De abejas, maguey, maíz y de tunas eran las que se consumían en la maravillosa ciudad de México-Tenochtitlan a la llegada de los españoles. Muy apreciadas, se utilizaban como alimento, medicina y en rituales. De la enorme importancia que tenía el dulce producto, nos hablan los Diccionarios de Motul, de la lengua maya, atribuidos a fray Antonio de Ciudad Real, en los que destaca la amplitud y diversidad del vocabulario relacionado con la obtención de la miel: la cría de abejas, la castración, separación y atención de las colmenas, los tiempos de la cosecha, los utensilios, las plagas que atacan a las flores y a las colmenas y abejas, es decir, que había una técnica altamente especializada para el cultivo.
En toda Mesoamérica había cultos que incluían el uso de la miel, por ejemplo, a Xiuhtecutli, también llamado Cuetzaltzin o Huehueteotl: ``hacedor de la sal y de la miel y dador de otros bienes que acusan amor y reverencia''. Era también utilizada como impuesto; se sabe que Tenochtitlan recibía en tributo 2 mil 512 cántaros cada 80 días de su año fiscal. De todo ello nos habla Carlos Zolla en el bello libro Elogio del dulce.
Una miel muy valorada era la de las hormigas llamadas ``necuazcatl'', que significa hormigas de miel; nos dice fray Bernardino de Sahagún en su obra monumental: ``...crianse debajo de la tierra y trae en la cola una vejiguita redonda, llena de miel, es transparente como una cuenta de ámbar; es muy buena esta miel y cómenla como la miel de abejas''.
Tras la conquista, esta riqueza tan usada y gozada, obviamente continuó teniendo gran demanda no sólo entre la población indígena, sino entre los españoles que no tardaron en aficionarse a sus dulces placeres.
Ello llevó a que se crearan múltiples comercios especializados en las diferentes mieles, mismos en los que una vez iniciado el cultivo de la caña expendieron también azúcar. Estos negociantes se llamaban ``meleros'' y así bautizaron la calle donde mayoritariamente se instalaron, que anteriormente se llamaba ``de la Acequia'' por la Acequia Real que la cruzaba; ahora la conocemos como Corregidora.
Allí se encontraba igualmente la Universidad, que en la planta baja alojaba varios de estos comercios. Se distinguían por los grandes barriles con sus tapas, que guardaban las mieles que venían de tierra caliente. El sitio era muy adecuado, ya que por la acequia que pasaba enfrente llegaban las embarcaciones desde Chalco con el deleitoso producto.
Don José María Marroqui nos comenta que: ``en esos tiempos la miel fue abundante y barata, porque los medios de cristalizar el azúcar eran imperfectos y en la época virreinal era prohibida la fabricación de aguardiente de caña'' (sic). Esto no obstaba para que hubiera comerciantes deshonestos que la vendían ``sin peso, ni medida'' o le agregaban agua.
Por ello el Ayuntaminto acordó en cabildo, el 14 de febrero de 1530, que no se vendiera ``miel aguada ni a ojo'' y estableció costosas multas ``la pena al que contraviniere la disposición será de 15 pesos, distribuidos en tres partes: la una para la cámara real, la otra para las obras públicas de la ciudad y la tercera para el juez y el acusador''.
Al paso de los años, el azúcar le fue ganando terreno a la miel, que ahora sólo la consumen los que saben de sus extraordinarias propiedades nutricionales y bactericidas y los de muy buen gusto gastronómico, que la saben apreciar como el endulzante más fino. En esto se incluye la exquisita miel de maguey, que desafortunadamente ya casi no se produce, siendo que es uno de los alimentos más completos con el añadido de ser la única totalmente incristalizable.
En la actualidad la miel se continúa utilizando --en cierta medida-- en la dulcería de nuestro país, que increíblemente conserva recetas de la época prehispánica, como las que ahora llamamos ``alegrías'', alimento ceremonial entre los aztecas y golosina de todos los tiempos, que además es muy nutritiva.
Este y muchos otros confites de tradición se siguen vendiendo en la encantadora Dulcería de Celaya, fundada en 1874, que sigue en su mismo local decimonónico en la avenida 5 de Mayo, con su preciosa yesería rococó, vidrios biselados y finas maderas talladas, que sirven de marco a las suculentas dulzuras de nombres sugerentes: bocado real, picones de piña, glorias, turrón de nuez, jamoncillo de pepita, arlequines, bocadillo de coco, aleluyas de pistache, tortitas de Puebla, camotes, avellaninas, frutitas de almendra, ates, palanquetas, y desde luego diversas clases de mieles y sus exquisitas frutas cristalizadas que inclusive atemperan la melancolía.