VENTANAS Ť Eduardo Galeano
La tumba
Iba Gabriela abrazada a las flores que llevaba para su hermano Javier, en el cementerio de La Chacarita, cuando por casualidad descubrió la tumba de Osvaldo Soriano.
--Flores, no quiere --advirtió el cuidador--. El es socialista.
--A los socialistas nos gustan las flores --dijo Gabriela.
Y el cuidador meneó la cabeza:
--Aquí viene cada raro, si usted viera. Si yo le contara...
Y le contó. Mientras barría el tierral con un escobillón, dijo el cuidador que allí acudían unos raros que se ponían a dar vueltas en torno a la tumba de Soriano y charlaban, no se callaban nunca, no hay un respeto, y se reían:
--¿Quiere creer? Se ríen, oiga, se ríen.
Se doblaban de risa los raros, dijo el cuidador, pero eso no era lo peor, si usted supiera, si yo le contara. Y le contó. Confidencial, en voz baja:
--Le dejan cartas. Le entierran papelitos, quiere creer.
Cuando el cuidador dio por concluida su denuncia, y pasó a ocuparse, escobillón en mano, de otros difuntos, Gabriela quedó sola. Y a solas, al pie de la tumba, esta leyente agradeció el humor desvestidor y entrañable de los libros del gordo Soriano.
El cuidador estaba lejos y no escuchó la voz del Gordo, que desde las profundidades susurró:
--Perdoná que no me levante.