El Premio Nobel de Literatura otorgado a Dario Fo, además de regocijarnos, resulta harto desconcertante por varias razones. La primera, porque se da a un artista que amén de su escritura resulta un completo hombre de teatro. La otra, porque se da a un poderoso ingenio satírico, demoledor de muchas estructuras de poder y a un hombre de izquierda congruente con sus ideas en vida y obra. Es un poco como desacralizar ese importante premio, más bien conservador: un hálito de crítica y de risa sabrosa parece apoderarse del ámbito literario. Y la risa resulta más corrosiva que cualquier seria diatriba, como constatamos diariamente con los extraordinarios moneros de La Jornada, o como previó Umberto Eco en El nombre de la rosa en donde el fanático Jorge de Burgos destruye la segunda parte de la Poética de Aristóteles, que trataba de la comedia por considerar heretísima la burla de las cosas creadas por Dios: Eco, que esta vez se quedó en la banca de la premiación, no ha de estar tan inconforme.
Por otra parte, se habla de cierta gerontocracia y de la avanzada edad de los miembros de la Academia Sueca que han preferido premiar a un viejo contemporáneo suyo. La verdad es que a nadie le gusta un criterio generacional en los terrenos del arte, pero pienso que aquí se exagera porque muchos literatos de edad ya muy avanzada se han quedado sin premio. De cualquier manera, todo lo anterior me lleva a pensar, en escala más modesta, en Jorge Ibargüengoitia. Por un lado, el ingenio satírico del escritor mexicano fue siempre muy sutil, muy alejado de la recia bufonería de Fo. Después de su muerte se le ha reivindicado (muchas veces negando a otros dramaturgos de su generación, lo que es harto injusto), pero muchas de sus obras permanecen sin estreno y algunas empiezan a tentar a directores jóvenes. Resulta muy interesante constatar lo que estos textos, escritos hace varias décadas, les dicen a las nuevas generaciones.
Por su deliberada ambigüedad temporal, probablemente las ``tres piezas en un acto'' --escritas en 1957 para ser escenificadas como trilogía, sin estrenar en ese entonces-- sean de las que tengan mayor perdurabilidad. Concebidas a la manera de fábulas con moraleja, hablan del amor, el sacrificio y el poder, y al mismo tiempo suponen una crítica perdurable de las pasiones humanas. El loco amor viene, recientemente estrenada, es la única que conoce la escena. Lorenzo Mijares la rescata pero, a pesar del obvio cuidado en su montaje, algo falla y mucho me temo que sea ese elemento primordial en el teatro que es el ritmo. Desde luego que no se trata de un texto hilarante, pero por lo menos un par de ingeniosidades en la primera escena deben mover a risa y, en la función que vi, nadie ríe. En lo personal me desconcertó mucho, porque siempre escucho una estridente risa femenina en los momentos más inesperados, y aquí nada. Sin duda se debe a la pausas que se sienten enormes entre un parlamento y su respuesta que privan de su agilidad a los diálogos originales.
También la concepción general del montaje cae en muchos tiempos muertos. En una muy interesante escenografía a base de tela --en la que todo está forrado de este material-- que se debe a Martha Jauffred y el propio Mijares, el único cambio, a telón cerrado, se hace eterno. Incluso en esos innecesarios oscuros rápidos que pide el autor y que se dan también con algún telón, la solución es inadmisible. Porque, aun si el transcurso del tiempo se diera sólo con los oscuros, casi no se puede creer que un director en 1997 no pudiera resolver de modo más imaginativo lo que marcó un dramaturgo 40 años atrás.
Mucha de la tierna ironía se pierde con la lectura que se da del personaje de Juan. El tímido hombrecito, del que no se puede entender que en su aldea lo tengan por héroe y que cumple por amor con su destino, o que por lo menos intenta cumplirlo, representa los roles absurdos que a cada quien se dan, como también Pedro ``que es tan gigante como Juan es héroe''. El personaje debe ir creciendo desde su apocamiento inicial hasta el valor demostrado finalmente; es cualquiera, un muchacho común y corriente que sólo se distingue por su loco amor. Aquí, desde que aparece, está impostado en héroe romántico, lo que rompe con la intencionalidad del autor. Si se añade que el actor que lo incorpora, Enrique Arreola piensa que matizar es llegar al grito, poco se puede rescatar de su personaje. Bien Alejandro Benítez como Pedro y mejor que ambos Martha Claudia Moreno, a pesar de la eternidad de las pausas que le fueron marcadas. No hay mucho que celebrar en este rescate de Jorge Ibargüengoitia.