Pablo Gómez
Ciclón

Cualquiera podría imaginar lo que un presidente haría frente a un desastre como el ocurrido en las costas oaxaqueñas y guerrerenses. Podría, por ejemplo, pensar en un jefe de gobierno conversando y poniéndose de acuerdo con los representantes populares de los damnificados, en lugar de tratar de descalificarlos: ``me hubiera gustado verlo en los albergues'', le dijo Zedillo a un senador de Guerrero. Podría, por ejemplo, pensar en un mandatario al frente de un gabinete de emergencia para escuchar posibles formas de encarar la situación: ``las despensas se las clavan'', dijo Zedillo a quienes pedían comida. Podría, por ejemplo, pensar en un Presidente de la República convocando al pueblo a acudir en auxilio de la gente en desgracia: ``pasará algún tiempo para reconstruir lo perdido'', dijo Zedillo a los reporteros que lo acompañan.

El presidente Zedillo se pelea con todos aquellos que no reciben órdenes suyas, en lugar de tratar de conjuntar esfuerzos.

Por cierto, el último político en llegar a Acapulco fue precisamente el Presidente de la República, pues los otros --los de su partido y los opositores-- ya tenían ahí dos días. No obstante, a nadie le preguntó nada Zedillo, sino solamente se puso a dar órdenes y a hacer pronósticos. Mientras el jefe del gobierno regresaba al país, la Secretaría de Hacienda --que está peor que su jefe-- declaró que existían fondos presupuestales de la ``llamada partida secreta'' para hacer frente a la situación, lo cual es una mentira, pues el programa para hacer frente a catástrofes naturales no está en ese rubro del presupuesto, sino en otro, aunque ése resulta ser también secreto, pues nadie se entera nunca del uso que se le da a tal fondo.

El mensaje más importante de Zedillo es que no se culpe a nadie de las muertes causadas por el ciclón. Sin embargo, mientras no exista responsabilidad de las autoridades encargadas de los sistemas de protección civil, seguiremos sufriendo las mismas catástrofes, pues ningún funcionario está realmente consciente de sus deberes en esta materia. Según la versión oficial, los muertos son los responsables de su propia muerte, pues no quisieron abandonar sus casas.

En otros países, cuando se aproxima un huracán, se ordena la evacuación de las zonas de mayor riesgo, se toman toda clase de prevenciones y, además, la gente ya sabe lo que tiene que hacer. En México, los habitantes de las zonas más pobres, de los arroyos secos, de las colonias marginales, no le importan a los gobernantes. La pobreza se encara con ella misma a la hora de los desastres, pues ésta que no existe oficialmente más que cuando la naturaleza hace que el gobierno vuelva la cara hacia donde antes todo era fría estadística.

El secretario de Gobernación --responsable de la protección civil-- ni siquiera ha dado la cara; desde su despacho de Bucareli siguió hablando por teléfono todo el día, para preguntar, quizá, la cifra oficial de los muertos. Es increíble que, antes que el jefe de la Gobernación, el secretario de la Defensa haya tenido que ir a Acapulco a dirigir las operaciones de ayuda a los damnificados.

Un litro de agua a diez o quince pesos, no habla bien del supuesto control del gobierno sobre la situación. Si las despensas ``se las clavan'' será por la manera en que las autoridades enfrentan los problemas creados, aunque los gobernantes sigan culpando a la gente de las desgracias de ella misma.

El ciclón del Pacífico nos ha mostrado a un gobierno sin capacidad de reacción inmediata, a unas autoridades irresponsables, a un Presidente que vive en otro mundo aunque haya perdido el sueño por primera vez sin poder aprovechar el desvelo para idear formas nuevas de encarar las catástrofes mexicanas.