La identificación de los restos humanos hallados semanas atrás en un paraje de la carretera al Ajusco coloca a la sociedad mexicana ante certezas amargas: los seis muchachos detenidos por integrantes policiacos en la colonia Buenos Aires el 8 de septiembre fueron asesinados tras su captura; con ello, el país experimenta una regresión a los tiempos en que las atroces desapariciones de personas --eufemismo para referir el secuestro y la ejecución extrajudicial-- eran una práctica usual; alguna franja de la opinión pública, exacerbada por la inseguridad imperante y manipulada por autoridades y por medios de información, parece dispuesta a respaldar el homicidio como método de lucha contra la delincuencia.
Los asesinatos son de suyo repudiables, independientemente de quiénes sean las víctimas y quiénes los verdugos. Pero en las muertes referidas existe el agravante de que fueron perpetradas, según todos los elementos de juicio disponibles, por elementos de corporaciones policiales que procedieron a capturar a los jóvenes no con la intención de salvaguardar la paz pública ni de impedir algún delito cometido en flagrancia, sino con la intención de matar a los detenidos. Sólo así puede explicarse que en la Secretaría de Seguridad Pública no exista ningún reporte oficial sobre los arrestos y que éstos no hayan sido notificados a la autoridad judicial correspondiente. Más aún, el modo de operar de los homicidas hace pensar que se trató de una acción con propósitos de escarmiento.
Casi tan grave como los homicidios, casi tan grave como la evidencia de que en algún nivel de los mandos policiales hubo -o sigue habiendo- el designio de matar a ciudadanos, es el empeño por inducir a sectores de la población a justificar estas atrocidades y a generar, así, respaldo social a la interrupción de facto del estado de derecho y a eso que se denomina mano dura, y que no es otra cosa que la violación sistemática de las garantías ciudadanas por parte de la policía.
Fuera de este saldo indignante de vidas interrumpidas, de la resurrección de distorsiones bárbaras y delictivas en el ejercicio de la capacidad de coerción de los aparatos policiales y de un peligrosísimo y creciente trastocamiento de los valores y principios cívicos y éticos que permiten la convivencia civilizada, las secuelas de la balacera del 8 de septiembre dan pie, en el ánimo de la sociedad, a justificadas dudas e incertidumbres: en relación con ese suceso fueron asesinadas ocho personas, dos de ellas --un policía y un particular-- baleadas en la propia colonia Buenos Aires, y otras seis, que fueron conducidas vivas fuera de ese rumbo, aparecieron posteriormente ejecutadas en otras zonas de la urbe. Es a todas luces inverosímil e insostenible que esa matanza haya sido producto de un mero ``abuso de autoridad'' circunstancial.
En esta perspectiva, sigue sin aclararse la participación precisa de cada uno de los 24 policías detenidos en relación con los asesinatos; se desconoce aún lo ocurrido al interior de los cuarteles de la SSP entre el momento de las detenciones y el de los hallazgos de los tres cadáveres que fueron abandonados en una mina de arena en Tláhuac, así como la forma en que los cuerpos de las otras víctimas fueron abandonados en la carretera al Ajusco; se ignora, asimismo, los niveles jerárquicos en los que fue tomada la decisión de ejecutar a los muchachos de la Buenos Aires. También se desconocen los motivos de tal determinación y el marco de intereses, económicos o po- líticos, en el que fue asumida. Estas y otras dudas deben ser despejadas por las autoridades en forma plena y perentoria.
Es significativo y preocupante, por otro lado, que los homicidios mencionados coincidan en tiempo y espacio con unos operativos policiales de legalidad incierta, espectacu- laridad evidente y eficacia prácticamente nula. La población capitalina, que vive en la zozobra cotidiana por la criminalidad que la acosa, ha encontrado ahora, en los aparatosos --y, con frecuencia, violatorios de las garantías individuales-- despliegues de fuerza pública y en los ajusticiamientos comentados, factores de terror adicionales.
Finalmente, la sociedad y los partidos no deben permitir que las desapariciones efectuadas en la colonia Buenos Aires el mes pasado --y que obligan a recordar las prácticas de los escuadrones de la muerte o de la Brigada Blanca de bárbara memoria-- sienten precedente o ganen simpatías tácitas o expresas.
Por sentido de sobrevivencia y de moral pública la nación debe rechazar de manera resuelta los intentos por colocarla en una falsa disyuntiva entre resignarse a ser victimada por la delincuencia común o admitir la violación regular de los derechos humanos por parte de las instituciones policiales.