Tratemos de entender todo este asunto de las 35 horas semanales. O sea, la actual propuesta francesa que, como es obvio, intentará convertirse en realidad europea. No hay, evidentemente, mucho espacio para la ambigüedad. De pronto estamos frente a una idea de dimensiones transgeneracionales; no es fácil desatenderse de algo que nos incumbirá en las próximas décadas. Y tampoco hay espacio neutral en el enfrentamiento entre aquéllos que suponen el mercado como un cerebro natural e infalible y los que consideran la inteligencia y la concertación cerebros de no menor dignidad.
Por lo pronto, en el ambiente europeo ha vuelto la ebullición. La Thatcher ha desaparecido del escenario y Kohl parecería estar a punto de seguir el mismo camino. Inglaterra, Francia e Italia (ahora debilitada por la estrechez de visión de una autodenominada ``Refundación Comunista'') se están convirtiendo en el frente europeo que a final de siglo puede encarnar la voluntad colectiva a experimentar caminos de mejor convivencia. Lo que supone un obstáculo central: el desempleo. Que, pintado en cada muro, debería recordar a los europeos, en cada momento, el desastroso efecto de descomposición social que significa tolerar la miseria y la desesperación en el propio cuerpo colectivo. Sobre todo cuando irritación y desesperanza vienen del universo juvenil.
Hoy el socialismo francés refrenda su posición continental con el valor de hacer de las 35 horas un programa de gobierno. Lo cual supone por lo menos dos agregados: castigo fiscal a las horas extraordinarias y subsidios públicos a la creación de empleo.
Dentro de cinco semanas se realizará la cumbre de jefes de Estado y de gobierno europeos en Luxemburgo para discutir de los problemas del empleo. Con su decisión de aprobar una ley que establece la jornada máxima de trabajo en 35 horas para el 2000, los socialistas franceses cargan hoy con la responsabilidad y el peso de apostar a la viabilidad de una propuesta destinada a cambiar el rostro de Europa.
Se trataba de tener una bandera que reagrupara fragmentos esparcidos de voluntad solidaria y las 35 horas no son mala bandera. Lo que están haciendo los socialistas franceses es digno de admiración: un combate al desempleo pensado a partir de más y no menos solidaridad. Así que, al mismo tiempo, el gobierno pedirá a las organizaciones sociales moderar sus demandas salariales para crear más espacios financieros para la contratación de jóvenes. Hay obviamente un acto de confianza de parte del socialismo francés de que Europa podrá ofrecer una ventaja competitiva en sus mercados a los productos provenientes de mundo en desarrollo, sin pagar costos desastrosos. Y un similar acto de confianza en la capacidad europea para enfrentar la fortalecida competencia de Estados Unidos y del Oriente asiático. Pero hay algo más: hacer de Europa un modelo democrático de eficiencia y solidaridad. Esto, obviamente, pretenden los nuevo líderes de la izquierda europea.
Y mientras avanza una cautelosa experimentación, he ahí que reaparece la izquierda pura, la del pasado, como un obstáculo que nadie había previsto. Y que, sin haber entendido las razones de su derrota, pretende hoy bloquear el camino que una izquierda renovada intenta construir. sólo queda esperar que Jospin, Blair y D'Alema no sean saboteados por los derrotados que aún no se enteran de serlo. Es odioso decirlo, pero es tristemente cierto que la dignidad de ayer no es garantía para la inteligencia de hoy. Como demuestra el comportamiento de los comunistas italianos de Refundación que acaban de hundir el primer gobierno de centro izquierda en medio siglo de historia republicana italiana.