La Jornada Semanal, 19 de octubre de 1997
Agradecemos a las autoridades del INBA y del Museo Tamayo por abrir un hueco en la tumultuosa agenda de Yoko Ono para que La Jornada Semanal la entrevistara en su breve visita a México.
Es la primera vez que vengo a México y ustedes son la primera gente que conozco. Ignoro el significado de esto, pero seguramente es importante'', Yoko Ono habla ante decenas de periodistas. La conferencia es una especie de ceremonia; el polémico arquetipo de los sesenta no está ahí para hacer revelaciones sino para refrendar anhelos con su presencia; sus gestos son su principal mensaje: los dedos en posición de peace & love, los emblemáticos lentes oscuros, la palabra ``John'' que cae como un mantra. No hemos creído en vano. Los iconos son posibles.
``Si censuran sus preguntas, se arrepentirán después'', la sacerdotisa trata de provocar a su grey. No lo consigue. La idolatría es una simplificación que no admite arrebatos; para los feligreses, la franqueza es una bendición inmerecida. Yoko habla de la instalación Ex It que presenta en el Museo Tamayo con frases simples que el apasionado espectador transforma en aforismos: ``Si esto les parece nuevo, es que lo es.'' No faltan los lugares comunes del pensamiento groovy. ``Ustedes son energía y yo soy energía, por eso el futuro es importante. El futuro ya está aquí pero no lo vemos.'' En Yoko, la provocación se ha convertido en una forma del afecto; con una sonrisa que-no-puede-ser-más-amable, dice: ``Espero no sentirme intimidada por lo que ustedes puedan pensar de mi obra.''
En japonés, el nombre de la vanguardista significa ``hija del océano''. De los mares disponibles, ninguno le viene mejor que el Mar de la Serenidad en la superficie de la luna. A pesar de su turbulenta biografía, Yoko habla desde un helado desierto sin corrientes de aire.
Nos reunimos en la pequeña oficina de Fernando Macotela, subdirector del Museo Tamayo. Yoko escucha las preguntas con atención, casi con reverencia, mientras acaricia la solapa de un saco que no responde a los colores extrovertidos de Zara o Benetton sino a la elegante indefinición de Versace o Valentino, una textura que aspira a reproducir un sorbete de pétalos de rosa.
En una época en que la prensa ofrece cortejos de motociclistas y camarógrafos para acompañar a las celebridades al infierno, Yoko luce ajena a los abusos de la opinión pública. ¿Cómo se protege del acoso al que también pertenece esta entrevista? La hija del océano sonríe: ``¡Ustedes díganme cómo debo protegerme! Trato de vivir normalmente, tan normalmente como me sea posible; el trabajo me ayuda mucho en esto. De todos modos, oigo toda clase de historias que me sorprenden. Que me encontré a Elizabeth Taylor en Central Park y que fuimos a tomar el té. Es una historia agradable, aunque no sea cierta.''
La normalidad de una persona tan sometida al escrutinio ocurre en circunstancias excepcionales. El despliegue de seguridad del Museo Tamayo sugería otra clase de actividades: un capo del narcotráfico en trance de liposucción o Yasser Arafat en una conexión de vuelos. La visita transcurrió con la lujosa celeridad de quienes piensan que el espacio sirve para ganar tiempo. En la tarde, Yoko llegó en jet privado al aeropuerto de Toluca, se trasladó al Hotel Presidente de la ciudad de México donde descansó un par de horas, ofreció una conferencia de prensa de seis a siete, se fotografió durante diez minutos, sostuvo una entrevista de veinte minutos, conversó con las autoridades del museo, inauguró su instalación y regresó a Nueva York. En esencia, lo único que Yoko Ono conoció en su primera visita a México fue la instalación de Yoko Ono. Su hijo Sean le había recomendado nuestro país como un ``sitio mágico'', pero las aguas frescas y la magia tendrán que aguardar a otra ocasión. ``Sólo viajo por motivos de trabajo'', aclaró la artista, y su calendario azteca confirmó la frase: no hubo tiempo para convivir con quienes esperaban que bendijera camisetas, discos y hasta óleos.
Ex It es una instalación de cien ataúdes en los que crecen naranjos. La metáfora de la vida que surge de la muerte es bastante obvia. Hay 60 féretros para hombres, 30 para mujeres, 10 para niños. ``Pensé vagamente en lo que ocurre en un campo de batalla; son las estadísticas habituales de la guerra'', las respuestas de Yoko son concisas, como si buscara restarse importancia; pide que la interroguen a fondo pero toda respuesta es una afable miniatura. Muchas de sus obras parten de juegos de palabras (baste recordar la tarjeta postal blanca con un hoyo en el centro y la leyenda ``un agujero para ver el cielo'') y la crítica no ha dejado de atribuirle influencias de la poesía japonesa y de la filosofía Zen. Yoko acepta a medias estas conjeturas: ``Creo que gran parte de mi trabajo tiene que ver con el Zen, pero no estoy muy consciente de ello. En ocasiones me sorprendo de encontrar ecos del arte japonés. Se trata de un efecto posterior, no buscado. De pronto alguien me dice: `esto es como un haikú' y yo pienso: `entonces es cierto'.''
Incluso en el trato con sus asistentes, Yoko se sirve de la filosofía instantánea que por momentos recuerda al Zen y por momentos a las galletas de la fortuna. El INBA recibió el siguiente fax de las oficinas de Yoko en Nueva York para ser entregado a la artista: ``¡Hola Yoko! Obra para concierto: Cuando el telón se alce, escóndete hasta que te dejen sola. Sal y juega. Obra peatonal: Agita tu cerebro con un pene hasta que las cosas se mezclen bien. Sal a caminar. Obra cartográfica (para el piloto): Dibuja un mapa para perderte.''
De no ser por su creadora, la instalación Ex It resultaría un simpático fraude artístico, un bosque que se puede atravesar sin muchas consecuencias, a pesar de sus alusiones a la necrología y la esperanza.
En los años setenta Yoko parecía, si no profunda, por lo menos bastante densa (``alguien me dijo que no sé platicar de cosas sencillas y que por eso los hombres me odiaban''). Hoy en día ocurre lo contrario; el interlocutor se afana en otorgarle profundidad a sus frases sedantes: ``Mi trabajo no importa; ustedes lo vuelven importante. Como dijo John, la mitad de lo que digo no tiene ningún significado.''
Yoko luce muy delgada, lleva el pelo muy corto, con tajos de calculada disparidad que sugieren un hábil bisturí. Su cutis extraterso provocó un slogan en las inmediaciones de la oficina de Macotela: ``¡Las orientales no se arrugan!'' Para quien conoce su convulsa biografía y las condiciones de su visita, resulta casi alarmante que esté tan tranquila. En las artes plásticas, sólo Dalí y Andy Warhol han construido personajes públicos más notorios. Sin embargo, Yoko logra que sus palabras suenen agradablemente ajenas a su trayectoria: ``Lo decisivo es que el arte comunique por sí mismo; pero en ocasiones un artista también se convierte en su personaje; es algo que me ha sucedido, y de mí depende usarlo bien o descartarlo.''
Yoko Ono nació en Tokio, en 1933. Su infancia estuvo marcada por la guerra y por el afán de contradecir a todo mundo. Su padre quería que fuera pianista y a los dos años le midió las manos para ver si ya alcanzaba una octava (``mis manos se encogieron para llevarle la contraria: siempre he sido rebelde''). Cuando se mudó a Nueva York, la aprendiz de heterodoxa nadó contra la corriente y se incorporó a la vanguardia plástica en su condición doblemente minoritaria de ``mujer amarilla''. ``Mi camino fue tan difícil como el de las demás mujeres, pero lo vi como un desafío; en general, las dificultades se convierten en retos para mí; son necesarias para pulir mis obras.''
A principios de los sesenta participó en el grupo Fluxus y tuvo el éxito moderado de quienes provocan escándalos elitistas. Con el tiempo, Fluxus influiría en artistas populares: ``Fue un movimiento decisivo porque apareció justo cuando mucha gente empezaba a pensar en términos de vanguardia.'' El alumno más significativo de Fluxus fue, por supuesto, John Lennon. Yoko conoció al cantante y compositor en la galería Indica de Londres, en 1968. Su romance representó las bodas del pop y el avant-garde y abrió el largo y sinuoso camino que conduciría del repudio a la canonización. Las obras de Yoko que tanto irritaron en el pasado ya son objetos de culto. Este año, el Royal Festival Hall de Londres presentó el ajedrez blanco, el libro Grapefruit y otros talismanes de la transvanguardista que también ha sido celebrada por la industra del disco (sus once álbumes y la Onobox, que contieneÊseis discos compactos, refutan la idea de que era un ave de paso en los estudios de grabación). Incluso las nuevas tecnologías parecen darle la razón a sus lejanos proyectos interactivos, como las azarosas conversaciones por teléfono con quienes visitaban sus exposiciones: ``Internet fue prácticamente hecho para mí.''
Por extraño que suene, cuando conoció a John, Yoko no estaba muy al tanto de los Beatles. Paul, George y Ringo, que conocían las volátiles pasiones de su amigo, bautizaron a Yoko como ``el sabor del mes''. Fueron los primeros en no comprender al hombre del Rolls blanco que se había declarado más famoso que Jesucristo. Para la beatlemanía, dos verdades saben a nitroglicerina: fue John quien buscó a Yoko y fue John quien se hartó de los Beatles. Durante décadas, los fanáticos se han negado a aceptar que el huérfano más célebre de Liverpool y el reinventor del pelo largo se curara de sus carencias con una japonesa de pelo hechizado en Salem. Quienes pretendían vivir por siempre entre campos de fresas y submarinos amarillos, tomaron el romance como el caso más agudo de ``síndrome de Estocolmo'': John se había enamorado de su secuestradora. Yoko era todo lo que no eran los Beatles, la contrafigura que acechaba para destruirlos en una esquina de Abbey Road. El juicio a la artista constituyó una auténtica Inquisición de la contracultura. Cualquier signo la denunciaba. ¿A quién se le ocurría que las gargantas más costosas del planeta compartieran micrófonos con esos pujiditos dignos del mejor harakiri? La beatlemanía, que entre otras cosas era una forma de la sexualidad, no soportó que Yoko careciera de los atractivos certificados por Playboy y se desnudara en la portada de Two Virgins.
John contribuyó a la irritación respaldando cada gesto de Yoko; en 1980 se fotografió en la portada de Rolling Stone en posición fetal, abrazado a la mujer que para él era su guía artística, su pareja omnipresente, su madre sobreprotectora, la Tierra misma. Pero el descontento no se dirigió contra los gustos del cantante sino contra la intrigante que lo sonsacaba, la archivillana que acabó con el idilio entre John y el universo. El odio a Yoko se ha organizado en clubes, ha nutrido morbosas biografías, ha llegado a las vibrantes pantallas de Internet (quien desee enrolarse como enemigo puede entrar a la página Me against Yoko).
A 27 años de distancia, sobran explicaciones para la separación de los Fabulosos Cuatro. Yoko se refiere a la caída de los titanes en los siguientes términos: ``Sólo Beatles pueden acabar con Beatles.'' Lo extraño, a fin de cuentas, es que los monstruos duraran tanto tiempo juntos, entre contratos megamillonarios, seguidores en espera de la más leve señal para volverse macrobióticos o dejarse la barba hasta las tetillas, hordas de mujeres en estado semiepiléptico depositando flores en la puerta de Paul McCartney, nubes de LSD, rumores en horario triple A sobre la muerte de Paul, la homosexualidad de John, el alcoholismo de Ringo, la cornamenta de George (cortesía de su mejor amigo, Eric Clapton, cuyo apodo como virtuoso de la guitarra adquirió nueva ironía: el Mano Lenta). El cuarteto de Liverpool pasó de compartir literas olorosas a muelle a administrar un vasto emporio y una religión de la que no siempre fueron gurús voluntarios. George Harrison, aficionado a las carreras de coches, contemplaba desde los pits las evoluciones de los Honda y los Lotus, un asunto muy relajado en comparación con lo que ocurría en los estudios de Abbey Road, donde el grupo incluso era víctima de sus deseos. Derek Taylor, jefe de prensa de los Beatles, dejó un elocuente pasaje sobre esta tiranía del capricho: ``Al margen de los motivos, el resultado es la esclavitud. Cualquier cosa que se le ocurra a los Beatles es llevada a cabo. Quiero decir, cualquier cosa que pidan los Beatles es intentada. ¿Un huevo poché en la línea Bakerloo del metro, entre Trafalgar Square y Charing Cross? Sí, Paul. ¿Un calcetín lleno de mierda de elefante en Otterspool Promenade?, dame 10 minutos, Ringo. ¿Dos enanos turcos bailando charleston en un aparador? ¿Masculinos o femeninos, John? ¿Vello púbico de Sonny Liston? Queda poco tiempo, George, pero (gulp) dame hasta mañana en la tarde. El único show que yo podría conducir después de éste es el de la Reina.''
Cautivos de su celebridad, los Beatles sólo podían liberarse destruyendo lo que eran; sin embargo, quienes siguieron mentalmente a Lennon a la India, a su boda en Gibraltar y a sus excursiones químicas con el doctor Timothy Leary, pensaban que la felicidad, esa ``arma caliente'', sólo podía arder en las hogueras combinadas del cuarteto.
En su inmenso departamento del edificio Dakota de Nueva York, el retirado John se convirtió en padre de tiempo completo y estupendo artífice de capuchinos. ``John era un hombre renacentista'', comenta Yoko, ``no se conformaba con un solo medio artístico ni buscaba profesionalizarse en él; creo que es muy importante mostrar esto.'' Yoko ha luchado para que John sea reconocido como pintor; hace poco el Museo de Arte Moderno de Nueva York compró algunos de sus dibujos. ``¿No es fantástico? -Yoko pregunta con entusiasmo-, John fue muchas cosas; todos lo somos si dejamos de inhibirnos, si no decimos `esta es mi tarjeta de presentación'.''
A fines de los sesenta, el genio renacentista pasaba por una fase muy compleja. ¿Qué otro hombre se definía gritando:Ê``¡Soy la morsa!''? Entre 1968 y 1970, Lennon contribuyó a la desesperación planetaria con su progresivo alejamiento de los Otros Tres. En la torturada era de Vietnam y Tlatelolco, el presidente del club de los corazones solitarios fraguaba el mayor golpe sentimental de la especie. Los peldaños del hielo son archiconocidos: John se acostó en una cama para protestar contra la guerra, John se enfundó en una bolsa para no ``afectar'' a sus interlocutores con su presencia, John compuso Revolución número 9, John cambió su segundo nombre (el Winston, que lo distinguía como un niño de la Batalla de Inglaterra, fue sustituido por Ono), John filmó la película de 42 minutos Autorretrato que trataba de su pene en erección, John lucía absolutamente chiflado, más allá de la terapia y el cariño de sus fans. Por último, John pronunció las cuatro palabras más deprimentes de la lengua inglesa desde ``lo demás es silencio'': ``el sueño ha terminado''. Los Beatles no se volverían a reunir.
En los nombres combinados de John Ono Lennon y Yoko Ono Lennon la letra ``o'' aparecía nueve veces. Según John, el nueve era su número de suerte. El 9 de diciembre de 1980, cuando Double Fantasy demostró que al fin podía producir espléndida música conyugal, el cantante fue acribillado por un admirador psicópata. Su número favorito resultó letal y los fans con vocación de numerólogos pensaron en la tenebrosa silueta que cautivó al héroe caído.
En su condición de la viuda más célebre del planeta, Yoko no se ha librado del fuego de la crítica, en especial por usar los lentes ensangrentados de John en la portada de su disco Season of Glass y por permitir que American Express se apropiara de Imagine en un comercial. Estas críticas no carecen de fundamentos; otras se han fundado en la necesidad de hallar a la madre de todas las calamidades. Yoko renunció a demandar a quienes la calumnian por la sencilla razón de que son demasiados: ``Si me limito a pelear contra una persona, va a parecer que las demás que hablan de mí dicen la verdad, de modo que pasaría la vida en tribunales.''
La biografía de Yoko se escribe como un guión perfecto para el suicidio, las adicciones, el rencor sin freno. Su venganza es la paz interior. Aunque resulta imposible saber lo que ocurre en una mente con más habitaciones que el edificio Dakota, todo sugiere que ha llegado bien a los 64 años emblemáticos que significaban la vejez para los Beatles: ``Oh, dear!'', exclama ante la mención de When I'm 64, ``existen muchos mitos y uno de ellos es que la gente tiene miedo de tener más de sesenta años, pero uno no cambia para nada: sigo haciendo lo que quiero.''
La renuncia de Yoko a las formas obvias de la transgresión tiene una larga historia. En 1966 participó en Londres en un congreso dedicado a ``La destrucción del arte''. ``En aquel simposio escandalicé por presentar una obra muy poco destructiva. Muchos pensaron que yo carecía de méritos destructivos porque me propuse hacer una destrucción tranquila. Presenté varias obras pero la que alteró a todo mundo fue la Obra susurrada, una acción que consistía en murmurar una palabra a otra persona que a su vez la murmuraba a otra persona hasta que la palabra cambiaba de significado. A los demás les interesaba destruir coches o pianos; a mí me pareció más importante una destrucción tranquila y conceptual, es algo que también sucede en el mundo y que resulta mucho más peligroso que destruir un coche.''
A pesar de que Yoko se queja de la distorsión de sus ideas, su obra depende de las posibilidades de ser malinterpretada. Es esto lo que ofende a quienes buscan obras definidas, con código de barras para el lápiz óptico del mercado, y lo que estimula a quienes convierten en poemas o pinturas las tenues líneas punteadas que ofrece la artista. Vale la pena revisar algunos desencuentros entre Yoko y los suyos: la destrucción verbal de Obra susurrada fue demasiado suave para los artistas de martillo y dinamita; en cambio, su lucha por la paz fue vista como una provocación ridícula y violenta.
Junto a un cuadro de Tamayo, Yoko parece la próspera editora de una de esas revistas de arte donde cada página despide un perfume distinto. Cuesta trabajo recordarla en su bed-in de Amsterdam, cuando anunció que no saldría de la cama hasta que no hubiera paz en el mundo. ¿Qué tan ingenua le resulta ahora esa campaña? ``Tal vez fuimos demasiado ingenuos, pero fue mejor que no hacer nada. Por otro lado, John y yo tratamos de enviar un mensaje humorístico; lo de la cama era una especie de happening, pensamos que todo mundo se iba a reír, pero la gente estaba enojadísima.''
Yoko tiene que seguir con una agenda digna de un operativo militar. La gente la aguarda para la inauguración en la que volverá a usar la frase con que abrió su conferencia de prensa: ``Es la primera vez que vengo a México y ustedes son la primera gente que conozco...''
La multitud recibe con una aclamación a la figura salida de tantos carteles y tantos discos. Puede verla durante los mismos minutos que duraban las lejanas canciones de los Beatles, lo suficiente para activar la nostalgia.
Hace cerca de treinta años, como regalo de Navidad al planeta, John y Yoko pagaron una campaña publicitaria con el siguiente lema: La guerra ha terminado (si tú quieres). Ahora Yoko recorre el paisaje después de la batalla, el bosque que crece en los ataúdes de la instalación Ex It. El título rompe en dos la palabra ``salida''. Es lo que Yoko ha encontrado al cabo de tanto tiempo, un punto de fuga, lejos del público con el que sostuvo el cortejo más ambivalente de la cultura de masas, el Mar de la Serenidad donde el sonido se disuelve en un cielo sin vientos.