La Jornada Semanal, 26 de octubre de 1997



UN VIAJE CON SOR JUANA


Teresa del Conde


La prestigiada crítica de arte Teresa del Conde visita una exposición literaria de Sergio Fernández: Miradas subversivas, el libro donde el narrador de En tela de juicio habla de sus pintores favoritos y traza un rico tableau vivant en el que demuestra el poderío visual de la literatura.



Todos sabemos que el Dr. Sergio Fernández tiene muchas facetas y que los escritos ``memoriosos'' le gustan, que a la vez ha perseguido con pasión a Marcel Proust y que sus cusos sobre el drama entre Calixto y Melibea en la Facultad de Filosofía y Letras marcaron a varias generaciones de estudiantes. Aunque no soy experta en la literatura del Siglo de Oro, no soy la excepción y no sería la misma persona de no haber tenido el privilegio de conocer a Sergio Fernández.

Su libro Miradas subversivas, recientemente aparecido, es el recuento de un viaje atravesado por la presencia de sor Juana. Como si el autor sintiese en el fondo de su psique que de algún modo la está dejando de lado, experimenta ciertos sentimientos de culpa, debido a que en realidad es su amante y la trae a colación cuantas veces puede, pero su fascinación por el trayecto que él mismo se planteó, que desarrolló y que luego editó para dar tono en cierto modo jerárquico al relato, lo conmina a experimentar el arte en vivo al tiempo que imagina que el destino va a enfrentarlo con las ``pepitas de oro'' de sor Juana, cosa que no sucede. Lo que sucede es que mata varios pájaros, no dos, de un tiro, a lo largo del periplo que realiza en compañía de Malú Bloch. No la Malú Block de la Galería Juan Martín. Tuve que cerciorarme de que no era ella la que con Sergio bajó a Florencia después de gozar el carnaval de Venecia, para ir a Roma en busca de los rayos de la luminosa centella en la Sección de Manuscritos del Vaticano y en el Archivo de Propaganda Fide. De allí se trasladaron a Andalucía con objeto de visitar a los duques de Medinacelli. Leí su libro en varias tiradas ininterrumpidas (no lo podía soltar), y ahora que me propongo recordarlo me queda la impresión de que la visita a Andalucía fue la parte menos deslumbrante de aquel envidiable periplo. No sucedió lo mismo en Roma, principal escenario de las Miradas subversivas dirigidas a los productos artísticos y también a las personas de carne y hueso que los inspiran.

Sergio pareciera la reencarnación de la monja. Según sus propias palabras, ella fue ``Solitaria mucho más que aislada, manipuladora y soberbia, falsamente sumisa y recóndita... inacabada siempre''. A la vez, él se refiere a las ``artes portátiles'', y entiendo su expresión porque la he experimentado. Es posible llevar a sor Juana o a Villaurrutia bajo el brazo. Yo he llevado a Antonio Tabucchi, por ejemplo, que como traductor y editor de Fernando Pessoa al italiano, tal vez algo habrá conocido de sor Juana al revisar, como lo hace, archivos y bibliotecas portuguesas. En cambio no es posible aprehender Florencia, Brujas, Praga o Oaxaca sin haber estado allí, y hay gente que ni permaneciendo semanas en dichos sitios logra apropiarse de ellos. Este no es el caso de Sergio Fernández.

Como si fuera crítico posmoderno (aunque nunca ha creído en la crítica de arte o de la literatura), él parece detener su atención más en el detalle que en lo que pedantemente llamamos la Gestalt del conjunto. El pie de una escultura puede interesarle más que la escultura misma, y yo recuerdo ahora los pies del Moisés de Miguel çngel en su difícil nicho, jamás imaginado así por su autor, en la empinada San Pietro in Vincoli. Se atreve Sergio a emitir un juicio sacrílego sobre la bóveda en la Capilla Sixtina, que no lo convence. Antes de hacer la visita de rigor se ha detenido buen tiempo en El Carmine de Florencia para ver los frescos de Massaccio, cuyo verdadero nombre es Tomaso Guidi; el apodo viene de que su colega Tomaso da Panicale era considerdo pequeño frente a él, por lo que se le conoce como Masolino. Estos detalles eruditos son de mi repertorio, no del de Sergio, que emite muchísimos más de los que él cree. Por ejemplo, eso sucede cuando relaciona la poesía mística de San Juan de la Cruz con ``imágenes que tienen proveniencia de la poesía sufí''. No conozco nada de la poesía sufí, pero tengo la certeza de que Sergio tiene razón. En esa misma sección del libro dedica una larga consideración a Fra Angélico, quien al diseñar las alas de los ángeles efectivamente debe haber observado minuciosamente las alas de las golondrinas o las de los chupamirtos, igual que lo hizo después Leonardo. Además, ¿sería posible pintar alas de ángeles verdaderos? No, porque creo que ni siquiera a los maestros renacentistas se les apareció un ángel. Entonces observaron las alas de las aves, e hicieron bien. Dice Sergio que es tal el amor por la vida en Florencia, que cuando hay sangre en el crucificado se trata de pequeños hilos rojos, que más que heridas o llagas parecieran adornos en la piel, como ocurre con los cristos de Fra Angélico y en general con los de los mal llamados ``primitivos''. Para contrastar esto tenemos, siglo o siglo y medio después, el retablo de Issenheim, de Mathias Grunewald, y luego los cristos de Gregorio Hernández o nuestros propios cristos virreinales.

El magnífico ojo de Sergio, unido a su cultura visual, le permite establecer un hilo conductor entre Piero della Francesca y Cézanne, Picasso, Gris, el Diego Rivera de la época cubista y el de algunos retratos que aparecen en los frescos, tratados como si fuesen temples (el de Esdel Ford, por ejemplo). Al reparar en i particolari, sin saberlo adopta un método que inauguró el siglo pasado un médico italiano que escribió sobre arte: Giovanni Morelli, a quien se debe la desatribución de cientos de pinturas italianas y flamencas a determinados autores. Como Fernández, Morelli reparaba en el refussé de la observación. Es uno de los inspiradores de los primeros escritos psicoanalíticos de Freud. Escribía con el seudónimo de Ivan Lermolieff y llegó a ser senador por el reino de Italia. Hoy día poco se le recuerda; de no ser por Sergio Fernández, no estaría mencionado aquí. Con algo menos de particularidad y mucho más insistencia, Sergio observa la figura de un jovencito, en el contexto del nacimiento de la Virgen que pintó Ghirlandaio. Sus nalgas están ceñidas por unas ``largas y estrechas calzas que las separan en dos partes'' (como es natural, me digo). Esa moda del Renacimiento Temprano debe haber sido muy provocativa, pero contra ella no vociferó Savonarola, antes de que lo quemaran en la Plaza della Signoria. La representación del joven en cuestión, le trae la evocación de otra figura masculina, ésta de Carpaccio, que vio poco antes en la Accademia durante su estancia en el carnaval de Venecia, cosa que me sirve a la vez para evocar al Tazzio de Muerte en Venecia, tal vez la más bella película que yo haya visto en mi vida, a lo que la música ayuda infinitamente, como también ayuda la presencia de Dirk Bogarde en uno de sus papeles inolvidables. Como el joven de Carpaccio en el que la toma de Visconti tal vez se inspira, Tazzio con la mano levantada señala algo que se pierde en lontananza, señala al sol que está por desaparecer.Traducción y nota: Selma Ancira

Después, Fernández la emprende con el Tondo Doni de Miguel çngel. Quizá no ha reparado lo suficiente en el friso de los muchachos medio andróginos que se abrazan al fondo de la composición, fondo muy poco profundo, no a escala, precursor de toda la vertiente manierista miguelangelesca. Al pensar en Miguel çngel, Sergio Fernández trae a colación el mito del andrógino, que hoy día no es ya tanto un mito. Dice que basta echar un ojo a la cultura de Occidente para convenir ``que la Virgen -y no sólo un Dios varón- es el golpe de gracia que el catolicismo dio a la homosexualidad''. No sé si estoy de acuerdo en esto, sobre todo porque escucho a los monjes de la abadía de Santo Domingo de Silos cantar el Salve Regina Mater Misericordiae. Si María es la madre de todos los pecadores, entonces es la madre de los pecadores heterosexuales y homosexuales por igual. A estas alturas se sabe perfectamente que María existió, y que no fue virgen, porque Jesús tenía al menos un hermano registrado históricamente. En los evangelios traducidos al inglés aparece como James, y no me estoy refiriendo sólo a la versión de King James, del periodo isabelino, sino a The New English Bible.

El día 22 de marzo Sergio y Malú visitan la vieja sacristía de San Lorenzo. Miguel çngel como escultor sí le resulta, y en qué forma. Debo decir que tanto Lorenzo como Giuliano, flanqueados neoplatónicamente por el día, la noche, el crepúsculo y la aurora, que allí vemos, no se corresponden con Lorenzo de Medici, llamado el ``Magnífico'' (autor de Giovinezza: ``chi voul esser lieto, sia, di doman non c'e certeza''), ni con su hermano Giuliano, de quien Botticelli hizo un retrato póstumo (no está en Italia), justo después de su muerte en la rivolta de los Pazzi. En la Capilla Medicea quienes están son los príncipes restaurados, del mismo nombre. Como bien dice Fernández, las tallas no son retratos, pero no están referidas a aquellos hermanos dignos de permanecer en la historia sino a otros Medici menos relevantes. Las tallas aquí son muy superiores a los modelos a quienes les están dedicadas.

Nos faltan las memorias, las epístolas, las meditaciones sobre extranjeros... dice Miguel çngel Quemain, y puesto que ellos tanto se han ocupado de nosotros, debemos hacer lo mismo que hace Fernández. Eso me recuerda un librito discreto, escrito con método similar en los años treinta, sobre viajes a México. El autor es Emilio Cecchi; una delicia de libro, al igual que este al que ahora me refiero.

Una de las cosas que más me atrae es que el cine está presente. Hablando con Carlos Monsiváis, me doy cuenta de que él y Sergio Fernández tienen veneraciones comunes por ciertas actrices cuyos rostros, se dice, son más bellos en la pantalla de los que jamás fueron en la vida real: Marlene Dietrich y Greta Garbo están entre ellas. Sus nombres se insertan en reflexiones que Sergio hace acerca de mujeres. En la página 164, el autor se hace una pregunta por demás sincera, trayendo a su conciencia la imagen de la monja, su alter ego. ``...vuelvo al caso de la monja, ¿por qué en lo particular está de moda? ¿Por ser una artista mujer y no por ser artista?''

No será el caso de sor Juana ese, pero sí lo es quizás el de Camille Claudel, famosísima hoy por haber sido bella mujer, amante de Rodin, hermana de Paul Claudel, pero principalmente por haber estado recluida en un manicomio (por acción de su hermano). Los locos suelen ser atractivos, y no estoy pensando únicamente en Van Gogh. Claro que lo son sólo cuando además son artistas o poetas.

Por último, se habla de la mujer en relación al homosexual, con claridad suma, con sinceridad absoluta y con acierto. Dice que la mujer está hecha de una pasta débil para portar el cetro cultural, pero fuerte para engendrar. El homosexual las envidia, no falsa pero estúpidamente, pues desea ser precisamente lo que odia. Para colmo, el heterosexual también detesta a las mujeres porque las ambiciona carnalmente y eso implica disponibilidad perenne, en ocasiones sumisión.

Pero a él sor Juana se le infiltra cuando menos se lo espera, ``por eso no soy, qué duda cabe, un sorjuanista''. Eso se llama denegación: afirmación a través de una negación. Sergio Fernández sí es sorjuanista, aunque no lo sea tanto en este libro como en La copa derramada y en otros textos suyos. Algo del divino Narciso (el que se miró inocentemente en el estanque recordando a su hermana muerta) hay en Sergio Fernández.

Texto leído en el Aula Magna de la Facultad de Filosofía y Letras el 21 de agosto pasado, durante la presentación de Miradas subersivas de Sergio Fernández (Dirección de Publicaciones del CNCA, col. El guardagujas, México, 1997.