La Jornada Semanal, 12 de octubre de 1997
Ex director de Rock 101, conductor de programas en Radioactivo 98.5, cronista en las páginas culturales de La Jornada, autor del libro La cantante descalza, Jordi Soler fue nuestro inmejorable enviado a la nueva gira de los archidecanos del rock, sus satánicas majestades, los Rolling Stones. Acompañamos su reportaje con fotos inéditas de Fernando Aceves.
Ya en O'Hare, el aeropuerto de Chicago, el blues se manifiesta por todos lados. Extranjeros y nativos llegamos a la línea de migración cabeceando un hit mental de Buddy Guy. En lo que alcanzaba la ventanilla del interrogatorio, cambié el hit mental colectivo por unos audífonos personales conectados al From the Cradle, de Eric Clapton, ese guitarrista blanco que debió ser negro. Esta reflexión me hizo pensar. El interrogador puso un sello en mi pasaporte y expresó un ``welcome to Chicago'' de lo más mecánico. Subí con mis colegas a una camioneta blanca que nos condujo por uno de los innumerables freeways al centro de la ciudad. Poniendo los pies en la calle, frente a la puerta del hotel, comprobé una vez más que el concepto de frío varía según la latitud. Terry, mi amigo de Chicago que vive en México, me había dicho que él todavía en octubre anda en mangas de camisa tomando el fresco frente al lago Michigan, y aunque sus paisanos efectivamente andaban vestidos de verano, yo sentía que el rango de temperatura se parecía al de un día de campo invernal en las faldas del Nevado de Toluca.
Chicago tiene las evidencias de la gran ciudad: librerías de viejo, tiendas de discos clandestinas, cineteca amplia, un bar en cada cuadra, solitarios y solitarias leyendo en un café, y sobre todo, el máximo síntoma de la ciudad civilizada contemporánea: sus habitantes fuman.
Esa noche, veinticuatro horas antes del encuentro con los Stones, fui a encontrarme con Chicago y con el blues al Kingston Mines, en Halsted street, que es uno de los sitios favoritos de Keith Richards. Dos escenarios de blues de la mejor altura, amplio, buen sonido, pero en las mesas demasiados blancos; así que le pregunté a la mesera, que era blanca, por un lugar de blues donde hubiera puros negros, ``como yo'', dije sintiéndome súbitamente negro. ``Aquí enfrente'', respondió, ``en el B.L.U.E.S.'' Pagué la cuenta y fui a mojarme un poco en los privilegios de mi nueva raza.
``Soy negro'', dije, estrenando mi negritud, al negro que cuidaba la puerta de aquel antro de cuatro metros de ancho por veinticinco de largo, barra oscura con todas las bebidas del planeta, incluidas dieciséis cervezas de barril distintas, audiencia negra en general y golpe brutal de blues nomás entrando, procedente del escenario de un metro cuadrado, donde se apeñuscaban batería, bajo y dos guitarras, que respondían al nombre de Magic Slim&the Teardrops. Media canción más tarde, acomodado en un banco de tres patas, con el primer shot de Jack Daniel's frente a mí, entendí que esa banda era lo mejor que había visto en mi vida pasada de blanco y en mi vida reciente de negro. Tres canciones después le pregunté a ese blanco que había en mí: ``¿Y después de esto vamos a ver a los Rolling Stones?''; el blanco respondió con una aparente obviedad, que en el fondo era una línea sabia: ``Sí, porque son los Rolling Stones.''
Los Teardrops tocaron dos horas de blues con intermedio. Al final, en la mejor tradición del club de barrio, Magic Slim se despidió de mano de cada uno de los asistentes.
``Debe haber un error'', dijo la mujer de la recepción del hotel, ``¿qué no era usted blanco cuando se registró?''
``No hay error, mi reina, ¿sigue abierto el bar?'' Pedí lo más cercano al Chocomilk, que era una Guiness Draft, para irme a la cama con la sensación de que había cenado. La bebí lentamente mientras miraba en el televisor, que colgaba del techo, a Mr. Major, famoso locutor de radio, transmitiendo en calzones, montado sobre un toro respondón, adentro del departamento de vajillas de Bloomingdale's.
Para el inicio de la gira anterior, los Rolling Stones habían escogido Washington, la ciudad de la CIA, el FBI, la Casa Blanca y algunas otras instituciones del miedo; ahora eligieron Chicago, donde la institución que manda es el blues, su materia primigenia. Hace más de treinta años, Brian Jones, el primer líder de la banda, irrumpió en una de las cabinas de la BBC de Londres para leer un manifiesto donde sostenía que los Rolling Stones eran una banda de blues y que nunca tocarían otra cosa que no fuera blues. No sabía que Mick y Keith, sus dos colegas, ya estaban componiendo cosas en rithm&blues, ni que, para acabarla de joder, terminaría su vida de blusero blanco, meses después, ahogado en su propia alberca. De manera que, para decirlo en términos extremosos y sin embargo clarísimos: los Rolling Stones en Chicago, son como Jesucristo repartiendo hostias en Belén.
Al día siguiente fuimos a recoger nuestras acreditaciones el hotel Whitehall, recinto favorito de la banda, que ahora, por razones de logística, se hospedaba en el Ritz. Mientras mis compañeros arreglaban el papeleo en el segundo piso, yo me senté frente a la barra y, plegándome a esa frase sabia que dice ``un clavo saca otro clavo'', ordené un Jack Daniel's para sacarme los estragos del Jack Daniel's de la noche anterior.
``¿Qué no eras blanco en México?'', preguntaron mis colegas, asombrados con mi nuevo aspecto.
``Debe ser el blues'', les respondí.
Pasé la mañana frente al Lago Michigan junto a un vagabundo que tiraba migajas a los patos. Frente a la mole de edificios de la otra orilla leí un ejemplar recién comprado, en edición de bolsillo, de The Fall of America, de Allen Ginsberg. Cerca de la hora de la comida abandoné la banca y le arrojé el libro a los patos. ``Ya está bien de migajas'', les dije con mi voz estruendosa de negro.
Comimos en un restaurante italiano de nombre Topo Gigio. Los meseros, la hostess y el gerente ignoraban que el muñequito había sido mundialmente famoso y que los entonces niños que mirábamos sus devaneos en la tele, le debemos buena parte de nuestras perversiones de adultos. Espagueti, vino y digestivos antes de subirnos a la camioneta blanca con dirección al Soldier Field, casa de los Osos de Chicago, que para esas alturas ya era la casa de los Rolling Stones. Tuvimos que empezar a caminar tres kilómetros antes de la puerta, a través del parque boscoso que divide Michigan Ave. de Lakeshore Drive. El abrigo de los vinos y los digestivos italianos eran absolutamente insuficientes. Un kilómetro adelante, nuestro modesto contingente de unos cuantos era un ejército que iba aumentando conforme nos acercábamos. La policía montada protegía el parque del público Stone que venía coreando a volumen mundial los coros de ``Simpathy for the Devil''.
Yo, negro, también coreaba esa canción emblemática de los blancos. Nuestro abrigo de alcohol era cada vez más insuficiente, contrastaba con el de otros, sin camisa y con bastante cobijo en las neuronas, que acariciaban un caballo en colectivo; uno de ellos, el mejor abrigado de todos, confundía los corvejones del animal con las botas del policía montado.
El guardián de la entrada del estadio reparó al ver la fotografía de mi acreditación. ``Antes era blanco'', le dije para tranquilizarlo. Compré un litro de abrigo para soportar el viento helado que rasuraba la cancha del Soldier Field y me dispuse a reencontrarme con la banda de rock más grande del mundo.
La propuesta era un poco extraña: presentar su álbum Bridges to Babylon, que existiría siete días después. Nadie conocíamos las canciones nuevas, ``ni tampoco los Stones'', comentó algún malicioso. La primera rola, ``Satisfaction'', precedida de la ya tradicional entrada de tambores africanos y del no menos clásico cohetón explosivo, marcó el tono del concierto. Este comienzo anunciaba que veríamos un desfile de grandes hits, enmarcados por el nuevo diseño escenográfico que es muy parecido al del Voodoo Lounge. Pantalla enorme, ahora redonda y con definición plus (tan plus que alcanza a revelar los resanones de maquillaje sobre las patas de gallo); escenario ancho con dos columnas delimitando el espacio y dos rampas para que Su Satánica se eche a correr. ``Good night, Chicago!'', y una hilera de hits, que acabaron con el viento helado: ``Bitch'' (con video de dibujitos a la Miró), ``Ruby Tuesday'', ``Jumpin'Jack Flash'', ``Miss You'' (con una colección en video de los tres personajes que más extrañan: Lennon, Zappa y Jerry García). A la mitad, monos inflables, ahora en dorado, se despliegan a los lados del escenario para darle un poco de sustancia a las únicas tres canciones nuevas que tocaron, a lo largo de un lapso estratégico de quince minutos que muchos aprovechamos para reabastecernos de cerveza. Los coros de negros estupendos, sección de metales buenísima, el bajo de Darryl Jones que es de Chicago y los cuatro Stones de siempre. Watts con un punch sorprendente (o quizá mejor microfoneado), Wood salvaje, Richards con el pelo blanco (no pudimos averiguar si se lo dejó de pintar o si es que las canas le brotaron súbitamente) y Jagger que, al parecer, no envejecerá jamás. Una parte del show, más íntima, la hacen en medio del estadio, en un escenario alternativo que recuerda al que usaba U2 en el Zoo-TV. En la recta final siguen los hits, capitaneados por ``Under my Thumb'', que fue la canción que escogió Chicago vía Internet, y la acostumbrada cima de la participación masiva que es ``Simpathy for the Devil'', que yo, que todavía era negro, volví a oír en carne de gallina total. Final de cohetones y papelitos, los Rolling Stones on the road again, vigorosos, siniestros y encantadores.
Salimos del Soldier Field metidos en el mismo contingente de escandalosos. La cerveza consumida durante el lapso de quince minutos estratégicos había logrado quitarme el frío y hasta me dio ánimo para integrarme a un grupo de abrigados que acariciaba un caballo. Recordé la obviedad aparente que dijo aquel blancoÊen el bar de Magic Slim: ``Los Rolling Stones son los Rolling Stones.''
``Qué no era usted negro en la mañana'', preguntó otra vez asombrada la mujer del hotel.
``De ninguna manera, mi reina, ¿sigue abierto el bar?'', dije, extrañando a ese negro que fui.