En Europa se discute hoy cómo combatir la desocupación, sobre todo juvenil, de qué manera combinar la necesaria adecuación de un mercado mundial con la política estatal indispensable para reducir las crecientes desigualdades sociales, evitar los estallidos populares y mantener la solidaridad; en suma, están a debate las vías propiamente económicas para preservar y ampliar los procesos civilizatorios experimentados por el viejo continente desde el fin de la Segunda Guerra Mundial.
Por lo anterior, en Francia se acaba de decidir la reducción de la semana de trabajo a 35 horas, manteniendo los niveles salariales anteriores; en Italia, país que atraviesa por una crisis política de horizonte incierto, se llegó a la misma conclusión. En Portugal, mientras tanto, un país tradicionalmente exportador de mano de obra, el gobierno acaba de conceder a todos los funcionarios públicos la semana de cuatro días, con una reducción salarial de 10 por ciento, pero manteniendo todas las prestaciones actuales (jubilación, vacaciones, sanidad) con el objetivo de crear 200 mil nuevos empleos. En Alemania la gran industria trabaja ya hace tres años un promedio inferior a 34 horas y en Austria la misma confederación empresarial propone la semana de 33.6 horas con salario íntegro. Estos datos conforman una tendencia a la reducción de la jornada laboral que acaso trascienda las fronteras de Europa occidental en la medida que puede ser una fórmula viable en otras latitudes para reducir el desempleo, en lo inmediato y, a mediano plazo, para elevar el nivel y la calidad de vida de los ciudadanos.
Sin embargo, con los mismos argumentos de hace 100 años (cuando los patrones decían que el paso de las 12 o de las 10 horas a las 8 horas significaría el hundimiento de la economía y una menor producción), los economistas oficiales de hoy -incluso en los aparatos sindicales burocratizados- adoptan la posición de algunas confederaciones patronales que, como la francesa o la italiana, no solamente se oponen a la reducción de la semana laboral, sino que exigen, además, aumentar la productividad manteniendo los mismos salarios insuficientes y eliminar la protección a los trabajadores en aras de la llamada ``flexibilidad laboral''.
Los aumentos de productividad han sido enormes, gracias a la combinación de las nuevas tecnologías y la utilización de la diferencia que existe entre los salarios y las condiciones sociales en los diversos países. Esa productividad se tradujo en una elevación sin precedentes de los márgenes de ganancia. Los beneficios de productividad, por lo tanto, podrían ser perfectamente compartidos con los trabajadores bajo la forma de mejores salarios (que crean más mercado interno y, por lo tanto, más puestos de trabajo) y menores horarios (para dar empleo a un mayor número de individuos).
El problema es político, no económico, como lo demuestra el hecho de que los grandes industriales alemanes o austriacos están implantando horarios más reducidos para tener mercados internos más atractivos y sólidos, mayor armonía social, un más sólido consenso e incluso mayor productividad. Lo cierto es que la discusión sobre este tema está ya en la agenda social planetaria. Cabe esperar que, en el marco de la globalización imperante, pueda extenderse, sin distorsiones ideológicas ni crispamientos mayores, a naciones como las nuestras, en las que la reconversión tecnológica, la apertura económica y el establecimiento de los más recientes lineamientos económicos no han generado sino resultados negativos, si no es que desastrosos, y no se han traducido, hasta ahora, en una sola buena noticia.