José Steinsleger
En el nombre del padre

En una cantina de la colonia Narvarte, Beto Rivarola, profesor argentino casado con sinaloense, dijo feliz: ``Fernandito cumplirá un año''. Pero conforme aumentaban las rondas de cerveza, Beto se sumergía en una espiral depresiva. Dos horas más tarde comentó: ``Pasado mañana llega mi viejo para conocer al nieto''. Y golpeó en la mesa: ``¡Algo tengo que hacer!''. Sosteniendo las botellas dije: ``¿De qué hablas?''. ``¡Algo tengo que hacer!'', rugió.

Supe entonces de la amarga relación de Beto con su padre. Sin embargo, comprensiblemente, el abuelo quería ahora conocer al hijo del hijo descarriado. Claro que el doctor Rivarola tampoco era hombre fácil. Autoritario, machista, procaz, conservador dado de liberal, pertenecía a esa generación de padres que hojeaban revistas porno encerrados en el baño en tanto prohibía en casa toda alusión al sexo. Beto contó que cuando cumplió 21 años el papá le confesó risueño: ``Ahora que sos todo un hombre te diré cuál es mi mayor fantasía: acostarme con una negra o una monja y comerme solito una gran papaya''. Desafortunadamente, la monja era lo único fácil de conseguir en Buenos Aires.

Cuando el señor arribó al país, saludó con desdén a la nuera y, emocionado, tomó al nieto en sus brazos mientras Beto miraba el cuadro con resignación. Dos días después alguien llamó por teléfono para decir que el doctor Rivarola tenía un telegrama urgente en el Sheraton de Reforma. Con la aprehensión del caso, se trasladó al lugar. En la recepción, el conserje dijo que lo esperaban en la habitación tal. Con el corazón haciéndole toc-toc golpeó la puerta indicada que estaba semiabierta, toc-toc. De la oscuridad emanó una voz insinuante y lasciva: ``Adelante''. Cruzó el umbral y un portazo lo estremeció a sus espaldas. Pegó media vuelta para escapar mas la luz se hizo y entonces vio a dos negras espectaculares vestidas de monja, ofreciéndole una inmensa papaya: ``¡Bienvenido a México, papi!''. Nada más trascendió. A los postres, parece que al doctor Rivarola poco le importó saber que una de ellas era varón.

Dieron las dos. Somnolienta, la esposa interrumpió a Beto que aún preparaba la clase que debía dictar al mediodía. ``Tu papá no llega''. Beto alzó las cejas y los hombros y miró la botella de güisqui que siguió bajando de nivel hasta que, rendido, se fue a dormir.

Misteriosamente, la personalidad del doctor Rivarola se transformó. Las escasas deferencias a la nuera pasaron a ser cumplidos del tipo ``las sonorenses son las mujeres más bellas del mundo'' aunque una y otra vez ella aclaraba: ``sinaloense''. El señor, que naturalmente poco entendía del orgullo regionalista nacional, componía paternalmente el enredo: ``¿Quién de tu familia se parece a Fernandito?''. Por primera vez en su vida, el doctor Rivarola se acercó a Beto, interesándose en lo que hacía y aprobando a rajatabla cualquier cosa que él opinaba. Cuando los zapatistas llegaron al Zócalo, allí estaba el doctor Rivarola gritando ``¡duro, duro, duro!''.

Llegó el día de partir. En el trayecto del viaje al aeropuerto, el abuelo no cesaba de hacerle cui-cui al niño que baboseaba su corbata al tiempo que lo ahorcaba con el lazo del sombrero charro comprado en Garibaldi. A la nuera miró con ternura, al hijo abrazó con vigor y a punto de embarcar aseguró que aquello de la hostilidad de México con los extranjeros era ``puro cuento de los yanquis''.