La Jornada Semanal, 26 de octubre de 1997
En la desaparecida serie Cuadernos de la Gaceta, del FCE, Selma Ancira tradujo El departamento de Zoia, farsa trágica que el público ruso aclamó en 1927. Iniciamos el dossier sobre Bulgákov con una presentación de Ancira, un pequeño relato del autor de El maestro y Margarita y su célebre conversación con Stalin.
Mijail Bulgákov, conocido entre nosotros sobre todo por sus novelas El maestro y Margarita (escrita entre 1928 y 1940 y publicada en su país en 1973), Los huevos fatales (1924) o La guardia blanca (1924), fue también el mayor dramaturgo de la época soviética, autor de obras como Molire, La isla purpúra o Los días de los Turbin.
Nacido en Kiev, en el seno de una distinguida familia de intelectuales, Bulgákov, como Chéjov, estudió medicina , aunque ejerció su profesión sólo durante un par de años. Llegó a Moscú en 1921 sin dinero. Desempeñó toda clase de oficios hasta que en 1924 publicó, sin mayores repercusiones, su primera novela, La guardia blanca. Muy pronto los odios, las rivalidades y los celos de funcionarios de la cultura y escritores menores lo marginaron. Su novela breve Los huevos fatales fue severamente criticada y otra narración de esta época, Corazón de perro (1925), permaneció sin publicar en la URSS hasta 1987.
Bulgákov sobrevivía en condiciones miserables, pero entonces Stanislavski, mítico director del Teatro de Arte de Moscú, se interesó por La guardia blanca y le pidió una adaptación para llevarla a la escena. Al igual que la novela Los días de los Turbin, fue atacada por mística e idealista. Cada nuevo texto era criticado o prohibido sin más trámite. Desesperado, en 1931 escribió a Stalin una carta en la que le pedía que o bien detuviera las persecuciones en contra suya, o bien le permitiera irse al extranjero, o bien lo fusilara. A fines de 1932 recibió una llamada de perdón del mismo Stalin. Así, hasta 1936 pudo trabajar en el teatro. Después, hasta su muerte (en 1940) Bulgákov sufrió de nuevo aislamiento y persecusión.
Estrechamente ligada a las tradiciones de la literatura rusa del siglo XIX, la obra de Bulgákov une las dotes de un excepcional observador y de una fantasía desbordante con un sentido del humor y lo grotesco que sólo tiene parangón con Gógol, uno de sus maestros.
Ajeno a las modas literarias e ideológicas soviéticas, Bulgákov reivindicó, aun en las peores circunstancias, la intelligentsia rusa liberal e ilustrada. A ella pertenecía por su origen y a ella fue fiel hasta su muerte.
En la librería no había un solo comprador, y los dependientes se encontraban melancólicamente de pie detrás de los mostradores. Sonó la campanilla y apareció un ciudadano con una barba pelirroja en forma de abanico. Dijo:
-Buenas...
-¿En qué puedo servirle? -le preguntó con regocijo un dependiente.
-Necesitaría las obras del ciudadano Lérmontov -dijo aquel ciudadano, hipando ligeramente.
-¿Las obras completas?
El ciudadano reflexionó y respondió:
-Completas. Unos 250 a 300 kilitos.
Al dependiente se le pusieron los pelos de punta.
-Disculpe, pero todas, completas, pesarán unas cinco libras, no más.
-Lo sabemos -respondió el ciudadano-, lo compramos con regularidad. Envuelva unos 50 ejemplares. Que los saquen sus muchachos, tengo un carretero esperando allí afuera.
El dependiente se lanzó hacia arriba por la escalera de madera y desde la última estantería informó con sumo respeto:
-Desgraciadamente, no nos quedan sino cinco ejemplares.
-¡Qué lástima! -se afligió el comprador-, deme aunque sea esos cinco. Pero entonces, amable señor, prepáreme también la historia universal.
-¿Cuántos ejemplares? -preguntó con alegría el dependiente.
-Pues, péseme unos 800...
-¿Ejemplares?
-No, kilogramos.
Todos los empleados salieron de sus madrigueras de libros y el propio jefe ofreció una silla al comprador.
-¡Vasia! La estantería número 15. Tira la Universal, toda, tal como está. ¿Los prefiere encuadernados? La encuadernación es rústica, estampada en dorado...
-No es indispensable -respondió el comprador-. La encuadernación no nos sirve para nada. Para nosotros lo principal es que el papel sea de mala calidad.
Una vez más los dependientes se quedaron atónitos.
-Si lo que necesita es papel de mala calidad -atinó por fin a decir uno de ellos-, puedo proponerle las obras de Pushkin en la edición del Comisariado de Agricultura.
-Pushkin no nos será necesario -respondió el ciudadano-, tiene ilustraciones y el papel de las ilustraciones es duro. Pero del Comisariado ese, envuélvame unos 60 kilos, para probar.
Un tiempo después, las estanterías se habían vaciado, y el propio jefe hacía amablemente la factura. Los muchachos, quejándose, sacaron a la calle los paquetes de libros. El comprador pagó con relucientes billetes de diez rublos y dijo:
-Hasta la próxima vez en que tenga el placer...
-Permítame la indiscreción -preguntó respetuosamente el jefe-, ¿es usted representante de un almacén muy grande?
-Muy grande -respondió con dignidad el comprador-, pero vendemos arenques. Mis respetos.
Y se alejó.
Así se desarrolló la conversación telefónica entre el escritor y el generalísimo:
-¿Mijail Afanasievich Bulgákov?
-Si, soy yo.
-Aquí Stalin -pronuncia lentamente una voz con ligero acento georgiano.
-¿Cómo? ¿Quién? -pregunta Bulgákov sobresaltado.
-Stalin, Iosef Vissariónovich. ¿No me cree? ¿Piensa, sin duda, que es objeto de una broma? Bien. Haga el favor de colgar y de llamar inmediatamente al Kremlin, al número*. Espero su llamada.
Y la comunicación se cortó. Completamente aturdido, Bulgákov marcó el número indicado y al otro extremo del teléfono se dejó escuchar la misma voz:
-Y bien, ¿ahora ya cree que está hablando con Stalin? Leí su carta y con mucho gusto haré por usted todo lo que mis modestos recursos me permitan hacer para ayudarlo. En primer lugar, ya no se le perseguirá. Todavía poseo cierta influencia (en su voz se percibió una ligera nota de humor), y gracias a ella puedo poner fin a dichas persecuciones. En segundo lugar, ordenaré mañana que se le dé un trabajo permanente en el Teatro de Arte. En tercer lugar, pediré a Stanislavski que vuelva a representar Los días de los Turbin. Pienso que no rehusará hacerme este favor (una vez más Stalin rió ligeramente). ¿Le parece bien así?