La incapacidad de los protagonistas políticos para llegar a consensos entrampa la transición. En concreto: la resistencia de las oposiciones para ``dialogar'' con Gobernación sobre la reforma del Estado. Exigen que el interlocutor sea el presidente Zedillo y no el secretario Chuayfett. Descalifican a éste último. No explicitan razones. No piden su renuncia. Como Zedillo no acepta, la alianza opositora amenaza con ``avanzar''. ¿Hacia dónde irán? Al entrampamiento, a diferir la reforma política profunda. No se dará ya en este periodo legislativo, habrá que esperar meses, quizás años. ¿Esto a quiénes favorece? A la nomenklatura retrógrada, a quienes les da un espacio para sobrevivir. Así pasó con la reforma electoral. Con mejores argumentos la oposición se levantó de la Mesa de Bucareli, donde (por cierto) sí aceptaron al secretario de Gobernación como contraparte. La reforma que pudo hacerse en 1995 en 90 días, tuvo que esperar 18 meses y construirse incompleta la víspera del ciclo electoral de 1997. Un fruto de estos apresuramientos es la amarga querella que se vive en el IFE.
La mayoría abrumadora de los consejeros electorales (por lo menos seis de los ocho) que integran el Consejo General de este órgano clave en la vida democrática, han pedido al presidente consejero, José Woldenberg, primero en forma discreta, después de modo público y ahora resonante, que pida la renuncia o promueva la remoción del secretario ejecutivo Felipe Solís, en quien los consejeros electorales no confían.
El lío no puede resolverse con votos, como sería lógico, hay un (muy poco democrático) candado en la ley, el único que puede promover la remoción del secretario es el presidente consejero; sin su iniciativa, aunque hubiera la unanimidad de los consejeros no podría darse el cambio. Yo creo que los consejeros electorales tienen razón y Woldenberg debería apresurarse a resolver, por lo siguiente:
1) Uno de los mayores defectos del viejo IFE era su esquizoide doble esfera de poder. El administrativo ejercido por un funcionario público del sistema que tenía el verdadero control sobre las elecciones, y por otra parte el Consejo General con funciones más bien simbólicas. Yo viví esta contradicción. Como consejero ciudadano entre 1995 y 1996 fui testigo del poder avasallador del director general, ya fuera Arturo Núñez o Agustín Ricoy. El Consejo reinaba, no gobernaba. Algunos tuvimos que desbordar nuestra investidura para poder trabajar en serio por la transición y la democracia. No niego la eficacia de Núñez y de Ricoy, por los que tengo además simpatía personal, pero esta escisión interna en el IFE generaba una estructura perversa y reducía la credibilidad de la institución.
2) Ustedes recordarán que cuando se nombró el nuevo Consejo General ya estaba el tiempo encima. El 31 de octubre de 1996, la víspera misma de que se iniciara el ciclo electoral, José Woldenberg, recién nombrado presidente consejero del IFE, propuso a sus colegas del Consejero General que se designara como secretario ejecutivo, y por tanto jefe de la esfera administrativa, a Felipe Solís Acero, un funcionario eficaz, vinculado, por una honrosa carrera, con el sistema. Los consejeros que ha-bían llegado ese mismo día resistieron el nombramiento de Solís, pero lo aceptaron ante la emergencia que se había creado al retrasar los nombramientos. Los consejeros electorales pusieron como condición que después del proceso electoral de 1997, la designación de Solís fuera revisada.
3) El proceso federal del 6 de julio ha terminado con buen éxito, pero la gran mayoría de los consejeros electorales ha vivido una experiencia (que sólo ellos pueden calificar) de la que, según se nos dice, no se deriva confianza hacia Solís Acero.
4) Nadie ha puesto en duda la capacidad de Solís ni su rectitud. Así lo hemos dicho todos los que lo conocemos. Los consejeros electorales dicen tener constancias del bloqueo que les impuso, pero no es un asunto que vaya a someterse a prueba. La falta de confianza es básicamente un elemento subjetivo. Sin confianza los consejeros no pueden colaborar eficazmente con la Secretaría General. Imagine usted un gerente de una empresa repudiado por el Consejo de Administración. Si el Consejo General es la autoridad suprema, la Secretaría debe estar sometida a él, si no la institución se divide y no puede funcionar. Y mucho menos tener prestigio público. Hay que tomar en cuenta que las elecciones del año 2000 pueden ser muy reñidas. Si hubiera un conflicto serio entre el IFE administrativo y el Consejo, cualquier sospecha mancharía las elecciones. Todo lo que se ha venido avanzando en la imagen de autonomía y seriedad del órgano se vendría abajo.
Creo en la necesidad dolorosa de remover a Solís y simultáneamente reconocer públicamente sus méritos. Pero habrá que hacerlo rápido. Las cuatro fracciones parlamentarias de oposición y las dirigencias de esos partidos se han manifestado a favor de los consejeros electorales. La opinión pública empieza a inquietarse con un litigio que no entiende cabalmente. Hay que completar la ciudadanización del IFE y consolidar la imagen de excelencia que ha logrado.