La Jornada Semanal, 26 de octubre de 1997
Traductor de Chéjov, Nabokov y Pilniak, Sergio Pitol es un autorizado viajero por la literatura rusa. En los años en los que vivió en Moscú, el autor de El arte de la fuga buscó una original aproximación a algunas de las principales novelas de nuestro tiempo. Fruto de este empeño es su libro de ensayos La casa de la tribu que surgió de una visita a la mansión de Tolstoi. En esta ocasión el viajero infatigable se traslada a la isla que Bulgákov concibió en 1928 y que abrió insólitos derroteros al teatro ruso.
Introducir una obra de teatro en otra y establecer las relaciones adecuadas entre ambas para transformarlas en una sola unidad, es un procedimiento escénico practicado desde la antigüedad. Abundan los ejemplos; algunos nos remiten a los niveles más altos de la creación. Shakespeare privilegió en distintas ocasiones ese recurso. En La fierecilla domada un grupo de espectadores se reúne para presenciar una alegre fábula donde un hombre vigoroso y astuto se propone convertir a una doncella caprichosa y bravía en una sedita. Y lo logra, para regocijo de los espectadores. Los lazos entre el marco formado por ese público y el cuerpo de la comedia a la que asiste son más bien escasos. El artificio utilizado le permite al autor una lejanía, cierto ``extrañamiento'' que intensificará el carácter teatral de la fábula. En Hamlet, el arribo de los cómicos al castillo de Elsinore cumple una función más directa: es parte esencial de la estructura del drama. Las bromas y los requiebros de los comediantes incorporan, aunque sea momentáneamente, una luminosidad jubilosa a la espesa penumbra que oprime a la corte de Dinamarca. Ese lapso radiante sirve de preámbulo a la representación de una pieza dramática esbozada por Hamlet. En ella, un personaje vierte una pócima mortal en el oído del rey, su hermano, durante el sueño, para luego festejar con la reina tal hazaña, que le permitirá dormir en su lecho y hacerse con el trono. La función teatral ejecutada por los comediantes pone en movimiento todos los mecanismos de la tragedia. A partir de entonces, la suerte está echada y se inicia una acelerada danza macabra. La parca se encargará de despejar paulatinamente el escenario. Sucumbirán Hamlet y Ofelia, Laertes y Polonio, el rey y la reina, y hasta los ineficaces Rosencratz y Guildenstern. ònicamente sobrevivirá Horacio, el amigo leal, para dar al mundo testimonio de tan horrendos hechos.
En El sueño de una noche de verano, en medio de las fabulosas querellas amorosas con que entretienen sus ocios las hadas y los elfos, aparece, como contraste a tanta exquisitez, un puñado de humildes artesanos dispuestos a representar los tristes amores de Píramo y Tisbe y su infausta muerte, en ocasión de las bodas de Titania y Oberón. Son unos cuantos simpáticos palurdos sin noción de las artes escénicas ni de ninguna otra. Aparecen desde el principio de la obra en el acto de repartir los papeles dramáticos y familiarizarse con los lineamientos de la historia. Su presencia surgirá intermitentemente durante El sueño... Presenciaremos sus esforzados ensayos y, finalmente, la función realizada ante los soberanos. La ingenua representación de esos cómicos es soberbia en su chabacanería. Titania, Oberón, su corte entera, se regocijan con esa disparatada concepción del drama, del mismo modo que nos regocijamos nosotros, los espectadores auténticos de la doble función. La tragedia de Píramo y Tisbe se convierte de principio a fin en un regocijante juguete cómico que cumple, dentro de la obra en que se inserta, una marcada función desacralizadora. Cualquier pasión, aun la más etérea y estilizada, como la vivida por Titania y Oberón, podría convertirse, si se encuentra la clave adecuada, en un objeto de escarnio y de mofas. El efecto se logra a través de un juego de espejos, cóncavos o convexos, cuyas imágenes deformadas se transmiten sucesivamente de una a otra de las dos facetas del mismo drama.
Esa concepción recorre con pasos casi siempre felices la historia del teatro hasta llegar a nuestros días. Pienso, por ejemplo, en el Teatro de la Restauración, ese movimiento con que nos regaló Inglaterra a finales del siglo XVIII, que condenó de tajo el sentimentalismo desbordado, la heroicidad hueca y las moralinas de todas las especies. Uno de sus exponentes fue Richard Sheridan.
En su comedia famosa, El crítico, elige por tema el ensayo final de una tragedia titulada La Armada Invencible. Abunda en ella la insensatez, la fiebre, la tontería y la retórica más torpe. La trama es preciosa, refiere los trágicos amores de la hija del gobernador de una prisión londinense con un distinguido caballero español detenido por espionaje; presenciamos actos inauditos de heroísmo y tremendas catástrofes, todo ello para desembocar en la escena espectacular: el triunfo de la flota inglesa sobre la Armada Invencible. El diálogo es ridículamente pomposo; la trama, descabellada, y los personajes, inconcebibles. A medida que transcurre el ensayo, tres caballeros, sentados en el mismo escenario, siguen con atención las peripecias de la obra y las comentan con vivacidad. Son el autor de la tragedia, más un mecenas amante del teatro, desprovisto de gusto y de sensatez, y un crítico sarcástico que contempla regocijado el preludio de lo que esa noche, durante el estreno, se convertirá en uno de los más apabullantes fracasos de la temporada. El efecto general de ese doble conjunto de tonterías es extraordinariamente regocijante. La tontería, ya se sabe, es una de las mayores fuentes de la risa, y cuando se enriquece con la pompa y una pizca de maledicencia suele producir frutos notabilísimos.
Mijail Bulgákov, hombre de teatro
Esa tradición que los ingleses han estilizado hasta la perfección no ha quedado enclaustrada en sus fronteras. Chéjov la empleó en La gaviota, Pirandello en buena parte de su obra, y así muchos más...
En diciembre de 1928, el Teatro de Cámara de Moscú estrenó una comedia cercana en muchos aspectos a la de Sheridan: La isla púrpura, del escritor Mijail Bulgákov, un dramaturgo que al mismo tiempo de gozar de una inmensa popularidad en Moscú era vapuleado con inaudita violencia en la prensa y en todas las asambleas en donde participara algún miembro de la temible RAPP (la asociación rusa de escritores proletarios). Si es cierto que la vida de los más grandes escritores rusos de la época comenzaba a mecerse entre la alucinación y la pesadilla, si sus circunstancias eran impuestas por el azar, y la vida y la muerte parecían decididas por una lotería secreta, también lo es que el destino de Bulgákov, a partir de esa obra, fue regido por designios más que inescrutables.
En los días de la presentación de La isla púrpura, era el autor teatral más exitoso de la Unión Soviética. Con ese estreno, tenía tres obras en cartelera. Los días de los Turbin, su primer drama, se representaba desde hacía cuatro años en el Teatro de Arte de Moscú, la venerable catedral escénica fundada y dirigida por Konstantin Stanislavski. Si estrenar una obra en ese recinto constituía un triunfo, hacerlo con la primera pieza de un autor desconocido podía considerarse un milagro. El piso de Zoia, una comedia satírica sobre la vida clandestina en el periodo de la NEP (la nueva política económica) se mantenía en escena con teatro lleno desde tres años atrás. La isla púrpura repitió desde su aparición el triunfo de las otras piezas.
El gusto teatral de Bulgákov era, digámoslo, tradicional: cualquier ruptura en los cánones establecidos parecía perturbarlo. Detestaba, por ejemplo, los experimentos escénicos de Meyerhold, quizá la hazaña más excepcional del siglo en Rusia. Bulgákov se aferraba a otra época; sin embargo, La isla púrpura, con mucho la mejor de sus obras, huye en cierto modo de lo convencional. Es un fenómeno de teatro en el teatro, una obra que exige un ritmo especial, más cercana al teatro de marionetas que al de actores. Como en El crítico de Sheridan, se trata del ensayo final de una nueva comedia, esta vez escrita por Julio Verne, un periodista de medio pelo que hace con ello sus primicias en la escena. Julio Verne es, por supuesto, el seudónimo adoptado por el periodista, quien designa a varios personajes con el nombre de algunos protagonistas del autor francés. En el reparto aparecen el capitán Hatteras, Lord y Lady Glenarvan, Jacques Paganel y Passepartout. Ya ahí se inicia el absurdo: esos nombres han sidoÊgratuitamente impuestos a personajes que en nada corresponden a las características o al temperamento de los creados por Verne. La isla púrpura es el título; lo procede un largo subtítulo alegremente irreverente: Ensayo general de una comedia del camarada Julio Verne, traducida del francés al esópico por Mijail A. Bulgákov, presentada en el Teatro de Gennadi Panfilóvich, con música, erupción de un volcán y marineros ingleses.
La traducción al ``esópico'' recalca su condición de fábula. El ensayo general debe efectuarse de inmediato, a pesar de que ni el director ni los actores conocen la obra. La prisa se debe a la noticia de que al día siguiente Sava Lukich, el censor, viajaría a Crimea. Sin la autorización previa de Sava, La isla púrpura no podría presentarse en la fecha anunciada. Gennadi Panfilóvich asegura por teléfono al censor que la obra es ``ideológica hasta la médula'', a pesar de desconocer por entero su contenido. Para tranquilidad de su conciencia, al colgar el audífono conmina al autor, el trémulo Julio Verne, a definir su obra, y al saber que se trata de una alegoría, exclama con desesperación:
``¡Ah, las alegorías! ¡çndese con cuidado! Sava Lukich se pone como una fiera cuando tiene que lidiar con alegorías. `No me vengan a hablar de alegorías', dice. `En la superficie todo parece alegoría, pero en el interior no hay sino contrarrevolución monda y lironda'.''
La vitalidad con que arranca la obra es excepcional: el diálogo entre Gennadi y Julio Verne, la conversación telefónica entre Gennadi y el amo de la censura, la preparación improvisada del ensayo, la instalación de la escenografía, la reunión con los actores y el reparto de papeles, todo hace pensar en una alegoría frenética en torno a la creación de un mundo. Luego, con igual ritmo delirante, da comienzo el ensayo. Y allí se inicia también la agonía de Bulgákov, el derrumbe de sus expectativas, su oscuro y obligado ostracismo.
La estancia moscovita de Walter Benjamin
La historia amorosa incluida en el Diario de Moscú puede concebirse como un tratado sobre la desolación. El año 1924, el escritor alemán conoció en Capri a Asia Lacis, una revolucionaria letona, y desde el primer momento se enamoró desesperadamente de ella. Según Gershom Sholem, amigo cercano de Benjamin, esa mujer ejerció una influencia decisiva sobre él. Ese año se volvieron a encontrar en Berlín. Al siguiente, Benjamin se desplazó a Riga para poder pasar unos cuantos días a su lado. A principios de 1926 viaja otra vez, en esa ocasión a Moscú, donde permanece dos meses. La comunicación con ella se deteriora gravemente en ese periodo. Para empezar, Asia mantiene una relación amorosa permanente con Bernhard Reich, un director de teatro alemán instalado en Moscú, donde trabaja. A ella, recluida en un sanatorio de enfermedades nerviosas, la ve poco, como en ráfagas, y los encuentros resultan por lo general desapacibles. En cambio tiene que ver a Reich todo el tiempo; es más, a los pocos días de haber llegado lo tiene que alojar en su cuarto de hotel, porque el lugar donde Reich vive es frío y húmedo y, por lo tanto, pernicioso para su salud. Unos pocos días después, como en una película de Chaplin, Reich se posesiona de la cama y Benjamin debe conformarse con pasar las noches sentado en un sillón. El diario recoge momentos de honda depresión debido a la actitud de Asia, su frialdad, sus exigencias, su desprecio.
Benjamin había viajado a la URSS en espera de tomar una decisión que ha aplazado por dos años. ¿Debe o no ingresar en el partido comunista alemán, o mantenerse sólo como compañero de ruta? Llega al país de los Soviets en uno de los periodos más nebulosos de su historia, próximo al desenlace de la lucha feroz entablada desde dos años atrás por las fuerzas de Trotski y las de Stalin. La cercanía del final hace que la batalla sea más artera, más implacable. La trepidación es permanente, aunque subterránea; a la superficie llegan sólo los ecos, las burbujas. A Benjamin le asombra la impersonalidad de las respuestas. Nadie parece tener opinión directa sobre nada. Las respuestas son siempre elusivas: ``Hay quienes opinan que...'', ``Se oye decir que...'', ``Algunos piensan que...''. La responsabilidad personal desaparece. Cuando él habla y sostiene ante terceros opiniones personales, Reich, y sobre todo Asia, lo reprenden, le hacen saber que no ha entendido nada, que le es imposible orientarse en ese escenario; en suma, que deje de emitir tonterías que podrían comprometerlo y comprometerlos a ellos. El día de su llegada, Reich lo invita a cenar en el restaurante de la Unión de Escritores, donde oye decir que en un teatro de la ciudad se había presentado una obra que elogiaba a los blancos, y que el día del estreno la policía había tenido que dispersar una manifestación comunista que protestaba por aquel ultraje a la URSS.
En la entrada del 16 de diciembre, es decir, ocho días después de su llegada, Benjamin consigna en su diario su opinión sobre esa pieza teatral que tantos conflictos parecía producir:
Durante su estancia en Moscú no se da tregua. Asedia a su amada para ser permanentemente desdeñado por ella, traduce páginas de Proust, escribe la entrada sobre Goethe para la Nueva Enciclopedia Soviética en preparación, visita museos, asiste al teatro -en especial al de Meyerhold, que le fascina-, hace visitas, una de ellas a Joseph Roth, quien ha viajado a costa de un importante periódico de Frankfurt, y compra hermosas piezas de madera para enriquecer su colección de juguetes populares. Los argumentos expuestos por Roth a favor de la oposición contra Stalin le parecen poco serios, exposiciones anticomunistas banales para satisfacer al gran capital: ``Roth llegó a Rusia como un bolchevique (casi convencido) y se retira de aquí como un monárquico''; la expresión proletaria en la literatura le parece indispensable, pero la ausencia de reflexión y la canonización de moldes en exceso elementales lo desaniman. Su inteligencia privilegiada se extravía en la permanente comedia de errores que vive en el Moscú de la desinformación, de las verdades a medias y las mentiras barnizadas por capas de dudosa virtud, al que ha llegado. Cuando Benjamin entrega su texto sobre Goethe laboriosamente pensado, Karl Radek, alto funcionario muy cercano a Trotski y protector de algunos escritores al borde de la disidencia, lo rechaza como si se tratara de un panfleto primitivo y sectario; según él, en ``cada página aparecía por lo menos la expresión lucha de clases''. Karl Reich, quien había llevado el texto a las oficinas de la Enciclopedia, le demostró que no era del todo cierto, añadiendo que, por otra parte, era imposible hablar de la acción de Goethe, que ocurre en una época de grandes luchas de clases, sin emplear esa expresión. Radek añadió con desdén: ``El problema está en emplearla en el sitio preciso.'' Benjamin comprende que tiene perdida la partida ``puesto que los mezquinos directores de la empresa se sienten inseguros para sostener sus propias convicciones ante la más insignificante sugestión de alguna autoridad''. Y en cuanto a la obra de Bulgákov que tanto irritó a los comunistas y que él, Benjamin, había calificado como ``una provocación absolutamente escandalosa'', se sostenía en el teatro por órdenes superiores. Stalin, nada menos, asistió quince veces a verla, según lo confirman los archivos del Teatro de Arte de Moscú. Lo dicho: una fatigosa comedia de equivocaciones.
La isla púrpura
La obra de Julio Verne es una crónica de lo ocurrido durante unos cuantos meses en una isla insignificante perdida en el océano. Un pequeño territorio en cuyas bahías se cultivan perlas de tamaño y calidad sobrenaturales, que el monarca canjea por bebidas alcohólicas, telas y diversas baratijas, con unos alemanes que de cuando en cuando se asoman por allí. De pronto, un barco inglés donde viajan Lord y Lady Glenarvan, el capitán Hatteras, Paganel y Passepartout, llega a la isla y sus pasajeros deciden hacer una visita de cortesía al rey. Deslumbrados por el esplendor y abundancia de las perlas que éste les muestra, firman un convenio comercial que les concede la exclusividad mercantil de aquel producto.
Poco después, la erupción de un volcán acaba con la vida del rey. No ha dejado herederos. Los personajes cercanos al difunto empiezan a conocer oscuros apetitos. Dos de ellos aspiran a sucederlo en el trono. Al mismo tiempo, entre los súbditos se ha despertado un afán libertario y justiciero; han intuido lo que significa la lucha de clases; el lenguaje indígena cambia hasta volverse la caricatura de los lemas políticos acuñados en el mundo soviético. Las acciones de ambos bandos, los de arriba y los de abajo, están sujetas a un proceso de infantilización. Se vuelven muñecos que actúan de modo casi mecánico. Triunfa la revolución y el nuevo rey y sus allegados se exilian en Inglaterra, acudiendo de inmediato al palacio de Lord Glenarvan; pero las prácticas capitalistas repugnan a los expatriados, quienes resienten el ser tratados como esclavos por sus anfitriones, lo que decide su regreso a la isla. Al llegar, imploran perdón por su conducta anterior, y lo logran con la promesa de luchar junto con los isleños contra el enemigo exterior, que seguramente hará su aparición para apoderarse de la cosecha perlífera.
El barco inglés no tarda en aparecer en el horizonte. Lord Glenarvan y sus socios están dispuestos a sojuzgar la isla manu militari para hacer cumplir el tratado comercial que han firmado con el monarca difunto. La heroica defensa de los isleños los hace retirarse. Todo en la isla es felicidad. Han desaparecido las diferencias entre los miembros del ancien régime y los revolucionarios. Todos contribuirán en la edificación de un mundo nuevo; ningún hombre volverá a convertirse en lobo del hombre. Con ese final solidario y optimista concluye la obra de Julio Verne. Los actores se muestran satisfechos por el buen ritmo con que corrió el ensayo.
En ese momento, y ante la estupefacción general, Sava Lukich declara que la obra no podrá estrenarse. Jamás la autorizará.
``Se trata de una obra trotsko-socialrevolucionaria, apesta a intelectualismo y a liberalismo -estalla-. El error reside en las conclusiones. Sí, camaradas, en las conclusiones. ¿Por qué los marineros, que son también obreros, continúan al final viviendo en la esclavitud? ¿En qué ha quedado, entonces, la revolución internacional? ¿Dónde está la solidaridad?''
Gennadi Panfilóvich, quien evidentemente está ya acostumbrado a ese discurso, improvisa al instante otro final. Lord Glenarvan se suicida; los marineros ingleses matarán al capitán Hatteras y a los demás oficiales, y también ellos serán libres como sus camaradas, los indígenas de la isla púrpura.
La eficacia dramática de la obra deriva de la fusión perfecta de dos textos absurdos, dos textos que podrían ser los gérmenes de un prototeatro del absurdo. La obra de Julio Verne reduce un drama político a un supremo infantilismo. La lucha entre tiranos e indígenas explotados es la parodia de un conflicto de lucha de clases. Así como la defensa de los isleños contra los extranjeros que desean apoderarse de sus riquezas es una caricatura de la lucha contra el colonialismo, la otra mitad, la que sirve de marco a La isla púrpura, es una historia puramente teatral sobre el modo en que un director ``genial'' maneja y orienta al ejército de sus subordinados, los actores, escenógrafos y músicos de la compañía en la realización de un ensayo teatral. Los dos mundos se comunican entre sí a través de las rivalidades establecidas entre los actores, los celos conyugales, las instrucciones del director y los comentarios de los artistas. Pero el verdadero lazo de unión de las dos esferas lo constituye Sava Lukich. Sava es un Dios capaz de hacer posible la creación o la desaparición de un mundo.
Las consecuencias
La isla púrpura se mantuvo en el repertorio durante tres meses con una extraordinaria afluencia de público, aunque cercada por una enardecida marea de críticas rabiosas en la prensa, en diversos organismos del Partido Comunista, en las asociaciones de escritores y de trabajadores teatrales. Aquella presión fue excepcional; comenzó a convertirse en un llamado al linchamiento moral del autor. Al comenzar la primavera de 1929, un edicto oficial ordenó la supresión definitiva de La isla púrpura del repertorio del Teatro de Cámara de Moscú. Poco tiempo después, Los días de los Turbin y El departamento de Zoia fueron retiradas de los escenarios donde se representaban. Se hizo el vacío en torno a Bulgákov. Ningún director permitió que se le acercara, las revistas literarias no aceptaron sus escritos, en las editoriales no lo recibían, nadie se atrevía a darle trabajo.
Para entonces el poder de Stalin parecía ser absoluto: una autocracia sin fisuras, el monolitismo político perfecto; sin embargo, alguna corriente libertaria debió haber recorrido los círculos literarios. ¿Sería mera casualidad que entre 1928 y 1929 hubiesen aparecido las dos novelas críticas más devastadoras sobre el periodo soviético: Caoba, de Boris Pilniak, y Nosotros, de Evgeni Zamiatin, enviadas para su publicación en el extranjero? A ellas debía añadirse La isla púrpura de Bulgákov. Pilniak pagó su atrevimiento con la vida en las purgas terribles de 1936, Zamiatin milagrosamente obtuvo un permiso para emigrar al extranjero, Bulgákov pasó a formar parte de esa columna grisácea y sin destino seguro -vidas al azar, sombras de ellos mismos- de autores sin posibilidades de publicar, atrapados por un presente mortecino y atemorizados por un futuro incierto: Platonov, Olesha, Ajmátova, Zochenko, muchos otros más.
El texto definitivo, encontrado por Vitali Chentalinski en los archivos literarios de la KGB, es el siguiente:
Después de la prohibición de todas mis obras, han comenzado a llegarme voces de algunos ciudadanos que me conocen como escritor para darme el siguiente consejo: escribir una ``obra comunista'' y dirigir además una carta de arrepentimiento al gobierno de la URSS, manifestando el repudio a todas las opiniones expresadas con anterioridad en mis obras literarias, así como la garantía de que, en lo sucesivo, trabajaré como escritor compañero de ruta, fiel a los ideales del comunismo.
Objetivo: salvarme de las persecuciones, la miseria y, al final, del inexorable fallecimiento. No he aceptado ese consejo. El deseo que ha madurado en mí de acabar con mis sufrimientos de escritor me obliga a dirigir al Gobierno de la URSS una carta sincera.
Mi objetivo es mucho más serio. Estoy demostrando con documentos en la mano, que toda la prensa de la URSS, y junto a ella todas las instituciones encargadas del repertorio durante los años en que he realizado mi trabajo literario, han probado unánimemente y con singular vehemencia que las obras de Mijail Bulgákov no tienen cabida en la URSS. Declaro a mi vez que la prensa soviética tiene toda la razón del mundo.
Tomaré como punto de partida de esta carta mi obra La isla púrpura. No me aventuro a juzgar hasta qué punto esa obra es o no divertida, pero reconozco que en ella es posible ver erguirse una sombra tenebrosa: la sombra del Comité Superior de Repertorios. Es él quien crea esclavos, panegiristas y ``servidores amedrentados''. Es él quien asesina al espíritu creador. Está destrozando la dramaturgia soviética y acabará destruyéndola.
Cuando la prensa alemana escribe que La isla púrpura es el primer llamado hecho en la URSS a la libertad de prensa, dice la verdad. Lo reconozco. Mi obligación en tanto escritor es luchar contra la censura, sea cual sea, y contra cualquier poder que la ejerza, así como hacer un llamado a favor de la libertad de expresión. Soy un ferviente partidario de esa libertad, y creo que si algún escritor se propusiera demostrar que no la necesita se parecería a un pez que asegurara públicamente que puede prescindir del agua.
Toda auténtica sátira (aquella que pueda penetrar en las zonas prohibidas) es totalmente inconcebible en la URSS. ¿Quepo yo acaso en la URSS?
Pido que se tome en consideración que la imposibilidad de escribir equivale para mí a un entierro en vida.
Pido al Gobierno de la URSS me ordene abandonar urgentemente su territorio, en compañía de mi mujer Liubov Evguénievna Bulgákova.
Apelo al humanismo del poder soviético, y pido que al ser yo un escritor incapaz de ser útil en su patria se me permita generosamente la libertad.
Y en el caso de que resultara inconveniente lo que acabo de escribir, y se me condenara en la URSS a un silencio perpetuo, pido al Gobierno soviético procurarme trabajo.
Le ofrezco a la URSS un director artístico y un actor totalmente honesto, sin la menor intención de sabotaje, que se compromete a montar concienzudamente cualquier obra de teatro, desde las de Shakespeare hasta las actuales.
Y si nada de eso fuera factible, pido al Gobierno soviético que haga conmigo lo que considere conveniente, pero que haga algo, porque yo -un dramaturgo que ha escrito cinco obras de teatro, conocido en la URSS y fuera de ella- sólo tengo ante mí, en este momento, la perspectiva de la pobreza, el desahucio y la muerte.
El documento de ninguna manera trata de ser un Mea culpa, ni el habitual ejercicio de autocrítica con que los sospechosos de herejía acostumbraban flagelarse para obtener un desdeñoso perdón. Por el contrario, no sólo no se culpaba sino que acusaba a las instituciones gubernamentales, en especial al Comité Superior de Repertorios, el poderoso organismo de censura teatral, de aniquilar el pensamiento creador, de destruir la dramaturgia soviética.
Los años posteriores
La secuela resultó asombrosa. Stalin llamó por teléfono a Bulgákov para prometerle la solución de sus problemas. En esa conversación, el escritor tácitamente desechó la posibilidad de emigrar y ciñó su petición a la obtención de un trabajo. A los pocos días, el Teatro de Arte de Moscú lo incorporó a su planta. Trabajó en una adaptación de Las almas muertas, de Gógol, fue ayudante de director y actor en algunas obras. En su tiempo libre preparaba para el Bolshoi libretos de ópera, argumentos cinematográficos, uno de ellos sobre El inspector general, también de Gógol. A partir de 1932, Stanislavski repone Los días de los Turbin, cuyos derechos de autor le proporcionarían cierta holgura durante los años venideros. Ocupaba la posición incómoda en el mundo de ser alguien que alguna vez fue algo, un personaje misterioso que en alguna ocasión habló por teléfono con el Padre de los Pueblos. A fin de cuentas, una reliquia del pasado.
Podría haberse conformado con esas migajas, reducirse, silenciarse, olvidarse de quién fue. Sin embargo, hizo todo lo contrario; escribió con fervor varias piezas teatrales, de las que sólo una pudo llegar a la escena en vida suya, y eso para ser retirada siete días después.
Con los años se volvió cauto, prudente, temeroso de los comentarios que se suscitaran en su entorno. Escribió una biografía novelada de Molière y dos obras narrativas: Novela Teatral y El maestro y Margarita. En los años cincuenta, durante el deshielo jruchoviano, se fue conociendo paulatinamente su obra y se inició el culto a Bulgákov. La versión íntegra de El maestro y Margarita sólo pudo publicarse en su país en 1987, treinta y siete años después de la muerte del autor.
Bulgákov inició El maestro y Margarita poco después del desastre de La isla púrpura. Diez años le llevó concluirla. Se permitía algunas treguas para escribir sus dramas; los protagonistas de esa tardía fase teatral fueron Molière, Puschkin, don Quijote, tres defensores de la dignidad humana, tres adversarios de la verdad absoluta. Su último drama lo escribió en 1939, sobre un personaje diferente. Se cumplían los sesenta años de Stalin y el Teatro de Arte de Moscú decidió representar en los festejos una obra sobre su vida. La selección del autor recayó nada menos que en él, el dramaturgo proscrito, el paria, el defensor de los guardias blancos, el contrarrevolucionario. Era imposible que tal elección hubiera sido hecha por la dirección del teatro. La decisión debió haber sido tomada en las alturas. ¡A saber por qué! Se le reprocha haber aceptado aquella encomienda. Basta pensar en la monstruosidad de los arrestos y ejecuciones de escritores y artistas durante las grandes purgas de '36 y '39 para tener idea del terror imperante. Sólo un suicida podría haber rechazado tal proposición. Bulgákov escribió con rapidez Batum, un drama formado con episodios de la juventud de Stalin: su expulsión del seminario eclesiástico, su participación en la huelga obrera de 1902 en Batum, su encarcelamiento en Siberia, su huida, el milagroso regreso. La obra fue aprobada. Bulgákov, el director y los actores emprendieron un viaje a Batum para familiarizarse con los usos y costumbres locales. En una estación cercana a Moscú, los esperaba un telegrama. El viaje ya no era necesario; la representación había sido cancelada.
Vivió un año más; perdió la vista, su salud decayó. Con ayuda de su esposa siguió corrigiendo el libro que lo haría pasar a la historia, una prodigiosa novela que por sí sola podría acreditar la grandeza literaria de nuestro siglo: El maestro y Margarita.