Solimán el Magnífico, sultán de Constantinopla, otorgaba documentos a los piratas para convertirlos en piratas con licencia. Así que los verdaderos piratas de aquel rumbo, eran los que, en vez de tramitar sus documentos en la oficina correspondiente, organizaban un abordaje y robaban la licencia del pirata registrado.
Podemos aprovechar, ya que vamos navegando, para enumerar las bebidas que cargaba un barco con capitán de respeto (el respeto se ganaba robando la licencia de algún capitán respetuoso de las disposiciones de El Magnífico): ajenjo, ron de Jamaica, ginebra de Holanda, cerveza de Irlanda y vino de La Rioja. El bar de a bordo era muy importante; en 1718 la tripulación de Barbanegra, según cuenta en su bitácora de viaje, comenzó a enloquecer por la falta de bebidas alcohólicas: el capitán tuvo que torcer el rumbo en busca de un navío indefenso y bien abastecido: ``por fin saqueamos un barco con un gran cargamento de licor, de este modo la tripulación ha entrado en calor, están borrachos, las cosas han vuelto otra vez a su cauce''.
Uno de los piratas permisionados por Solimán, tuvo la idea de anunciar su estado legal con una bandera enorme que decía ``barco con licencia'', y que ondeaba amarrada del palo de mesana. Un cambio brusco de vientos enredó la bandera con la botavara de la vela cangreja y organizó un desorden en el timón que terminó con el barco encallado en la arena. En cambio, otro que exhibía la misma bandera corrió con otro tipo de suerte, perdió dos mástiles con todo y velas cuando cruzaba la línea de vientos de los roaring fourties. Con tres cuartos de arboladura perdida, el capitán no tuvo más remedio que reordenar la superficie de la bandera para que funcionara como vela, y así navegó durante días hasta que llegó al puerto.
Los capitanes de estos dos barcos que modificaron su historia por culpa de una bandera demasiado grande, son un enigma histórico y un ejemplo de optimismo conmovedor, ¿pensaban que el anuncio los protegería de los piratas sin licencia? Del encallado se sabe que unos minutos después, cuando el capitán trataba de concebir las maniobras de reversa, fue abordado por una tripulación pirata que lo dejó sin licencia y sin bandera.
Las banderas de los barcos, del país que representan o de la calavera subrayada por un par de tibias, tienen que ser pequeñas o en forma de banderín para no ofrecer tanta resistencia al viento.
En un país de Oriente existe un apartado postal, y recientemente una dirección en internet, donde las personas pueden enviar saludos, comentarios y hasta poemas a la bandera que los representa. Este ejercicio de abstracción tiene su contraparte en el nivel de intimidad concreta que observan otros países, Estados Unidos e Inglaterra por ejemplo, al estampar los calzones de sus ciudadanos con el diseño y los colores de su bandera nacional.
Las banderas pequeñas evitan que el viento se lleve al barco, pero contradicen esa lógica de las banderas que sugiere que el nivel de amor y de pasión se mide según las dimensiones. El que navega por Insurgentes sur con una bandera del América, que es del tamaño de su Maverick, quiere más a su equipo que aquel que saca un tímido banderín de las Chivas por la ventanilla de su Datsun. Aquellos que robaban las licencias que otorgaba Solimán el Magnífico estaban a salvo de esta lógica que sucumbía frente a la lógica del buen pirata, que nunca enseña ni cuánto ama, ni cuántas ganas tiene de matar.
El que navega por el Periférico en su automóvil, con la brújula puesta hacia el norte, encontrará en una de las curvas de Chapultepec una bandera mexicana enorme que ondea majestuosa cuando hay viento. Lo mismo encontrará cuando navegue hacia el sur, a la altura de San Jerónimo, o cuando trate de circular alrededor de la Plaza de la Constitución. Parece que la idea es sembrar la ciudad de México de banderas mexicanas gigantescas (¿qué no era ya bastante palpable nuestra mexicanidad?). Los quejosos que siempre son más prácticos, se han quejado, con razón, de que con el dinero que cuestan esas banderas espectaculares podría resolverse alguno de los problemas graves que amenazan el equilibrio de la ciudad. Por otra parte, varias facciones de románticos, sin noción alguna de practicidad, se acomodan todas las tardes, a la hora del viento, en alguna azotea estratégica. Equipados con telescopios y binoculares, o a simple vista, esperan el momento en que la Plaza de la Constitución, o algún otro de esos sitios con velamen de bandera, vuele por los aires a todo trapo.