Carlos Bonfil
Los Angeles al desnudo

Los Angeles, California. Años 50. La ciudad más plácida del mundo, el lugar donde el american way of life ratifica y promueve sus mejores virtudes, su fotogenia de portada de Life magazine, su calidad de urbe anfitriona de Hollywood, Fábrica de Sueños, Tinseltown Insuperable. Los créditos de L.A. Confidential (Los Angeles al desnudo), de Curtis Hanson (La mano que mece la cuna, 1990; Río salvaje, 1994), prodigan esa mitología visual de ensueño, y le oponen acto seguido imágenes crudas de violencia y disipación moral, de mafiosos y políticos corruptos, de starlettes y galanes en decadencia -un inventario de gosslp, chismorreo, cámaras indiscretas, que parece salido del libro Hollywood Babylone, de Kenneth Anger, o de los archivos fotográficos de la policía, el estilo del fotógrafo neoyorquino Arthur Fellig, Weegee. Los Angeles al desnudo. El título es tan sensacionalista como lo requiere la cinta o el voyerismo mercenario del periodista que sorprende a una pareja en un cuarto de motel, para el tipo de chantajes y revelaciones de primera plana que destrozan una reputación o encumbran a un político.

Curtis Hanson y su guionista Brian Helgaland ofrecen la imagen de Los Angeles como una capital de imposturas y arribismos, de lenguajes dobles y traiciones. Y esa disección de la mentira es motivo recurrente en una cinta donde los personajes nunca son lo que aparentan ser, y donde un proxeneta millonario satisface las fantasías de sus clientes proponiéndoles prostitutas de lujo con parecidos, quirúrgicamente inducidos, con Rita Hayworth o Veronica Lake. La película se basa en L.A. Confidential, novela policiaca de James Ellroy, autor de The black dahlia, The big nowhere y, más recientemente, de American tabloid, primera parte de una trilogía que desea ser una incursión en ``las letrinas de la vida política estadunidense'', desde el asesinato de Kennedy hasta el escándalo Watergate. Curtis Hanson consigue aquí, sorpresivamente (nada en su filmografía permitía anticipar el vigor de ese esfuerzo), un buen equivalente de la prosa áspera, casi telegráfica, de James Ellroy, haciéndola más accesible al público con un ritmo estupendo -un poco lo que logra el británico Stephen Frears en su adaptación de Los estafadores (The grifters, 1990), de Jim Thompson, novelista de biografía seudomitológica. Ambas cintas conservan la sustancia humorística y la originalidad narrativa del texto literario.

El acierto mayor de Hanson es, sin embargo, la elección y el manejo de los actores. Los Angeles al desnudo no recurre a la caracterización rutinaria de muchos thrillers hollywoodenses. De los contrastes en las conductas de los miembros del LAPD (Departamento de Policía de Los Angeles) no se desprenden arquetipos ni alegatos moralistas, como en las cintas de Sidney Lumet (Serpico, 1973; Intriga, 1990). La ambigüedad y el comportamiento camaleónico de los protagonistas confieren un relieve mayor a la trama, como el estudiado cinismo de Kevi Spacey (Sospechosos comunes) como Jack Vincennes, el policía cómplice de Sid Hudgens (Danny DeVito), reportero sensacionalista de la revista Hush-Hush, o con las metamorfosis de los policías Bud White (Russell Crowe) y Ed Exley (Guy Pearce) -la brutalidad vengativa y el culto nervioso a la ética profesional, respectivamente. Por encima de ellos, el inasible y enigmático veterano Dubley Smith (James Cromwell), y en medio de todos, una figura de la frustración emocional y la ubicuidad del deseo, Lynn Bracken (Kim Bassinger). Todos ellos formidables.

James Ellroy señala códigos de honor en el cuerpo policiaco (lealtad al compañero, desprecio al soplón) que en realidad buscan encubrir la corrupción y los desfogues racistas. El negro es el ser a quien su apariencia denuncia como culpable antes de poder probar lo contrario, y el mexicano, un ``come tacos'' ninguneable.

Los Angeles es aquí una urbe anterior al rencor social y a la furia de Los dueños de la calle (Boyz'n the hood, 1991), de John Singleton, pero cargada ya de atmósferas malsanas. Es la ciudad de Philip Marlowe, la de Jack Nicholson (Chinatown, Polanski, 1974); la de Veronica Lake, Faye Dunaway y Kim Bassinger; la de un Kevin Spacey de mirada irónica, artesano y víctima de la corrupción. Guy Pearce, actor australiano que protagoniza a un travestí en Priscilla, reina del desierto, es aquí, casi irreconocible, el Teniente Ed Exley, novato con anteojos que debe conquistar el respeto de superiores y compañeros desmantelando el sistema venal que los sostiene a todos.

El itinerario es fascinante, con su estela de cadáveres y reputaciones maltrechas, y su referencia a la magia y deterioro del mito hollywoodense. Colapso del sueño americano. En Los Angeles al desnudo, la prensa sensacionalista es, con sus escándalos prefabricados, su voyerismo y su ausencia total de asideros morales, una crónica cotidiana de dos territorios (el mundo del espectáculo y el del crimen organizado), que en ocasiones no tan infrecuentes se reflejan mutuamente y se confunden.