Prevalece el enfoque que identifica las funciones de la protección civil con las de seguridad nacional. Se trata de un vínculo reforzado por una visión autoritaria que supone que los desastres representan una amenaza para el gobierno, porque propician organizaciones alternativas que ``lo rebasan''. Las agrupaciones sociales emergentes aparecen con el desastre cuando la población mantiene muchas necesidades insatisfechas y se encuentra enfrentada con estructuras antidemocráticas o represoras, en un sentido político pero también económico y social. Estas organizaciones se fortalecen cuando se presenta la necesidad de discutir la forma en que debe llevarse a cabo el proceso de reconstrucción.
Los conflictos en la sociedad existen sin la presencia de situaciones desastrosas, pero cuando éstas ocurren las contradicciones se exacerban. A nuestro juicio, ni los desastres ni los esquemas gubernamentales para intervenir en ellos debieran ser considerados asuntos de ``seguridad nacional'' que deriven en la aplicación de mecanismos de ``control social'', menos aún en un sentido político-policiaco.
Los sucesos observados en el escenario provocado por el huracán Paulina evidencian una actitud gubernamental que teme y quiere ``controlar'' la respuesta ciudadana. Por ello, el asunto de las responsabilidades se asoma y se esconde; por ello se disputa, fundamentalmente a nivel local, el acopio y la distribución de la ayuda externa, de la ayuda solidaria.
Las implicaciones de la noción de protección civil pueden y deben ser revisadas. El concepto tiene su origen en condiciones de guerra, en las que los militares asumen funciones propias de las organizaciones civiles para enfrentar emergencias. Los desastres, empero, no son ``ataques del enemigo'', y las organizaciones civiles han demostrado capacidad suficiente para enfrentarse con ellos. Existen condiciones para emprender un proyecto nuevo de organización ante los desastres que supere, además, los vaivenes de políticas sexenales o trienales o los intereses de imagen personal o partidista de los gobernantes.
Es preciso entender que el tema de los desastres no debe constituirse en capital político de nadie; que ni siquiera es, en sentido profundo, un asunto de gobierno, sino un clásico problema de Estado, en cuya solución deben intervenir los intereses de todos los habitantes, por encima de las divisiones que en otros ámbitos se explican y aun se justifican. No hay que esperar la presencia de una desgracia masiva para acabar con las injusticias sociales, ni prepararse militar y políticamente para aplacar los embates de una sociedad que se rebela ante la corrupción e inoperancia del gobierno en una situación de desastre.
Nuestra reflexión intenta presentar consideraciones y condiciones para iniciar una discusión que a estas alturas resulta indispensable y urgente, la cual debiera culminar con la creación de un verdadero sistema federal, estatal, municipal y comunitario para la desaparición o la mitigación de desastres. La iniciativa civil para lograr esta meta no puede hacerse a un lado, pero es un espejismo suponer que sea posible realizarla sin el concurso de las autoridades en todos los niveles de gobierno. Más aún, es obligación de nuestros servidores públicos tomar la iniciativa para enfrentar este reto.