Es plausible que por fin la CNDH haya emitido una Recomendación cumulativa contra graves actos de violaciones individuales y colectivas a los derechos humanos, cometidas presuntamente por elementos del Ejército desde noviembre de 1996 y sobre todo a partir de marzo de 1997, en agravio de personas e incluso poblaciones vinculadas, o a quienes se ha querido vincular, con el EPR, principalmente en los municipios de Ahuacoutzingo, Olinalá, Atoyac de Alvarez y Chilapa en el estado de Guerrero.
Es plausible también que tomando en cuenta las versiones de los quejosos y los resultados de sus propias investigaciones, haya podido tipificar con claridad el delito de tortura en cuatro de sus expedientes contra cinco personas, entre ellas un menor, y, con base en la Declaración sobre la Protección de todas las Personas contra las Desapariciones Forzosas, adoptada el 18 de diciembre de 1992, el delito de desaparición forzada en contra del joven Fredy Nava Ríos, y de Benito Bahena Maldonado y Domingo Ayala Arreola, este último ya aparecido.
De particular importancia para los defensores de los derechos humanos resulta también su tesis de que el hecho de vendarle los ojos a una persona constituye en sí mismo una forma de tortura física y psicológica, y sobre todo su presunción de que los responsables de este delito fueron elementos del Ejército, que se transportaban en varios vehículos o helicópteros, dada la constante y similar mecánica de la actuación de las personas involucradas en los hechos (p. 119).
Pero lo que no se entiende es por qué esta Recomendación por los delitos de detención arbitraria, lesiones y tortura (diez expedientes), allanamiento de morada, amenazas e intimidación (cuatro expedientes), y desaparición forzada o involuntaria de personas (dos expedientes), va únicamente dirigida al Procurador General de Justicia Militar, cuyos subordinados por cierto han negado hasta ahora cínicamente todas las evidencias, y no también por lo menos al Procurador General de Justicia del estado de Guerrero, y a la propia Procuraduría General de la República, a pesar de que extrañamente también nieguen su participación en los hechos, sobre todo cuando al menos consta la denuncia y la participación de las Policías Judicial y de Seguridad Pública del estado de Guerrero en la comisión de algunos de estos delitos (Expedientes 4, 7, 8, 11 y 16). Cuanto más que la misma CNDH afirma en su Recomendación que, ``de conformidad a las constancias que obran en los expedientes antecitados, no se acredita de manera alguna que los detenidos hayan sido puestos a disposición de la autoridad ministerial correspondiente, toda vez que tanto los órganos investigadores del fuero común como el federal, negaron haber tenido conocimiento de los hechos'' (p. 11). Y que por la trascendencia de los hechos, elabora expresamente su Recomendación con el ánimo de que sean conocidos y perseguidos por las autoridades correspondientes (p. 4 y 8).
No se debe olvidar que el artículo 102 B de la Constitución, a propósito precisamente de los organismos públicos de derechos humanos, establece como imputables de violaciones a los derechos humanos no sólo los actos, sino también ``las omisiones de naturaleza administrativa provenientes de cualquier autoridad o servidor público''. ¿O es que nuestras autoridades civiles de procuración de justicia abdicaron ya en estos casos de su función? ¿Qué ya erigieron al Ejército mexicano como policía judicial para el combate de otros delitos que no nos habíamos enterado? ¿Qué significa ésto para un pueblo que anhela vivir realmente en un Estado democrático y de derecho? ¿Qué acaso el Ejército puede actuar en tiempos de paz, e incluso contra civiles, sin más limitación que sus propios métodos y tácticas militares?
De acuerdo con la opinión de ilustres juristas, e incluso con algunas tesis jurisprudenciales, si es entendible que las procuradurías civiles no tengan que contar con elementos militares para combatir una guerrilla, también es cierto que en tiempos de paz los elementos del Ejército tienen que actuar en un Estado de derecho con las limitaciones constitucionales y judiciales de las policías, so pena de corresponsabilizar también legal y moralmente a aquéllas, por acción o por omisión, de las violaciones a los derechos humanos y de la comisión de delitos, y de hacerlas por lo mismo responsables de la impunidad. No se debe tampoco olvidar que de acuerdo al artículo 5 de la Ley Federal para Prevenir y Sancionar la Tortura, comete también el delito de tortura todo aquel servidor público que con motivo del ejercicio de su cargo ``no evite que se inflijan dolores o sufrimientos graves (sean físicos o psíquicos) a una persona que esté bajo su custodia''.
Apreciando en todo lo que vale la oportunidad de esta Recomendación, de la que todavía no nos hemos enterado que ha sido recibida por la autoridad señalada, lamentamos sin embargo las contradicciones en las que incurre y la generalidad de sus imputaciones.