el curioso impertinente | Museología |
Quizá una de las funciones más olvidadas de los museos es la de ocultar. Por ejemplo, en el instante mismo en que una mujer o un hombre se uniforman de guardias, pierden todo rasgo de identidad, dejan de existir en tal medida que pueden sorprendernos a cada rato rebasando las fronteras imaginarias que defienden un objeto en exhibición. Uno de lo fenómenos típicos en un museo de arte moderno es la anulación arquitectónica de los interiores. Las paredes blancas no forman cuartos: es necesario numerar o nombrar las galerías, señalar la salida de alguna manera, reinventar un orden que las obras no logran imponer. De la misma manera, pocas personas son conscientes de la cantidad de piezas almacenadas que puede llegar a poseer un museo por cada una de las que exhibe. La aparente inocencia incontestable de las cédulas, la asepsia iluminada con la que se rodea una vitrina o una escultura parecen de una índole casi religiosa.
No obstante, parece que ha llegado el momento de interrogarse acerca de estos últimos recintos inviolables. La propuesta simula un fruto evidente de esta época que a fuerza de renovarse vorazmente cree haber abolido las posibilidades de lo nuevo para sustituirlas con juegos recombinatorios. La propuesta incluye, por mencionar un ejemplo bien conocido, los experimentos de Peter Greenaway, quien ha privilegiado fragmentos de cuadros célebres, ocultando el resto de la tela. La idea, claro, es obligarnos a volver a ver; Greenaway evita que sustituyamos el goce visual con el recuerdo de reproducciones infligidas en clases, saludos postales, calendarios y portadas de libros. La idea es novedosa y hasta cierto punto efectiva, como prueba el éxito que ha tenido en Francia una colección de fotografías de los marcos del Louvre.
Fred Wilson, por su parte, aporta más de un poco a este grupo de museógrafos no tradicionales. Creo que el elemento clave que lo distingue se puede explicar de manera anecdótica.
En medio de una clase de arte moderno en la Universidad de California en Los çngeles, un alumno interrumpe al profesor diciéndole que él está seguro de que puede hacer un mejor análisis sobre la transparencia que ilumina la pantalla. Se trata de un joven que aparenta unos 30 años, guapo, con clara ascendencia de las Indias Occidentales. El profesor lo invita a hacerlo y, para sorpresa de más de un alumno, acepta el reto; toma el micrófono, se apropia del señalador láser y se presenta como Fred Wilson. La gente ríe, pero bajo la corriente de alivio pervive cierta inquietud.
Al inicio de una visita guiada por él durante la inauguración de su trabajo en el Whitney, Wilson se excusó y regresó vestido de guardia del museo. ``Pasaron quince minutos y nadie me reconoció. Creo que los únicos que se rieron eran mis amigos, los guardias del museo.'' De nuevo el mismo desconcierto cómico, que me parece caracteriza todo su obra.
``He trabajado en varios museos y creo que eso fue clave para mi trabajo posterior.'' Charla maravillosamente, ya sea frente a un auditorio de 150 chicos o en una plática telefónica a las diez de la mañana. Logra con suma facilidad reproducir los procesos mentales que, a diferencia del público visitante, lo llevaron a preguntarse sobre la necesidad de reproducir el complejo semiótico que distingue a los museos de ciencias naturales, de los históricos, de los de arte moderno. ``Los primeros son oscuros y ruidosos, mientras que éstos últimos siempre están muy bien iluminados y tienden a ser mucho más callados.''
Quizás estas experiencias, tanto en el Whitney Museum of American Art como en el Museo de Historia Natural, ambos de la ciudad de Nueva York, fueron las que lo llevaron de manera directa a su primer éxito: en 1988, cuando se reabrió al público una escuela del Bronx convertida en galería, Wilson tuvo la idea de hacer patente cómo el entorno era prácticamente tan importante como la obra de arte en sí. Reunió la producción de un grupo de artistas plásticos contemporáneos y la colocó en tres ``ambientes'' distintos: el primero respondía a lo que generalmente identificamos con una galería de arte moderno; el segundo tendía a la casa-museo estilo Luis XVI; el último tenía un carácter francamente etnográfico. El resultado, obviamente, tenía mucho de cómico pero al mismo tiempo obligaba a la reflexión. Una instalación rodeada con protección cobraba un carácter arqueológico; cuadros pintados en 1985 parecían venerables en un entorno de luz subyugada por terciopelos y maderas preciosas; en las cédulas destacaba una que identificaba una obra como producto de ``Artista del grupo de Brooklyn. Tardío siglo XX''; otra cédula explicaba que las máscaras africanas habían sido ``robadas en Zaire, circa 1860''.
El éxito de prensa y asistencia de esta exposición fue tan sonado que la muy tradicional Maryland Historical Society, en Baltimore, decidió llamar a Fred Wilson. El propio Wilson ha dicho que ``muy probablemente era el museo más aburrido que había visto en su vida'', lleno de cuadros de pioneros recorriendo los parajes silvestres, sillas Sheraton y Chippendale, modelos a escala de las primeras casas de los colonos. No obstante, la mesa directiva le dio absoluta libertad y, tras dos años de explorar bodegas y modificar espacios en un piso completo de la Sociedad, el milagro sucedió: de las pocas semanas que se supondría iba a durar la exposición, se alargó más de un año y, de hecho, un fragmento se convirtió en parte de la colección permanente. ¿Por qué? Basta mirar una fotografía para responderse: en la misma vitrina conviven las graciosas volutas que adornan un juego de jarras en plata y el odioso garabato de unos grilletes de esclavo. La cédula se limita a informar: ``Trabajo en metal''. El resto de la exposición abundaba en la misma clase de ironía, en ocasiones estremecedora: un pedestal vacío con el nombre de Frederick Douglas, héroe negro de la Guerra de Secesión nacido en el estado de Maryland, junto a un trofeo en forma de globo terráqueo con la palabra ``Verdad'' corriéndole el Ecuador; una viga de madera crudamente trabajada que se usaba para las flagelaciones públicas, rodeada por un silencioso semicírculo de sillones y sillas elegantes.
La última vez que hablé con Fred Wilson ya había vuelto a Nueva York y estaba trabajando con el Museo Británico. Aunque no puedo abundar sobre el proyecto, supongo que algo tiene que ver con las cédulas del siglo XIX a las que ha podido acceder y que seguramente rezuman xenofobia, misoginia y condescendencia. ``Por supuesto que daría lo que fuera por una oportunidad de trabajar en el Museo de Antropología'', fue su despedida.