MAR DE HISTORIAS Ť Cristina Pacheco
La hora azul
Con frecuencia me viene a la memoria el recuerdo de Sebastián Rivera. En esas ocasiones procuro olvidar su rostro o, mejor dicho, la expresión lamentable que adquirió tras la muerte de su madre. Para no irritarme, concentro mis remembranzas en sus manos: crispadas de venas, nudosas como dos viejos troncos; su deformidad contrastaba con el resto del cuerpo y, sobre todo, con la piel del rostro, brillante en exceso.
Las manos de Sebastián poseían un instinto natural para hacer música. El mínimo jugueteo de sus dedos sobre teclas o cuerdas era suficiente para que él sacara toda clase de ritmos. Los testigos de este excepcional talento no podían explicarse que Sebastián siguiera vegetando en la farmacia fundada por su madre en vez de asistir al conservatorio y buscarse un público más amplio que el de las bodas y bautizos a los que asistía, más por el anhelo de ser oído que de recibir la paga.
La única persona incapaz de aceptar el talento musical de Sebastián fue su madre. Supongo que doña Herminia lo miraba con horror porque era lo único que su hijo no había heredado de ella. En todo lo demás -desde la mala dentadura hasta la piel en extremo lisa y brillante- era su copia exacta.
No conocí a don Natalio, el padre de Sebastián. Varios amigos suyos coincidieron al describírmelo: ``De físico era todo lo contrario al muchacho, pero igual en la habilidad y en el estilo para tocar''. Mis informantes también me advirtieron que, en presencia de la boticaria, evitara comentarios al respecto.
Cuando llegué a vivir a San Rafael ya existía la farmacia Rivera, y doña Herminia ocupaba su silla tras el mostrador. La imagen del Buen Samaritano brutalmente jaspeada por las moscas y un reloj de pared eran los testigos de su existencia de viuda. Ella optó por esa condición el día en que su esposo la abandonó. Le resultó más formativo para su hijo asumir ese papel que el de mujer abandonada.
Con la misma frialdad procedió la tarde en que el doctor Kamura la invitó a decidirse entre afrontar el riesgo de nuevos dolores o dejarse extraer todos los dientes. Doña Herminia votó por la segunda alternativa: aceptó que el odontólogo japonés hiciera la extracción en cuatro sesiones brutales; en cambio rechazó la posibilidad de que le diseñara la prótesis cuando él le mostró un presupuesto que le pareció excesivo: ``No, gracias, buscaré unos dientes en otra parte''.
En esa ocasión, por vez primera, la farmacia nos dio un servicio irregular. Sin previo aviso, permanecía cerrada por la mañana o por la tarde, debido a que doña Herminia y Sebastián se iban a las calles de Tacuba para ver las dentaduras postizas. Exhibidas en pequeños aparadores, invitaban a los chimuelos a visitar los talleres que languidecían en segundos pisos húmedos, oscuros y ajuareados con ternos tubulares.
Poco después de que ella murió a consecuencia de una enfermedad prolongada, comprendí la razón de que se hubiera hecho acompañar por Sebastián en su búsqueda. Su mal no le impidió a la boticaria seguir abriendo puntualmente su negocio. Allí iban a visitarla sus amigas. Todas salían del establecimiento admirando el estoicismo con que ella mencionaba la muerte próxima. Ante lo inevitable, sólo la inquietaba pensar que, muerta ella, no habría quien frenara el espíritu bohemio transmitido a Sebastián por su padre.
Nadie faltó al velorio de dona Herminia. Aquella noche todos elucubramos acerca de si debíamos buscar a don Natalio para notificarlo del hecho. Al fin reconocimos que si doña Herminia había dado por muerto a su marido sería una auténtica crueldad ponérselo enfrente cuando ya estaba definitivamente imposibilitada para escupirlo -cosa que amenazaba hacer siempre que, con pretexto de quemarse el dolor de dientes con buches de ron, se le subían los tragos y los recuerdos.
Durante algunos meses, Sebastián intentó mantener el ritmo del negocio heredado. Fracasó porque se hizo cada vez más fuerte su disposición a amenizar fiestas, por lo que con frecuencia abandonaba el sitio que había sido la trinchera de su madre. De nuevo el servicio de farmacia se volvió deficiente, sólo que esta vez el único camino para mejorarlo fue el traspaso. Libre de la esclavitud que significaba atender un negocio, Sebastián se dedicó de lleno a la música, pero siguió habitando el departamentito donde se veía algo más que el espíritu de doña Herminia: su dentadura. Por indicaciones de la occisa, quedó colocada sobre una charola y protegida por un capelo, en espera de que su heredero tomara la prótesis como si fuese una estafeta.
Llegó el momento en que Sebastián sintió terribles dolores en la boca, iguales a los padecidos por su madre. Sin pensarlo dos veces, acudió con el doctor Kamura que, ya modernizado, le extrajo los dientes en sólo dos sesiones inclementes. Sebastián se aisló una semana; pasado el periodo de recuperación apareció equipado con la dentadura que había pertenecido a doña Herminia. Incompatible con su paladar, volvió ininteligible su discurso. Quienes conversábamos con él teníamos dos motivos de tensión: esforzarnos por comprender sus palabras y mantenernos alertas para cazar la prótesis cuando saliera disparada de la boca que tan malamente la alojaba.
Lo peor no era esto sino la manera en que se acentuó el parecido de Sebastián con doña Herminia. En esa macabra imposición de imágenes había algo irritante y conmovedor. Por fin una tarde me atreví a preguntarle a mi amigo por qué utilizaba aquella prótesis que, aparte de todo, debía torturarlo hasta lo indecible. La respuesta fue simple: ``Porque ya le fallé a mi madre con el negocio. No puedo hacerlo también con esto''.
Ajeno al ramo y corto de capital, Elfego Palomares, el nuevo propietario de la farmacia Rivera, se vio rebasado por la aparición de una inmensa bodega de medicamentos que acaparaba a toda la clientela a base de carteles chillones y descuentos. Harto de su inútil batalla, el señor Palomares traspasó el local. La cortina permaneció bajada durante varios meses hasta que al fin se supo que allí iba a instalarse un café cantante. ``Si mamá viviera...'', dijo Sebastián antes de informarme que acababan de contratarlo para tocar el piano, de seis a diez de la noche, en el antro que, en homenaje a Agustín Lara, se llamaría La Hora Azul.
Todos acudimos a la inauguración. Aplaudimos como locos en el momento en que Sebastián apareció frente al piano. Sobre la cubierta había una pecera vacía para las propinas con que los parroquianos desearan premiar al talento de Sebastián.
La segunda vez que asistí a La Hora Azul descubrí un vasito junto a los pedales del piano. Estuve a punto de soltar la carcajada cuando vi que mi amigo se inclinó y depositó allí la dentadura antes de darle rienda suelta a su inspiración. El gesto horrorizó a muchos, a otros les causó risas, a mí me inquietó: Temí por la salud mental de mi Sebastián. Para salir de dudas, esa misma noche le pregunté por qué había hecho eso. La respuesta fue directa: ``Por respeto a mamá. A ella nunca le gustó la música''.