En el informe anual de la OCDE acerca del mercado del trabajo aparecen cifras asombrosas acerca de dos series de datos: las horas anuales trabajadas y la productividad (medida como relación entre PIB y horas trabajadas). De los 25 países miembros de este club de los ricos, el país en que se trabaja menos (mil 321 horas anuales) es también el país que registra el mayor grado de productividad: 32 por ciento más respecto al promedio de la OCDE. O sea, Holanda. El último de la lista, que invierte exactamente los términos de la situación holandesa es México: el país en el cual se trabaja más (2.079 horas) y la productividad registra el nivel más bajo (casi cuatro veces por debajo de Holanda, y casi tres veces menos que el promedio de los miembros de la OCDE). Uno podría, en un arranque de búsqueda de simplicidad, dejarse escapar algo que podría sonar así: ``Es que allá se trabaja bien y aquí no''.
Va de sobra que esta sería la forma mejor para perderse en un laberinto de simplezas indemostrables. Para enfrentar las cuales, lo más sencillo sería decir que la dotación de capital en cada país alimenta una u otra capacidad de trabajo. Lo cual es sin duda cierto, salvo que habría que considerar también la mejor o peor vinculación entre empresas y gobiernos, entre empresas y universidades, entre economía y administración pública, entre política y Estado, y mucho más, para saber las razones por las cuales en un país el trabajo es más o menos productivo que en otro. Nos enfrentamos aquí a una maraña de opciones posibles para explicar el ``enigma''. Veamos una. Podríamos decir que los países protestantes son más productivos que los católicos. Salvo que descubriríamos que de los seis países más productivos tres con católicos: Italia, Francia y Bélgica, y tres son protestantes: Holanda, Noruega y Estados Unidos. La religión, evidentemente, por lo menos en el presente, no explica la productividad.
Las principales economías europeas producen por hora trabajada una cantidad de riqueza similar a Estados Unidos. Japón, asombrosamente, está un buen tercio por debajo de la marca europeo-americana. Es en esta perspectiva que la decisión de varias sociedades europeas de comenzar a recorrer el camino de las 35 horas semanales resulta hoy más que justificada. Según los datos de la OCDE, que se refieren a 1994, países como Italia y Holanda tienen niveles de productividad confortablemente superiores a los de Japón.
Pero Estados Unidos no es Japón. Su nivel de productividad es suficientemente elevado para que este país comience a seguir el mismo camino europeo. O sea, experimentar las 35 horas como forma para crear más empleos y, al mismo tiempo, crear condiciones de mayor competitividad internacional a favor de los países en desarrollo. Se trata, dicho rápidamente, de una iniciativa que en el largo plazo podría crear mayor equidad tanto al interior de los países avanzados como entre éstos y el mundo en desarrollo.
Si Estados Unidos no entrara en el oleaje de reducción del horario de trabajo, se aventajaría ciertamente, en el comercio internacional, sobre sus socios europeos, lo que podría crear tensiones de impacto mundial. Para bien de todos, Estados Unidos debería comenzar a hacer su parte en materia de reducción del horario. Para su propio bien y para evitar una excesiva polarización de ricos y pobres en su propio seno. Pero también en beneficio de México y, a largo plazo, de la formación de una región norteamericana más integrada, avanzada y equitativa. Con una reducción de horario, Estados Unidos no perdería mucho en la competencia con Japón, pero podría ayudar a México en una forma sustantiva. Y sobre todo, ayudaría a México a avanzar en una competitividad internacional menos ligada a los bajos salarios. Con lo cual el mercado interno de México recibiría un importante estímulo. Y el beneficio de Estados Unidos en exportar más a México podría más que compensar el inicial deterioro de la posición competitiva frente a Japón.