La Jornada Semanal, 19 de octubre de 1997



¿QUE SE LEE HOY EN RUSIA?


Georgui Chistiakov


Con motivo de los 80 años de la Revolución de Octubre, publicamos un ensayo aparecido en Russkanya Mysl (El pensamiento ruso), publicación que se edita en París y que se ocupa fundamentalmente de temas religiosos. Sus páginas reflejan el papel que la Iglesia ha jugado en el renacimiento cultural ruso. Chistiakov es ensayista literario y sacerdote de la Iglesia ortodoxa.



En los tiempos de Brezhniev la prensa soviética calificaba con orgullo al pueblo soviético ``como el más lector del mundo''. Quizá la afirmación era cierta, aunque al mismo tiempo el índex de libros prohibidos contenía miles de títulos y en él podía ser incluido cualquier autor, historiador o filósofo, lo mismo si no era marxista y creía en Dios, que si se trataba de un poeta que hubiera escrito algo inconveniente o si había emigrado después de 1917. En esta lista también podía aparecer cualquier escritor, y no sólo autores como Solzhenitsyn (lo que al menos hubiera sido lógico, ya que éste era un acérrimo crítico del régimen), sino también como el comunista Louis Aragon, quien había criticado la entrada de las tropas soviéticas en Checoslovaquia en el verano de 1968, sin dejar por ello de ser marxista, comunista y ateo. De modo que, a primera vista, se podía tener la impresión de que no había nada que leer, y sin embargo, se leía todo el tiempo.

Los libros y los disidentes

Al principio, los libros podían comprarse normalmente en las librerías (de lo editado antes de la Revolución de Octubre podía adquirirse prácticamente todo); luego, de un día para otro, desaparecieron, se convirtieron en ``artículos deficitarios''. Entonces, los lectores debieron conseguirlos a través de agentes especializados, que fueron bautizados con el nombre de ``escarabajos libreros'', o comprarlos de trasmano e incluso mecanografiarlos. Y de todos modos, estos libros así conseguidos jugaban un importante papel en la vida de las personas.

Conocí a un matemático que primero aprendió latín (¡y llegó a dominarlo bien!), tras lo cual pidió prestado a un filólogo El Asno de Oro de Apuleyo. Tanto le gustó esta obra que quiso poseer un ejemplar, para lo cual adquirió una máquina de escribir con tipos latinos y mecanografió el libro de la primera hasta la última página.

Otros, y lógicamente eran aún más, pasaban a máquina poemas de Gumiliov, Mandelshtam, Voloshin, etcétera. Hoy esto puede sonar divertido, pero yo mismo vi por primera vez los textos de estos y otros autores publicados en forma de libro en fecha relativamente reciente, aunque los había leído en mi temprana juventud, todos mecanografiados.

Recuerdo cómo, en abril de 1986, al cumplir cien años de fundada, la revista Ogoniok publicó una selección de poemas de Nikolai Gumiliov, lo que constituyó todo un acontecimiento: la revista, que habitualmente permanecía en los kioscos durante meses, fue vendida en un instante. ¡Pero qué extraño me resultó ver los versos de Gumiliov en letra de imprenta! Hasta tal punto se habían grabado en mi memoria mecanografiados que todavía hoy, cuando abro sus poemarios, no dejo de experimentar cierta perplejidad.

Los de un tercer tipo (y eran los más) pasaban a máquina ``novelas del corazón'', de autores como Olivio Westly, y como es lógico, también novelas policiacas, principalmente de Agatha Christie. Esto llegó a convertirse en una verdadera industria. Mecanografiaban los libros en cuatro ejemplares, sacándole copias con papel carbón (en aquella época, ya casi lo hemos olvidado, no existían ni fotocopiadoras, ni computadoras, ni impresoras), y luego los intercambiaban con tres amigos; de modo que mecanografiabas un libro y al final obtenías otros tres. Luego, los libros eran encuadernados y adquirían vida propia. Así era como vivía buena parte del país más lector del mundo.

Los más atrevidos mecanografiaban Doctor Zhivago y otros libros prohibidos en la URSS. Quienes no disponían de tiempo para esto, pedían los libros prestados, los cuales debían leer en una noche. Así vivían muchas personas en la URSS que no se consideraban disidentes, que jamás entraban en conflicto con el poder soviético ni lo criticaban, y lo que es más, que consideraban llevar una existencia completamente normal. Los disidentes eran otra cosa. ƒstos se arriesgaban conscientemente y actuaban en consecuencia, intentando de algún modo cambiar no sólo su vida propia, sino la vida de quienes los rodeaban. En esto consistía precisamente la principal diferencia entre los disidentes y la intelectualidad soviética normal. Muchos anhelaban mejorar su vida, leer y ver no sólo las películas que estaban permitidas y recomendadas, sino las que les gustaría ver por su propia cuenta; vivir no en apartamentos de una sola habitación sino al menos de dos; querían pensar en cosas que verdaderamente les interesaban y no en lo que les ordenaban. Sin embargo, en su mayoría, cada cual se esforzaba por conseguirlo sólo para sí, por su cuenta, tratando de que nadie lo notara, casi en secreto, ocultando tales aspiraciones sobre todo a sus colegas del trabajo. Los disidentes, por el contrario, no exigían esto sólo para sí sino para los otros, y por esta razón se les castigaba.

Si uno pasaba a máquina poemas de Pasternak o el libro del arzobispo Antonio, La oración y la vida, para su uso personal y para otros tres amigos, esto no interesaba a nadie, pero si hacía lo mismo para doscientas personas, al instante se convertía en un ``enemigo jurado del poder soviético''. Porque justamente era eso lo que estaba prohibido. En esencia, si reflexionamos sobre esto, lo único que no se podía era influir (ni en el más mínimo grado) en las mentes y los corazones de quienes te rodeaban; todo lo demás, en general, estaba permitido, o al menos se hacían de la vista gorda.

¿Qué autores no eran leídos?

Había, no obstante, autores que nadie leía, ya que sencillamente era imposible encontrar sus textos. Esto concierne, antes que nada, a los filósofos religiosos rusos, de los cuales eran asequibles sólo los que habían sido publicados antes de la Revolución. Por eso, a Vladimir Soloviov lo conocía casi cualquier persona mínimamente interesada en la filosofía, pero sólo unos cuantos tenían acceso a la obra de Serguei Bulgakov: los que habían tenido la suerte de que les regalaran alguno de sus libros, publicados por la editorial YMCA-Press, y repito, sólo si te lo regalaban, porque los ``escarabajos libreros'' preferían no vérselas con libros traídos del extranjero. Por esto podías ir a la cárcel. También existían los fondos especiales, secciones cerradas de las bibliotecas (en la Biblioteca Lenin, en la Biblioteca Pública de Moscú o en la Biblioteca de Historia), donde sí tenían muchos de estos libros pero el lector debía presentar una carta especial de su trabajo para tener acceso a ellos. Yo, por ejemplo, jamás gocé de semejante privilegio.

Debido a estas circunstancias, nosotros (el país más lector de todo el universo) pudimos leer lo que había sido publicado antes y casi todo lo publicado después de la Revolución de Octubre, pero desconocíamos por completo la literatura filosófica de los últimos setenta años. Y estoy hablando de casi todo Berdiaev, Bulgakov, Frank, Shestov, Fedotov, etcétera. En el transcurso de setenta años, quedamos detenidos a principios de los años veinte, e incluso en los primeros días de noviembre de 1917. Aprendíamos con ayuda de las revistas filosóficas (Cuestiones de filosofía y psicología) y literarias (La balanza, Apollon, etcétera) de comienzos del siglo, y de los libros que habían quedado de aquella época. A los poetas, los escritores y los teólogos de entonces los veíamos casi como contemporáneos: pensábamos en V. Soloviov como si hubiera muerto recientemente, porque era así como lo sentían los autores que leíamos casi a diario. Esa sensación de que los años veinte no habían pasado se incrementaba debido a que en Moscú y en Petersburgo todavía vivían no pocas ancianas que recordaban los primeros años del siglo y los círculos literarios y filosóficos de la época. Estas damas ya eran demasiado viejas para temer algo y por esta razón -y porque es algo inherente a todas las personas de edad- compartían con gusto sus recuerdos.

Había quien aún se acordaba de Berdiaev; muchas, por ejemplo, evocaban cómo el padre Serguei Bulgakov ofició su primera liturgia en el templo de Ilya Mártir; traían a la memoria a Andrei Biely e incluso a Blok. Entre ellas había muchas que no entendían nada de filosofía, pero que en cambio rememoraban todo aquel ambiente: su atmósfera, los detalles, los chistes y las anécdotas. Gracias a las interminables pláticas que sostuvimos sobre estos temas lográbamos una completa inmersión en esa época, hasta el punto de olvidar que vivíamos en los setenta. Conocía a Berdiaev, sus maneras y las frases que le gustaba repetir, como si hubiera vivido en su tiempo, y sin embargo sólo había leído lo publicado antes de la Revolución. Casi nadie traía libros de filosofía del extranjero porque eran muy voluminosos y la aduana los detectaba al momento. Sólo entraban libros de pequeño formato y no muy gruesos, que podían esconderse con facilidad, u obras que habían ganado gran notoriedad: las de Solzhenitsyn, por ejemplo. Estos libros los traían los diplomáticos, no los soviéticos lógicamente, sino los extranjeros.

¿Qué ha ocurrido en los últimos once años?

En estos años, en Rusia ha sido publicado absolutamente todo y ahora es casi imposible imaginarse en qué situación vivíamos en fechas todavía recientes. Al principio, las revistas comenzaron a publicar a autores que no habían sido editados en la Unión Soviética. En el transcurso de 1986 casi todas las revistas (por entonces su número ascendía por lo menos a veinte) publicaron a Gumiliov. Luego, le llegó el turno a Jodasevich, a Georgui Ivanov, a Odoetseva, etcétera. Después de los poetas les llegó el turno a los filósofos, comenzando por Berdiaev, quien primero apareció en revistas y luego, en pocos años, se publicaron todos sus libros. Los lectores seguían atentamente las publicaciones en revistas y libros. Entre 1986 y 1987 Rusia se convirtió realmente en el país más lector del mundo; y no sólo en el más lector sino, lo que es más importante, en el que más apasionadamente se discutía lo leído. Parecía que al darle la posibilidad de leer todo lo que la censura había prohibido, la gente lo hacía con entusiasmo. Y de pronto, sin que nadie lo esperara, la situación cambió de manera drástica, como si todos hubieran perdido el interés por la lectura y los libros.

Las librerías, que ahora son mucho menos de las que había bajo el régimen comunista (¡por falta de compradores!), están repletas de magníficos libros. A veces, cuando entro a la ``Librería de los Escritores'', en la calle Kuznetski, trato de imaginarme qué hubiera pasado si de pronto, en mi juventud, hubiera visto todos los libros que ahora están en venta. Lo más probable es que me hubiera vuelto loco: la librería tiene prácticamente a todos los filósofos antiguos, medievales y contemporáneos, a los poetas (rusos y, extranjeros), a los simbolistas (rusos y franceses), etcétera. Está toda la serie ``Monumentos literarios'', que en los años soviéticos y en particular en los setenta era extremadamente difícil de conseguir; todos perseguían esos libros y nos alegrábamos como niños cuando lográbamos adquirirlos.

Tácito, Madame de Stal, Manuscrito hallado en Zaragoza de Potoski, los Ensayos de Montaigne, todo Dante en dos tomos, los versos de Venevitinov y Luces de la tarde de Fet, Baudelaire y Tiutchev en dos tomos: libros con los que sólo se podía soñar. La persona que compraba aunque fuera uno de los títulos mencionados durante un viaje a Carelia o a la provincia de Lipetsk, donde nadie se interesaba por tales libros (en Moscú era sencillamente imposible comprarlos), se consideraba, para decirlo con palabras de Mijaíl Kuzmin, ``más rica que nadie en Egipto''. ¿Y qué ocurre ahora? Todo está en venta, todo es asequible y, sin embargo, casi nadie los compra. ¿Qué ha ocurrido? ¿Por qué hemos perdido el interés por los libros, por la lectura?

¿Qué se leía en el metro?

Pienso que es posible responder a esta pregunta si volvemos con el pensamiento a los años setenta y analizamos qué leía ``el país más lector del mundo'', no sólo en Moscú sino en todo el país, no sólo la intelectualidad de la capital sino los doscientos millones en su totalidad.

Es muy cierto que en la URSS todos o casi todos realmente leían. No sólo los intelectuales, no sólo en Moscú, sino todo el mundo, por todas partes y en cualquier lugar. Se leía en el metro, en los trenes suburbanos, en las colas de los consultorios médicos, e incluso en la playa. Cierto es que en provincia no había la posibilidad de conseguir libros viejos, pero en cambio se vendían libros recién salidos de las prensas que en Moscú jamás alcanzaban el mostrador. Se leían muchos autores clásicos, nacionales y extranjeros; se leían biografías de personajes literarios, en las cuales, entre toneladas de material inservible, uno podía encontrar cosas de interés; por último, se leían novelas policiacas soviéticas, principalmente sobre espías extranjeros.

En particular, se leía mucha literatura de divulgación científica sobre historia, psicología, geografía, biología, etcétera. En este campo, la censura no era tan despiadada como en el de la literatura de ficción, donde eliminaba sin compasión todo lo original; de ahí que se publicaran muchos libros interesantes de aquel tipo. Para la así llamada Serie científica popular, que editaba la Academia de Ciencia, se escribieron por encargo una gran cantidad de libros serios e interesantes, particularmente sobre arqueología, historia, literatura y filosofía antiguas.

Sin embargo, casi no se publicaban libros que abordaran las relaciones humanas. Victoria Tokarieva ganó tanta popularidad porque supo trasladar la acción de sus cuentos y novelas a la cocina de los reducidos apartamentos soviéticos y le contó al lector no sobre cómo vivían las personas en la antigua Roma o en los tiempos de Yaroslav el Sabio (les recuerdo que uno de los géneros más difundidos de la prosa soviética era la novela histórica), sino sobre nuestra propia vida con sus problemas cotidianos, pequeñas desgracias, ofensas, etcétera. Temas que, en general, no eran bien vistos: el censor mostraba particular celo cuando hallaba en el texto escenas que se ``regodeaban'' en los ``detalles superfluos'' de la vida, o bien demostraran demasiado interés por los automóviles, los blue jeans, los muebles, el empapelado caro, las grabadoras, etcétera. Tampoco gustaba que se le dedicara demasiada atención a las relaciones íntimas de los personajes: escribir sobre el amor (y no estoy hablando de novelas eróticas, sino precisamente de la vida privada) era considerado innecesario, perjudicial, inadmisible...

No obstante, en cuanto desapareció la censura, el vacío existente en esta esfera fue llenado inmediatamente por textos de la más baja calidad. En un plazo más bien breve, las novelas de amor -en muchos casos abiertamente pornográficas- y las novelas policiacas -que en realidad casi no tienen que ver con este género y sólo describen la ``buena vida'', los lujosos apartamentos y, como es lógico, la vida íntima de los personajes- han llegado a desplazar a todos los demás géneros en las librerías.

De manera semejante a como en las pantallas de los televisores las telenovelas mexicanas o argentinas -con sus interminables adulterios, señoras lujosamente ataviadas, apartamentos caros, villas y restaurantes, con damas que sólo se dedican a discutir su vida privada-, casi han eclipsado todo lo que, mal que bien, se podía ver antes en la televisión, los libros de estos géneros se han vuelto hoy la lectura preferida de la mayoría. Las novelas del corazón siempre se cotizan bien, ya que en ellas la persona encuentra lo que le falta en su vida (amor, comodidad, una casa de campo o un apartamento varias veces mejor del que posee...); pero si en ellas encontraban cosas que no tenían en la vida, el gobierno las prohibía de una vez por todas. Precisamente esto ocurría en la URSS.

Entonces, ¿qué era lo que estaba prohibido?

Ahora, cuando hemos dejado atrás un decenio vivido en condiciones de libertad de prensa, ha quedado claro que lo que estaba prohibido bajo el régimen soviético no eran los poetas, los filósofos y los teólogos, sino esas inocentes novelas sobre qué comen las personas, dónde viven, qué visten y con quién hacen el amor. En otras palabras, la literatura que cuenta la vida privada. Esto no es casual, ya que en aquellos años la vida privada también estaba prohibida; prueba de esto es que las revistas de moda que llegaban a la Rusia soviética del extranjero eran leídas hasta desencuadernarse, literalmente. Los libros sobre labores de punto, de cocina, y con diferentes tipos de consejos caseros se vendían a precio de oro, y no sólo eran mecanografiados sino también copiados a mano.

En cuanto a los filósofos y los poetas, así como varias novelas prohibidas de Leskov y Pisemski (Mar agitado), los libros de teología y los editados por la YMCA-Press, hay que reconocer que el ciudadano soviético común simplemente no sospechaba de su existencia. En esencia, puede decirse que esta literatura nunca estuvo prohibida: simplemente no existía.

Recuerdo cómo en cierta ocasión, hará veinte años de esto, en una pequeña ciudad no lejos de Moscú entré a la última función del cine. Ponían una película de Alemania Occidental: Y la lluvia borrará todas las huellas. No recuerdo absolutamente nada de la trama, pero eso no viene al caso. La película mostraba la vida normal de la juventud estudiantil: muchachos y muchachas de entre 17 y 18 años que vestían blue jeans y playeras de varios colores, que en un café comían una merienda, luego alquilaban un coche y viajaban al mar, donde pasaban la noche en un camping barato, se atormentaban lo debido por cuestiones de amor y también se besaban un poco. Como es lógico, siempre estaban cortos de dinero, y en cambio les sobraban preocupaciones. Y nada más. Pero la sala estaba llena hasta el tope y durante toda la proyección reinó el mayor silencio. Cuando el film terminó, fui testigo de cómo los adolescentes de aquel pequeño pueblo salían del cine en silencio y con los rostros iluminados, llevando consigo el recuerdo de aquella vida a la cual les habían prohibido la entrada.

Raramente proyectaban películas así. En la televisión, en los cines y hasta en los teatros, tenían primacía los temas fabriles: interminables ``Trabajadores de los altos hornos'' desde la mañana hasta la noche. Cierta maestra, ya mayor, que fue a ver una obra de teatro, exclamó desesperada: ``Uno viene aquí a descansar y le hacen asistir a un consejo pedagógico'' (porque, desgraciadamente, el acontecimiento central de la obra era un consejo pedagógico). Los temas fabriles también inspiraban novelas, poemas y hasta obras de arte decorativo. En una taza de té el pintor debía representar un tractor, y en la tetera una grúa; en caso contrario, aquel servicio de té jamás sería premiado en ningún concurso. Y así ocurría con todo.

Lo que estaba prohibido no eran las ideologías ajenas (llámense antimarxistas, enemigas, religiosas...) sino algo sin vínculo alguno con cualquier ideología: la vida normal. A veces, alguien lograba por su cuenta conquistar el derecho a esta vida en los límites de su departamento o su huerto, pero nunca más allá.

El hombre soviético vivía en condiciones que eran una media aritmética entre un cuartel y un invernadero. Por una parte todo le estaba prohibido, pero por otra no debía responsabilizarse de nada y siempre tenía garantizado un mínimo. Ahora ha quedado en libertad, cuenta con muchas posibilidades, pero ha perdido aquel elemento de garantía que le permitía, año tras año, no pagar la renta del departamento, trabajar, o mejor dicho, ir al trabajo y no hacer nada, encargarle al Estado la educación de sus hijos, etcétera.

Tal cambio se ve reflejado en sus intereses de lectura. Hoy, la gran mayoría lee lo que estaba estrictamente prohibido, pero no se trata de Gumiliov ni Berdiaev o Nietzsche, sino sencillamente de esas novelas que pintan la ``buena vida''.

No obstante, también se lee a los filósofos y poetas, yo diría que diez o veinte veces más que en mis años de juventud. Gracias a Dios, ya todos han sido publicados y, a propósito, los tirajes no son tan pequeños, se encuentran en todas las librerías y, según los propios libreros, los compran casi a diario. Puede parecer que nadie los necesita porque la cantidad que en nuestro tiempo lográbamos mecanografiar y los contados ejemplares que nos llegaban del extranjero no alcanzaban la decena de un mismo título, mientras que ahora los tiros son de más de mil.

En cuanto a Tácito y Dante, cuyos libros ahora se venden y antes nunca llegaban a los mostradores, lo que sucede es que hace quince años los compraban ``personas con dinero'' pero no precisamente para leerlos sino porque daban prestigio. Actualmente, los libros han dejado de interesarle a este tipo de gente, ya que hoy cuenta con otras posibilidades: viajes a Anatolia, a Egipto, Chipre... ¡Y qué bueno que se bronceen al sol! Porque Dante tiene hoy incluso más lectores que en los años setenta.

En cuanto a las revistas literarias, el interés que despertaban desapareció rápidamente una vez superada la época de la información dosificada, cuando de mes en mes nos entregaban pequeñas porciones de poetas y pensadores. Ahora, hemos pasado al mundo de la libertad de prensa, cuando estos textos ya han sido todos publicados o se están publicando, pero ya no en pequeñas porciones, fragmentariamente, sino en su totalidad. No, la cultura no ha muerto. Y las novelas del corazón, para bien o para mal, se venden ampliamente en todos los países. Ahora le ha llegado su turno a Rusia.

Traducción: José Manuel Prieto