La Jornada Semanal, 19 de octubre de 1997



BREVE GUIA PARA DETECTAR CURSIS


Javier Marías


En esta entrega, el autor de Travesía del horizonte y otras novelas ejemplares del idioma, se ocupa de los peligros que acechan al escritor palabrero que olvida su compromiso de pensar a través de la escritura y hace toda clase de declaraciones que compromenten su inteligencia y su sentido del decoro.



Suele suceder que los suplementos no sean muy comprensivos con los títulos largos (aunque se esfuerzan), así que hace año y medio hube de abreviar uno que en verdad resultaba abusivo: ``Breve y arbitraria guía estilística para detectar farsantes''. Lo mismo ocurrirá con el de esta pieza (``Breve y arbitraria guía demográfica para detectar cursis''), inspirada por parecida manía verbal, espero que disculpable siempre en un escritor. Es como si un médico ve poner mal una inyección, o un carpintero acabar mal un mueble. En mi caso no se trata tanto del ``mal'' academicista, que se irrita ante las faltas de ortografía o la puntuación heterodoxa (la mía lo es mucho y deliberada, por cuestiones de ritmo), sino que más bien son las palabras mismas y las imágenes que convocan las que a veces pueden sacarme de quicio. En aquel artículo de hace dieciocho meses mostraba algunos ejemplos de vacuidades o pomposidades varias de la escritura y el habla que me inducían a sospechar que detrás había un farsante.

La escritura es una bendición pero es también muy peligrosa. Hay pensamientos que no se alumbran si no es escribiendo: hay cosas importantes que las personas no se atreven a decirse de viva voz, sino sólo por escrito y ``a solas'', y es lamentable que la dimensión epistolar esté cada día más desaparecida, las cartas son necesarias. El riesgo estriba en que, precisamente por eso, es fácil que en la escritura -tanto pública como privada- uno caiga en la tentación de ponerse solemne y soltar cursiladas inconmensurables. Pero en fin, con esto ya se cuenta. Lo que resulta más llamativo y hasta alarmante es la cantidad de cursilerías que la gente notable dice, por ejemplo en las entrevistas que se ven u oyen en prensa o radio. Y directamente ominoso encuentro que sean a menudo mis colegas, los escritores profesionales, quienes esparzan más melindrosas bobadas cuando deberían ser ellos los más prevenidos a la hora de incurrir en lugares comunes y topicazos, en expresiones supuestamente ``bonitas'', frases manidas y sandeces como floreros.

Durante la pasada Feria del Libro leí bastantes declaraciones de colegas míos, y la acumulación me ha hecho advertir con horror que la gran mayoría, con independencia de edad, sexo, nacionalidad o género más practicado, se zambulle con ufanía en mentecateces ruborizantes. Un autor muy vendedor confesaba, por ejemplo, respecto a su último producto vendible: ``Ha sido la autobiografía de mi corazón.'' Nada menos. Y luego poetizaba sobre el prosaico momento de firmar en la Feria, calificándolo no recuerdo si de mágico o lúdico o copulativo: ``El roce de las manos cuando yo doy el libro'', exclamaba transido y sin duda pegajoso. Otro escritor maduro, extranjero y que sostiene mucho, afirmaba para expresar su amor a un país ajeno: ``Hasta sueño en su lengua, lo que quiere decir que ese lugar forma parte de la geografía de mi alma.'' Santo cielo. Ya la sola palabra ``alma'' suele ser problemática -y lo dice quien la puso en uno de sus títulos, como ``corazón'' en otro, con mucha duda-; pero que además cuente con ``geografía'' sólo queda superado por lo que, en el periódico del mismo día, aseguraba un tercer autor, más joven y de nuestro norte: ``La naturaleza sirve para expresar el paisaje del alma.'' Las almas de los escritores parecen superpobladas, roturadas y jeroglíficas, de tanto como contienen. Pero es que en la misma página del mismo diario venían las manifestaciones de un cuarto, de nuestro sur, casi un debutante, a quien no sonrojaba hablar de ``contar historias a los niños que llevamos dentro''. Sería de desear que esos niños no correteasen también por el alma sino por algún otro territorio menos concurrido, o si no estallaría el invento, se encuentre donde se encuentre.

Que escritores consagrados o incipientes larguen trivialidades refitoleras como las mencionadas, a troche y moche y sin avergonzarse, es un síntoma preocupante de lo poco que se les exige y lo muchísimo que se les pasa: esas frases e imágenes son propias, a lo sumo, de una folclórica o un modisto de antes. En ese antes, a estos escritores nuestros los habrían jubilado por tales manifestaciones.

Hay muchas más, repetidas hasta la náusea, y aquí no caben. Me limito a señalar una infatigable que ya no se aguanta: ``Todos somos_'', y a continuación cualquier ser o colectivo maltratado o desfavorecido: ``negros'', ``pobres'', ``presos'', ``inmigrantes'', y sobre todo ``mestizos''. Basta. Porque, además, creer que todos somos lo que no todos somos es la mejor manera de que sigan siendo maltratados los que sí lo son de veras.