Desde los más remotos tiempos coinciden en nuestro país la enorme pobreza de las masas con las tragedias que ocurren cuando nuestras tierras se ven azotadas por la furia de los elementos naturales. Establecida la Colonia, se puso en marcha la primera política económica acunadora de la inopia del pueblo. Mientras el Virreinato por un lado propició el acaudalamiento de latifundistas, comerciantes, dueños de obrajerías y del clero, por el otro hundió a la mayoría de la población en la miseria que la convirtió en víctima propiciatoria de las no pocas catástrofes que asolaron el mundo novohispano. No cambiaron mucho las cosas en el casi un siglo que transcurrió entre el Primer Imperio y la Revolución de 1910. La era santannista fue tan explotadora como las ambiciones peninsulares en los 300 años de su dominio. La política económica tuvo objetivos muy precisos: estimular la abundancia entre las élites heredadas del pasado --las señaladas antes más mineros, prestamistas, etcétera--, marginando al resto de la población. José María Luis Mora advirtió las tremendas injusticias y demandó una educación popular y la equidad en los ingresos sociales, pero sus denuncias cayeron en el vacío. El triunfo reformista y su Constitución de 1857, no desahogaron las necesidades generales, a pesar de la lucidez, en la Asamblea Constitutiva, del Nigromante y del potosino Ponciano Arriaga. Los principios liberales no resultaron en prácticas encomiables. La destrucción de la mano muerta del clero aumentó la opulencia de los opulentos al agregarse las tierras eclesiásticas al patrimonio de los señores del campo, y la nacionalización aplicada sin discriminación alguna, arrebató bienes comunales de campesinos e indígenas, desatando una permanente rebelión rural y extensas simpatías por el Plan de Tuxtepec. Lerdo de Tejada e Iglesias nunca comprendieron el porqué importantes sectores rurales sumáronse a los llamados tuxtepecanos. Los oropeles que adornaban a Díaz por su guerra contra la invasión francesa, y el rechazo a la arbitraria confiscación de sus bienes, los inclinarían hacia los levantamientos de 1876 y 1877. Ni la economía liberal de Juárez ni la impositiva de Díaz aliviaron en algo a la población empobrecida que volvió a sufrir las violencias naturales que desolaron, en ese largo periodo, a las casas famélicas agrarias y citadinas.
El grandioso programa económico de la Revolución que intentó poner en marcha el presidente Cárdenas, fue y ha sido totalmente distorsionado por las administraciones de Obregón y Calles, y las que tomaron el poder público a partir de 1947. Primero los recursos nacionales y la propiedad de campesinos y obreros fueron sacrificados en aras de una capitalización interna que jamás maduró; y luego tal sacrificio se desplazaría desde las arcas de un empresariado local hasta la del capital extranjero que las ha encajonado dentro de una estrategia neoliberal que transforma el producto interno en beneficios extraños. ¿Cuáles son las derivaciones de esta política asumida por los gobiernos posrevolucionarios? El liberalismo tradicional y el neoliberalismo de nuestros días en nada difieren en lo que hace a un reparto consistente y generalizado de la ruina de los más y el hartazgo, dispendio e insolencia de una minoría que aplaude las medidas económicas que incrementan más y más sus provechos.
Aparte de las culpas que hoy pudieran pesar sobre quienes abandonaron a su suerte a los muertos, heridos y damnificados de nuestras costas del Pacífico, que aún imploran con angustia la ayuda oficial y ciudadana, existe una culpa histórica, porque desde el inicio de nuestra vida independiente olvidamos de un modo u otro la convocatoria de José María Morelos para fundar un Estado soberano y justo.