Una consecuencia de la revolución democrática que está en curso (cómo definir si no la vorágine vivida bajo el titulo de ``la transición'') es el entusiasmo por el principio de mayoría. Hay buenos argumentos para ello. Por primera vez en la historia moderna mexicana, la mayoría política alcanzada en las urnas es una realidad tangible y cambiante, viva, en vez de la entelequia petrificada que durante décadas sirvió de fundamento al poder.
La democracia es, justamente, el ejercicio de ese derecho a elegir quién gobierna. La mayoría manda, como debe ser. Y ese descubrimiento práctico, tardío y todo lo que se quiera --que es un principio fundador-- se traslada, haciéndose extensivo a otros muchos ámbitos de la vida pública. La sociedad, como se dice, se democratiza, al grado que la superioridad del número basta para definir asuntos delicados en cuya resolución no hay acuerdo. Se vota y listo.
Pero el remedio --al despotismo, se entiende-- a veces trae inesperadas consecuencias. Aunque los ejemplos históricos en sentido opuesto sean numerosos y contundentes todavía hoy se cree que, por el hecho de serlo, la mayoría siempre tiene la razón, llámese el bloque opositor en la Cámara de Diputados, la suma de los consejeros electorales en el IFE o el carro completo del priísmo en Tabasco. Esta confusión entre el método y los fines de la democracia, propia del pragmatismo, desiste a responder a la pregunta fundamental que está en el fondo de la cuestión: Democracia ¿para qué?
En su Crítica de la razón instrumental, Max Horkheimer nos recuerda que el ``principio de mayoría, al adoptar la forma de juicios generales sobre todo y todas las cosas, tal como entran en funcionamiento mediante toda clase de votaciones y de técnicas modernas de comunicación, se ha convertido en un poder soberano ante el cual el pensamiento debe inclinarse. Es un nuevo dios, no en el sentido que lo concibieron los heraldos de las grandes revoluciones, es decir, como una fuerza de resistencia en contra de la injusticia existente, sino como una fuerza que se resiste a todo lo que no manifiesta su conformidad''.
En nombre de la mayoría, ese ``nuevo dios'', se intenta fundar la verdad, con mayúsculas, y extender se presencia a la sociedad en su conjunto. Pero el número no es la razón. Hay temas y temas. Vale la pena recordar a Horkheimer: ``Los hombres que crearon la Constitución de los Estados Unidos consideraban `la lex maioris partis como la ley fundamental de la sociedad', pero estaban muy lejos de remplazar mediante decisiones de la mayoría las de la razón''. El caso del fascismo que el autor tiene a la vista no permitía pensar otras cosas: ``Hoy la idea de mayoría, despojada de sus fundamentos racionales, ha cobrado un sentido enteramente irracional'', escribe.
No es nuestro caso, por fortuna. Sin embargo, no puede dejar de pensarse en ello cuando leemos que el diputado Sodi de la Tijera pide ``reglas'' para el año 2000. ``O nos ponemos de acuerdo y fijamos ciertas reglas o quién sabe qué pase en el año 2000''. ``Si no limitamos los abusos de la mayoría, capaz que se le revierten los 70 años en que han controlado el país y entonces se les cobren las cuentas''. (La Jornada, 26/10/97). En otras palabras, si no queremos alzar hogueras con leña verde es necesario llegar a acuerdos, modular mediante la razón el principio de mayoría para evitar una nueva ``dictadura democrática'', o, más simplemente, a no olvidar, como pedía Ortega a principios de siglo, que ``el que es verdaderamente liberal, mira con recelo y cautela sus propios fervores democráticos y, por decirlo así, se limita a sí mismo''. No es mucho pedir al filo del nuevo milenio.