por esos países que todavía no lograban aprender la lección.
Según esta posición, creo que me queda claro que todo el orden económico y la soberanía de los países deben responder a las necesidades y exigencias de los magnates mundiales para que nos hagan el favor de introducir y mantener por tiempo indefinido sus cuantiosos capitales.
¿Es esto realmente lógico y, más aún, justo en términos de lo que podemos entender como derechos humanos de la mayoría de la población del planeta? De ser así, ¿a qué queda reducido el objeto de las ciencias sociales y de la economía en particular?, ¿a externar comentarios sobre lo que puede pasar en un contexto en el que las instituciones gubernamentales y supranacionales sólo son observadoras y a lo mejor buenas edecanes de los caprichos de los pocos George Soros que hay en el mundo?
Sigo sin entender. Seguiré escuchando múltiples comentarios que quizá contribuyan al agravamiento de la confusión.