La Jornada Semanal, 26 de octubre de 1997



Mario Bellatín


Un dedo, un voto

Uno de los equipos de voleybol más populares de cierta zona montañosa es conocido como Los Democráticos. Aquel equipo ganó varios campeonatos interregionales y fue el invitado de honor en más de una fiesta patronal celebrada en los poblados de las cercanías. Aparte de la destreza que demostraban con la bola -los mates sorpresivos eran su especialidad-, eran famosos porque todos sus integrantes carecían de dedos en la mano derecha. Es por eso que cuando su prestigio en las canchas decreció -entre otras cosas por razones de edad y porque les salió al encuentro un equipo que contaba con un entrenador de la capital-, montaron un espectáculo con el que se presentaron en las ferias dominicales de la región. En ellas hacían alarde de su destreza, demostraban cómo una mano sin dedos era capaz de duplicar la potencia del golpe en la pelota. Aquel poder fue descubierto por casualidad, cuando meses después de perder los dedos, el partido político ganador en las últimas elecciones repartió pelotas de voleybol para incentivar el deporte en la zona.

Cinco años atrás, estos pobladores ejercieron su derecho al sufragio por primera vez en sus vidas. Después de incontables años bajo un régimen totalitario se les obligaba a votar. Ningún periodo más propicio para exacerbar manifestaciones sociales contrarias como los tiempos de transición. Mientras el poblado estaba cubierto de propaganda electoral, un proselitismo subterráneo hacía correr la premisa de no votar. Caos total, sabotaje a las instituciones, proclamaba. Se trataba de la manifestación de un pensamiento milenarista-pedagógico que basado en las ideas de un anciano ciego buscaba construir una nueva sociedad desde los escombros que estaban empeñados en generar. El día de las elecciones, los ciudadanos no tuvieron alternativa. Durante las horas de sufragio, las fuerzas del orden vigilaron que todos los habitantes mayores de 18 años embadurnaran el dedo índice con la marca de tinta indeleble. Sólo cuando el comité electoral, escoltado por las mismas fuerzas del orden, abandonó el poblado llevándose las urnas, comenzó el verdadero control. Un grupo de hombres que llevaba anteojos de cristales negros en honor a su líder tomó por asalto la plaza principal e inició de inmediato un juicio sumario. Bajo la oscuridad de la noche, los pobladores fueron formados en dos filas, una de hombres y otra de mujeres. Al centro de la plaza se acomodaron dos largas mesas de madera, frente a las cuales debían enseñar todos el dedo índice de la mano derecha. Los que tenían los dedos limpios daban un paso atrás; los del dedo manchado debían poner la mano completa sobre la mesa y prepararse para el castigo. Un par de hachazos bastaban para cercenar los dedos completos de por lo menos tres ciudadanos. Una hora después ningún habitante estaba en capacidad de demostrar si había votado o no. Un cerrito de dedos quedó en medio de la plaza. Por orden de los ejecutores fueron puestos encima de un tapete de terciopelo rojo que tomaron de la virgen de la iglesia. Ordenaron además que fueran circundados por un grupo de velas que decomisaron de la tienda de abarrotes. Los dedos debían permanecer tres días sin ser tocados. Sólo las moscas desobedecieron el mandato. Los pobladores se mantuvieron a una distancia prudencial. Al entierro posterior asistió la comunidad entera.

Una sombra oscura se refleja en los rostros de Los Democráticos cuando recuerdan la noche de los dedos. No les importa que tengan las paredes de sus casas empapeladas con recortes de los diarios donde están consignadas sus hazañas deportivas. La sombra aparece cuando se preguntan con qué dedo votarán en las siguientes elecciones.