La Jornada Semanal, 12 de octubre de 1997
Georges Perec (París, 1938-1982) logró en La letra e el prodigio de escribir una novela sin el uso de la letra más común en francés (en español el libro se llama La letra a). Participó con Calvino y Queneau en el grupo Oulipo (Taller de Literatura Potencial) y en su última obra se impuso el ``obstáculo creativo'' de igualar a Stendhal, quien escribió La cartuja de Parma en 53 días. Por desgracia, el autor de Un hombre que duerme murió antes de concluir la novela que debía llevar el título de 53 días.
Durante la última semana de agosto de 1939, mientras los rumores de guerra invadían París, un joven profesor de letras, Vincent Degrael, fue invitado a pasar algunos días en una propiedad de los alrededores del Havre, que pertenecía a los parientes de uno de sus colegas, Dennis Borrade. La víspera de su partida, mientras explorabaÊla biblioteca de sus huéspedes en busca de uno de esos libros que desde siempre uno se promete leer, pero que en general sólo tiene tiempo de hojear con negligencia junto a la chimenea antes de ser el cuarto jugador en el bridge, Degrael cayó en un escueto volumen titulado El viaje de invierno cuyo autor, Hugo Vernier, le era absolutamente desconocido, pero las primeras páginas le causaron una impresión tan fuerte que apenas se tomó el tiempo de disculparse con su amigo y sus parientes antes de subir a leerlo en su recámara.
El viaje de invierno era una suerte de relato escrito en primera persona y situado en una comarca semi-imaginaria donde los cielos pesados, las flores sombrías, las colinas lánguidas y los canales surcados de esclusas verdes evocaban con una insistencia insidiosa los paisajes de Flandes o Ardenas. El libro estaba dividido en dos partes. La primera, más corta, relataba en términos sibilinos un viaje de aspecto iniciático en el que cada etapa parecía haber sido marcada por una derrota. Al término de éste, el héroe anónimo, un hombre del que todo dejaba suponer que era joven, llegaba al borde de un lago ahogado en una niebla espesa; lo esperaba un barquero que lo conduciría a un islote empinado, en medio del cual se elevaba una construcción alta y sombría; apenas el joven había puesto un pie sobre el estrecho pontón que constituía el único acceso a la isla, cuando aparecía una extraña pareja. Un anciano y una anciana, envueltos completamente en capas largas y negras, parecían surgir de la neblina y venían a colocarse de cada lado de él, tomándolo por los codos y apretándose lo más posible contra sus flancos: casi soldados los unos a los otros, escalaban un sendero derruido, penetraban en la morada, trepaban una escalera de madera y accedían a un cuarto. Ahí, tan inexplicablemente como habían aparecido, los viejos desaparecían dejando al joven solo, en medio de la habitación. La pieza estaba sumariamente amueblada: una cama cubierta de una colcha de flores, una mesa, una silla. El fuego ardía en la chimenea. Sobre la mesa alguien había preparado un almuerzo: sopa de habas y espaldilla. Por la alta ventana del cuarto, el joven miraba la luna llena surgir de entre las nubes; después se sentaba en la mesa y empezaba a comer. En esa cena solitaria se terminaba la primera parte.
La segunda sección constituía, por sí sola, cerca de las cuatro quintas partes del libro y el largo capítulo que la precedía resultaba no ser sino el pretexto anecdótico. Era una extensa confesión de un lirismo exacerbado, entremezclada de poemas, de máximas enigmáticas, de encantamientos blasfemos. Apenas hubo comenzado a leerla, Vincent Degrael sintió un malestar que no supo definir con precisión y que no hizo sino acentuarse conforme volteaba las páginas con la mano más y más temblorosa: era como si las frases que tenía ante los ojos, de pronto tan familiares, empezaran a recordarle irresistiblemente algo, como si la lectura de cada una viniera a imponerse, o mejor dicho a sobreponerse, al recuerdo a la vez preciso y borroso de una frase casi idéntica que él ya hubiese leído en otra parte: como si esas palabras, más tiernas que las caricias o más pérfidas que el veneno, esas palabras a veces límpidas y otras veces herméticas, obscenas o acogedoras, deslumbrantes, laberínticas, oscilando sin cesar, como la aguja alocada de una brújula, entre una violencia alucinada y una serenidad fabulosa, bosquejaran una confusa disposición en la que uno creyera reencontrar una mezcolanza de Germain Nouveau y Tristán Corbire, Villiers y Banville, Rimbaud y Verhaeren, Charles Cros y Léon Bloy.
Vincent Degrael, cuyo campo de preocupaciones cubría precisamente esos autores -preparaba desde hacia algunos años una tesis sobre ``la evolución de la poesía francesa de los parnasianos a los simbolistas''- creyó primero que de verdad ya había leído ese libro por casualidad, en una de sus investigaciones; después, de manera más verosímil, que era víctima de un déj vu; o que, como cuando el simple sabor de una taza de té nos regresa de golpe treinta años antes, había bastado con casi nada, un sonido, un olor, un gesto -quizás ese instante de duda que lo había marcado antes de sacar el libro de la repisa, donde estaba ordenado entre Verhaeren y Viéle-Griffin, o tal vez el momento ávido en que había recorrido las páginas- para que el recuerdo falaz de una lectura anterior viniera a perturbar como una sobreimpresión la lectura que estaba haciendo, hasta volverla imposible. Pero de pronto la duda dejó de ser soportable y Degrael tuvo que entregarse a la evidencia: tal vez su memoria le estaba haciendo una jugarreta, tal vez sólo era casual que Vernier pareciera tomar de Catulle Mends su ``solo chacal encantador de los sepulcros de piedras'', tal vez uno pudiera tomar en cuenta los hallazgos fortuitos, las influencias expuestas, los homenajes voluntarios, las copias inconscientes, la intención de pastiche, el gusto por las citas, las felices coincidencias, quizás uno pudiera considerar que expresiones como ``el vuelo del tiempo'', ``la neblina del invierno'', ``oscuro horizonte'', ``grutas profundas'', ``fuentes vaporosas'', ``luces inciertas de salvajes sotos'' pertenecían legítimamente a todos los poetas y que por lo tanto era tan normal encontrarlos en un párrafo de Hugo Vernier como en las estancias de Jean Moréas, pero resultaba totalmente imposible no reconocer, palabra por palabra, o casi, en el simple azar de la lectura, un fragmento de Rimbaud aquí (``Yo veía francamente una mezquita en lugar de una fábrica, una escuela de tambores hecha por ángeles''), o de Mallarmé (``El invierno lúcido, estación de arte sereno''), y uno de Lautréamont allá (``Miraba en un espejo esta boca magullada por mi propia voluntad''), de Gustave Khan (``Deja expresar la canción... mi corazón llora/ un bistre rampe alrededor de las claridades. Solemne/ el silencio subió lentamente, asusta/ los ruidos familiares del vago personal''), o de Verlaine, apenas modificado (``En el interminable tedio de la planicie la nieve resplandecía como arena. El cielo era color cobre. El tren se deslizaba sin un murmullo...''), etcétera.
Eran las cuatro de la mañana cuando Degrael terminó la lectura de El viaje de invierno. Había identificado en él una treintena de préstamos. Seguramente había otros. El libro de Hugo Vernier parecía no ser más que una prodigiosa compilación de los poetas de fin del siglo XIX, un centón desmesurado, un mosaico en el que cada pieza era la obra de otro. Pero en el momento preciso en que trató de imaginar a este autor desconocido que había querido extraer de los libros ajenos la propia materia de su texto, cuando trataba de representarse hasta el final este proyecto insensato y admirable, Degrael sintió nacer en él una sospecha desquiciante: recordó que, al tomar el libro de su repisa, había anotado mecánicamente la fecha, movido por ese reflejo de joven investigador que nunca consulta una obra sin tomar los datos bibliográficos. Tal vez se había equivocado, pero había creído leer: 1864. Lo verificó con el corazón palpitante. Había leído bien: ¡eso quería decir que Vernier había ``citado'' un verso de Mallarmé con dos años de anticipación, plagiado a Verlaine diez años antes de sus ``Arietas olvidadas'', escrito a la Gustav Khan casi un cuarto de siglo antes que él! ¡Eso quería decir que Lautréamont, Germain Nouveau, Rimbaud, Corbire y varios otros no eran sino los copistas de un poeta genial y desconocido que en una sola obra había sabido reunir la sustancia misma de la que se nutrirían después de él tres o cuatro generaciones de autores!
A menos, claro, que la fecha de impresión que aparecía en el libro fuera falsa. Pero Degrael se rehusaba a contemplar esa hipótesis: su descubrimiento era demasiado hermoso, demasiado evidente, demasiado necesario como para no ser cierto, y desde entonces imaginaba las consecuencias vertiginosas que provocaría: el escándalo prodigioso que iba a constituir la revelación pública de esta ``antología premonitoria'', la amplitud de sus consecuencias, el enorme replanteamiento de todo lo que los críticos e historiadores de la literatura habían profesado imperturbablemente durante años y años. Tanta era su impaciencia que, renunciando definitivamente al sueño, se precipitó a la biblioteca para intentar saber un poco más sobre ese Vernier y su obra.
No encontró nada. Los escasos diccionarios y repertorios presentes en la biblioteca de Borrade ignoraban la existencia de Hugo Vernier. Ni los parientes Borrade ni Dennis pudieron proporcionarle más datos: habían comprado el libro en una subasta, hacía diez años, en Honfleur; lo habían recorrido sin prestarle demasiada atención.
Todo el día, con la ayuda de Dennis, Degrael procedió a un examen sistemático de la obra, buscando los fragmentos diseminados en decenas de antologías y compilaciones: encontraron alrededor de trescientos cincuenta, repartidos en cerca de treinta autores: tanto los más célebres como los más oscuros poetas de fines del siglo, y a veces algunos prosistas (Léon Bloy, Ernest Hello) parecían haber hecho de El viaje de invierno su Biblia y extraído de él lo mejor de ellos mismos: Banville, Huysmans, Charles Cros y Léon Valade se codeaban con Mallarmé, Verlaine y otros que ahora han caído en el olvido y que se llamaban Charles de Pomairols, Hippolyte Vaillant, Maurice Rollinat (el ahijado de Georges Sand), Laprade, Albert Mérat, Charles Morice o Antony Valabrgue.
Degrael anotó cuidadosamente en una libreta la lista de los autores y la referencia de sus préstamos y regresó a París, decidido a continuar su investigación desde el día siguiente en la Biblioteca Nacional, pero los acontecimientos no se lo permitieron. En París lo esperaba su hoja de route. Trasladado a Compigne se encontró, sin haber tenido el tiempo de comprender por qué, en Saint-Jean-de-Luz, se marchó a España y de ahí a Inglaterra y no regresó a Francia sino en 1945. Durante toda la guerra había llevado su libreta con él y milagrosamente había logrado no perderla. Como puede suponerse, sus investigaciones no avanzaron mucho. Sin embargo, hubo un descubrimiento capital para él: en el British Museum había podido consultar el Catálogo general de la librería francesa y La bibliografía de Francia y confirmar así su formidable hipótesis: El viaje de invierno de Vernier (Hugo), se había editado efectivamente en 1864, en Valenciennes, en Hervé Frres, Impresores y Libreros. Sometido al depósito legal, como todas las obras publicadas en Francia, se había catalogado en la Biblioteca Nacional, donde se le atribuyó la clasificación CZ87912.
Nombrado profesor en Beauvis, Vincent Degrael consagró desde entonces todo su tiempo libre a El viaje de invierno.
Búsquedas profundas en los diarios íntimos y las correspondencias de la mayoría de los poetas de finales del siglo XIX lo convencieron rápidamente de que Hugo Vernier, en su tiempo, había conocido la celebridad que merecía: notas como ``recibí hoy carta de Hugo'', o ``Escribí una larga carta a Hugo'', ``Leí a V.H. toda la noche'', o más aún el famoso ``Hugo, sólo Hugo'', de Valentin Havercamp, no se referían en lo más mínimo a ``Víctor'' Hugo, sino a ese maldito cuya breve obra había incendiado por lo visto a todos los que la tuvieron entre las manos. Contradicciones explosivas que la crítica y la historia literaria no habían podido explicar jamás, encontraban así su única solución lógica, y resultó evidente que había sido pensando en Hugo Vernier, y en todo lo que le debían a El viaje de invierno, que Rimbaud había escrito ``Yo es otro'' y Lautrémont ``La poesía debe estar hecha por todos y no por uno.''
Pero entre más comprendía el lugar preponderante que Hugo Vernier debía ocupar en la historia literaria de Francia a fines del siglo pasado, menos era capaz de proporcionar pruebas tangibles: porque nunca pudo volver a tocar un ejemplar de El viaje de invierno. El que había consultado fue destruido -al igual que la casa- durante los bombardeos del Havre; el ejemplar de la Biblioteca Nacional no estaba en su lugar cuando lo pidió, y sólo después de largos trámites pudo saber que ese libro había sido enviado, en 1926, a un encuadernador que jamás lo había recibido. Todas las búsquedas que hizo emprender a decenas y centenas de bibliotecarios, de archivistas y de libreros resultaron inútiles, y pronto Degrael se convenció de que los quinientos ejemplares de la edición habían sido voluntariamente destruidos por los mismos que tan directamente se habían inspirado de él.
Sobre la vida de Hugo Vernier, Vincent Degrael no supo nada o casi nada. Una breve e inesperada nota que encontró en la oscura Biografía de los hombres notables del norte de Francia y de Bélgica (Verviers, 1882), le informó que había nacido en Vimy (Pas-de-Calais) el 3 de septiembre de 1836. Pero las actas de la municipalidad de Vimy se habían quemado en 1916, al igual que las copias conservadas en la prefectura de Arras. Al parecer no se levantó ningún acta de defunción. Durante casi treinta años, Vincent Degrael trató en vano de reunir pruebas de la existencia de ese poeta y de su obra. Cuando murió, en el hospital psiquiátrico de Verrires, algunos de sus antiguos alumnos emprendieron la clasificación del inmenso montón de manuscritos que dejó: entre ellos figuraba un espeso registro encuadernado en tela negra, en cuya etiqueta aparecía cuidadosamente caligrafiado El viaje de invierno: las ocho primeras páginas relataban la historia de esa vana investigación; las otras trescientas noventa y dos estaban en blanco.
No dispongo de ningún argumento musicológico, histórico, estético, sociológico, o simplemente teórico, para definir con pertinencia la distinción que existe tal vez entre el free jazz y la nueva cosa, suponiendo que aún no exista un tercer término para esta o estas nuevas escuelas; en consecuencia, llamaré aquí free jazz a lo que otros, en otra parte, llaman o podrían llamar new thing, reuniendo bajo este único vocablo al conjunto de tentativas recientes realizadas en el campo de la libre improvisación, y puesto que el término ``libre improvisación'' no tiene nada de evidente, propongo una definición operativa del free jazz: música de jazz que escapa o intenta escapar a dos de las determinaciones más tradicionales del género: la coacción rítmica, más conocida bajo el nombre de ``tempo'', y la coacción armónica, célebre bajo el nombre de ``trama''; dejo de lado la coacción melódica, que plantea problemas que no estoy en condiciones de formular correctamente, ni de resolver a fortiori.
Habiendo sido brindadas las precisiones terminológica y definicional, una tercera se impone: ésta concierne al saber subyacente a las reflexiones que emito. Me propongo hablar del free jazz, y es justo decir lo que conozco de él; mi respuesta será breve: no conozco casi nada. El corpus sobre el cual me apoyo comporta una treintena de discos (Coleman, Ayler, Shepp, Rollins, Taylor, Tusques, Kirk, Dolphy, Cherry, etcétera). Acerca de los cuales conviene precisar que:
a) al menos una decena no corresponden sino abusivamente a la designación free jazz (por ejemplo Tomorrow is the question de Coltrane/Cherry, por no decir nada del muy hermoso The Avant-Garde de Coltrane/Cherry;
b) al menos otra decena de los que deberían formar parte del patrimonio de todo amateur digno de ese nombre, me faltan cruelmente: jamás oí New York Contemporary Five; apenas escuché a un Charlie Lloyd; no sé nada o casi nada de lo que se produjo recientemente;
c) una buena cantidad, la tercera parte quizá, de los discos restantes, pertenecen sin duda al free jazz, pero no sostienen sino mediocremente, cuando no las desmienten por completo, las ``ideas'' que tengo sobre el free jazz.
Agreguemos que yo no voy a los festivales, apenas a los conciertos y demasiado poco a menudo a los Jazzland, Chat qui Pche y otras tierras prometidas de lo que se llama en París el ``jazz moderno''. Y, para terminar de desalentar al lector, precisemos que no leí nada sobre el free: ni declaraciones de músicos, ni estudios de críticos, salvo el artículo de Eric Plaisance, que no me fue de gran ayuda en la medida en que se detiene precisamente en el punto del que yo quisiera partir: una vez admitido que la ideología no basta para dar cuenta del free jazz, una vez admitidas la especificidad y la autonomía relativa del nivel estético, quedan por encarar el lugar del free jazz dentro de la música de jazz y el interés del jazz en tanto sistema: estas son precisamente las cuestiones que me planteé.
La delgadez de mi ``cultura'' en materia de jazz no significa, sin embargo, que me considere con relación al jazz un puro consumidor, ni aun un amateur experimentado. El free jazz llegó a tiempo para despertar un interés por el jazz que 10 años (digamos seis o siete para ser más justo) de sopa (Modern Jazz Quartet, Jazz Messengers, West Coast, pasteurización de Miles Davis, ocaso algo repetitivo de Monk) habían casi irremediablemente abolido. Sin duda porque el free jazz se inscribe dentro de una problemática general de la estética contemporánea que interesa también a la literatura: por paradójico que esto pueda parecer, el free jazz se hace preguntas que yo, ``novelista'', me hago; mejor todavía: el free jazz constituye tal vez una respuesta que la escritura aún busca: de este hallazgo, por otra parte no del todo fortuito, nacieron estas reflexiones, que tienen por único objetivo aclarar a la luz del free jazz cuestiones que pertenecen más a los problemas de la escritura.
Coacción y libertad
Coacción y libertad definen los dos ejes de todo sistema estético. Esta figura espacial (abscisa, ordenada) muestra suficientemente que coacción y libertad son funciones indisociables de la obra: la coacción no es lo que prohibe la libertad, la libertad no es lo que no es coacción; al contrario, la coacción es lo que permite la libertad, la libertad es lo que surge de la coacción. Ciertos sistemas pueden aparecer como más volcados hacia el lado de la coacción (por ejemplo, el soneto, la novela epistolar, la fuga, la estatua ecuestre) que otros más volcados hacia el lado de la libertad (por ejemplo: ``la obra'', sea ésta relato, poema, tela, opus, número de catálogo, etcétera), pero esta distinción es artificial: cualquier fragmento de literatura pasa por un conjunto de coacciones lexicológicas, sintácticas, retóricas o cripto-retóricas; cualquier pieza musical para por un sistema tonal que recorta la escala de sonidos y hace regir las combinaciones a partir de ésta. No hay sistema más o menos libre o más o menos coaccionado, porque coacción y libertad constituyen precisamente el sistema; se puede, al contrario, medir el grado de acabamiento (o de perfección, si se prefiere) de un sistema por la fuerza de la relación coacción-libertad, o, en otros términos, por el grado de subversión que ese sistema permite. ``El genio'', decía Klee, ``es el error en el sistema'': más dura es la ley, más golpea la excepción; más estable es el modelo y más la desviación se impone.
El peligro que acecha al sistema proviene principalmente del debilitamiento de esta relación: o bien coacción y libertad son neutralizadas en provecho de lo que ``el artista'' llama su ``naturaleza'', su espontaneidad, su inspiración, o bien la coacción deja de ser percibida como una convención, una regla, un acto de cultura, y se pretende natural, fundada en el buen sentido o en el genio nacional, o bien finalmente la libertad aspira a ser irreductible, esencial: estas tres distorsiones tienen la misma función: encerrar la práctica estética en un más allá inocente, privilegiar lo espontáneo en vez de lo elaborado, lo ``natural'' en vez de lo ``cultural'', la ``creación'' (irresponsable) y no la producción (asumida).
La ``naturalización'' amenaza todos los actos de cultura (se encontrará una demostración definitiva de esto en Systme de la mode de Roland Barthes). Las formas se inmovilizan cada vez más rápido. Pero no basta con denunciar el artificio de una coacción para obtener de su supresión la oportunidad de una libertad cualquiera (por ejemplo, es vano pretender abstenerse de toda puntuación bajo el único pretexto de que los chinos jamás emplearon una coma, puesto que la ausencia de comas no es más natural que su presencia). Es sin duda significativo que hoy se sueñe, cada vez más frecuentemente, o bien con obras que no serían más que coacciones (Roussel, claro, pero más aún aquel Don Quijote que, en un relato de Borges, un tal Pierre Ménard llega parcialmente a reescribir palabra por palabra, o también esos aforismos ultra-kakfianos que, en Stuttgart, Max Bense obtiene programando una computadora con una elección estadísticamente significativa de palabras y de fórmulas halladas en la obra de Kafka), o bien con obras que serían sólo libertad: cantidad de pintores lo intentaron confiándose al azar, pero el azar hace siempre sólo la mitad de la obra: pues lo perfectamente aleatorio como lo perfectamente determinado escapan a la obra. Ninguna solución existe fuera de la restitución de la relación libertad-coacción.
Necesidad del free jazz
El jazz no escapa evidentemente a estas reglas: si pudo aparecer a los ojos de algunos como más ``libre'' que el resto de la música occidental, es sólo en nombre de un malentendido en torno a la idea de improvisación: el hecho de que la improvisación reúna en un mismo momento dos operaciones (composición, ejecución) que la música occidental acostumbraba a disociar, no quiere decir que el jazz escape a las leyes de la composición y de la ejecución. Y sobre todo, el hecho (y este malentendido es todavía más frecuente) de que los marcos dentro de los cuales se instaura esta improvisación terminaran pareciéndonos naturales, no quiere decir que no constituyan coacción alguna: para que cinco músicos (o más) toquen juntos, es necesario que adopten un recorte común del tiempo, y para preservar cierta unidad es necesario (dejando de lado los problemas de melodía) que elijan un código armónico, pero esta coacción rítmica (el tempo) y esta coacción armónica (la trama) no constituyen los fundamentos naturales de una música cuya única realidad sería la inspiración magnífica y soberana, sino los marcos que rigen los poderes de los músicos con el mismo rigor que los de la fuga o la sonata. Wolfgang Amadeus Mozart tiene la misma libertad que Clifford Brown, o, si se prefiere, Clifford Brown está sometido a tantas coacciones como Wolfgang Amadeus Mozart. Y viceversa.
De King Oliver a Miles Davis, el jazz vivió en el respeto absoluto de este sistema y exploró sus notables posibilidades. Es cierto que la coacción rítmica fue siempre bastante maleable (la noción misma de swing da cuenta de esto), que la trama armónica siempre mostró tener una gran apertura mental, y que el sistema en su conjunto quedó siempre abierto a influencias exteriores donde podía encontrar fuentes de renovación (por ejemplo, en el folklore ``no-negro'', en los ``ritmos'' sudamericanos, en la ``sutileza'' de los arreglos escritos, etcétera). Sin embargo, la naturalización de las coacciones, es decir, de las formas en las cuales se organizaba la improvisación, terminó por cerrar así completamente el sistema. Entre la muerte de Parker (que fue el último en dominar del todo los materiales de los cuales disponía) y el nacimiento del free jazz (si es que el free jazz tiene fecha de nacimiento), ninguna de las tentativas hechas para renovar el jazz (o simplemente oxigenarlo) tuvo éxito. Curiosamente, parece que son las grandes formaciones -Ellington o Basie, herederos del Middle Jazz- las que mejor sobrevivieron. El ingenio, la ambición, el virtuosismo de todo el resto, del seudoclasicismo del MJQ al seudo-africanismo de los Jazz Messengers, de lo ultra-cultivado al símil-salvaje, no pudieron impedir que el jazz se inmovilizara, conduciendo casi infaltablemente cualquier prestación a un esquema inmutable: tiranía de la melodía, preciosismo de los arreglos, estructura obligada de tema y de puente, empleo tradicional de los breaks, sucesión casi canónica de los chorus que, después del o de los principales solistas, permiten al bajista o al baterista mostrar todo su savoir-faire y terminan en un step-chorus antes de retomar el tema ``arreglado'': este modelo vale lo que valen los modelos; no se cuestiona el ``valor'' de los músicos: lo que limita a Donald Byrd, Canonball Adderley, Clark Terry, Johnny Griffin o a Jay Jay Johnson (etcétera) no es evidentemente la ausencia de ``talento'', son las formas dentro de las cuales están llevados a improvisar y que los condenan al estancamiento.
No estoy seguro de que sea la necesidad de nuevas coacciones lo que empujó a Roland Kirk a soplar en varios instrumentos a la vez (esta es sin duda una pregunta que hay que hacerle), pero, seguramente, el free jazz no es una paradoja: es testimonio a la vez de la necesidad de una renovación de las fuerzas y de la imposibilidad de una renovación dentro de los marcos existentes: el ``radicalismo'' del free jazz es lo que más sorprende primero: veo, por mi parte, más diferencia entre Sonny Rollins ``antes'' y ``después'', que entre Tatum y Monk, Armstrong y Clifford Brown: el free jazz constituye un salto hacia adelante irreversible; después de él, el jazz no puede sobrevivir más dentro de las formas hasta entonces conocidas, a tal punto que los músicos que el free jazz no conquistó aún (o simplemente no contaminó) nos parecen arrastrados en una ancestralidad que ningún revivalfree jazz no existe ya nada, salvo jarabe, sopa o tambor.
Libertad y retórica
Una vez admitidas estas consideraciones, se torna mucho más difícil hablar del free jazz. De hecho, los términos que nos vienen primero a la cabeza se muestran casi inutilizables: son generalmente ideológicos, por lo tanto tautológicos por excelencia: se puede hablar de negritud, de cólera, de visceralidad (etcétera), pero ninguno de estos términos constituye una herramienta eficaz para atacar la noción de free jazz: el free jazz es libre, pongamos, ¿pero qué es la libertad en jazz? La nueva cosa es nueva, por cierto, ¿pero en qué consiste y qué salida tiene su novedad? El free jazz expresa la rebelión de los músicos negros, sin duda, pero ¿qué quiere decir ``expresar'', ``rebelión'', ``músicos negros''? La ``motivación'' de los músicos, su deseo o su necesidad de hacer otra cosa no bastan para describir en qué consiste precisamente esa ``otra cosa''; ahora bien, es la única pregunta posible: ningún ``porqué'' del free jazz puede agotar su ``cómo'' y, sin embargo, es sólo allí donde reside la verdad del free jazz.
El free jazz plantea pues una sola y única pregunta: qué pasa cuando unos músicos se dedican a tocar (juntos), abandonando todo lo que antes aseguraba necesariamente su coherencia, cuando adoptan por única regla la ausencia de reglas, cuando deciden no obedecer a ninguna coacción y que la única precisión del contrato que los une estipule, en todo y por todo, que cada músico toque ``lo que le pasa por la cabeza'': pueden tocar o no tocar, o tocar más rápido, más fuerte, interrumpirse, intervenir, acelerar, ralentar, etcétera, siendo el único criterio de sus participaciones, con toda su ambigüedad, la inmediatez de la improvisación, liberada de las bases rítmicas, armónicas y melódicas con las cuales estábamos acostumbrados a relacionarla. Pero, justamente, ¿qué les pasa pues por la cabeza? Nos gustaría, por la belleza de la idea, creer en las virtudes del ambiente y de la comunión, llegar incluso a hacernos los apóstoles de la transmisión extrasensorial, para dar cuenta de la unidad que, a pesar de lo que digan sus detractores, sigue siendo evidente, esencial en el free jazz: pero la comunión mística, si es a veces reivindicada, al nivel del metalenguaje, por los consumidores o incluso por los productores del free jazz, no podría tomar valor de concepto estético: la estructuración espontánea no existe; toda estructura estética es antes cultural, es decir, fundada en un código de coacciones y de subversiones: el azar, lo ``visceral'', las ``fuerzas sordas del instinto'' (que, justamente, son sordas, y por lo tanto poco dotadas para la música), sólo pueden tener lugar sometidas a una elección, a una imaginación, a una regla, a una sensibilidad, es decir, a una historia: si el free jazz es una forma, es porque está regido por un marco y porque este marco es cultural.
No podríamos desembarazarnos del problema estimando (es una opinión bastante generalizada) que el free jazz no tiene otra vocación que la de destruir y que ``el arte'' vendrá después: es verdad que los músicos free no lo fueron siempre y que, en consecuencia, una de sus principales obsesiones parece ser no recaer en lo que habían hecho antes. Uno de los reproches que se le hace más frecuentemente al free jazz es que los músicos no siguen en él lo que se podría pensar que son ``sus más bellas ideas''; si el músico no las rompe por sí mismo, uno de sus compañeros se encargará de hacerlo, o bien el resto de la formación: una buena parte de la música free toma así el aspecto de un duelo (por ejemplo, Don Cherry contra Sonny Rollins en Our man in Jazz) y a veces de una verdadera batalla arreglada (como el famoso Free Jazz de Ornette Coleman en doble cuarteto): es que estas ideas demasiado bellas hacen parte de la herencia de la cual el músico free cree liberarse, aun (y sobre todo) si ellas constituyen su elementoÊmás positivo, siendo cierto que es el sistema entero lo que es cuestionado y que se trata de elaborar una forma nueva. La destrucción es pues necesaria, en la medida en que casi todos los músicos free pasaron al free jazz luego de haber sentido los límites del sistema en el cual cada vez más el jazz se ahogaba. Pero la destrucción, el rechazo de las convenciones tradicionales, no son, en sí mismos, coacciones: prohiben, definen un punto de no-retorno. Para que más allá de estas prohibiciones algo sea posible, es necesario que un nuevo elemento intervenga, es necesario, inevitablemente, que un nuevo código, un nuevo marco se instituya.
Al principio de todo tema free, cada músico está al borde del abismo: no hay nada detrás de él, sino el sistema del que reniega; lo que es más grave, todavía no tiene nada delante de él, y se vuelve cada vez más urgente encontrar una solución, una salida, lanzar un puente, es decir encontrar -en el interior de los medios de los que dispone (¿cómo los encontraría en otra parte?), y que están (y este es justamente el drama) casi enteramente constituidos por la herencia que rechaza- un marco cultural que le permita avanzar.
Esta situación es compartida actualmente por casi todas las disciplinas estéticas: el debilitamiento, después el hundimiento, a lo largo del siglo XIX, de ese código de coacciones y de subversiones que era, para la literatura, la retórica, asignó al novelista un lugar cada vez más difícil: el trayecto balizado que, de la página en blanco a la escritura, permitía al escritor ``encontrar ideas'', emitirlas, organizarlas, volverlas convincentes, etcétera, en fin, producir un discurso susceptible de ser oído, se encontró sometido a fragmentaciones que terminaron por no dejar que subsistiera nada: se pueden señalar, en la historia de la novela, las etapas de esta desintegración de las formas novelescas; la primera sería, sin duda, Bouvard et Pécuchet; la última, el punto final, es, evidentemente, Finnegans Wake: más allá, todo estalló, el tiempo, la historia, el orden, el personaje, lo verídico y lo verosímil, más allá toda lectura se vuelve sospecha y todo lenguaje, terror. La escritura (el acto de escribir) es a partir de entonces un riesgo que nada viene a sancionar: todo está permitido, es decir que nada es posible.
Se podría sin duda hablar en términos idénticos de la pintura, de la música, del teatro, y analizar a la luz de esta situación una buena cantidad de experiencias recientes, si no completamente contemporáneas: veremos allí cada vez realizarse un esfuerzo de renovación radical, llevando en germen, de una manera a veces mal precisada o tal vez difícilmente precisable, las bases de un nuevo lenguaje, de un marco cultural en el cual una nueva forma podrá instaurarse. Me parece evidente, por ejemplo, que las actuales experiencias del happening o ciertas manifestaciones del pop art permitan ya, cualesquiera que sean la debilidad, o (sobre todo) la complacencia de las producciones de hoy, presentir lo que podría ser antes un teatro, un arte plástico, cuyos principios estéticos no tendrían casi nada que ver con los que rigen aún la mayoría de las producciones teatrales o pictóricas. Asociando cada vez más estrechamente al espectador y la obra, destruyendo la singularidad (producciones en serie) y aun la especificidad de la obra (obras sintéticas que asocian, por ejemplo, la arquitectura, la escultura y la música, o el espacio, el tiempo, el movimiento), cuestionando el individualismo del artista (obras colectivas), las artes plásticas y el teatro entran en un proceso de transformación que afecta principalmente su función (a pesar de los estúpidos coleccionistas que se obstinan en colgarlas, como Boudin, en sus salas, las ``pinturas'' de Warhol no están hechas para ser miradas), pero a la vez la relación, hasta aquí unívoca e intangible, que une al ``artista'' con la obra, a la obra con el mundo. Y se ve bien que, si esta metamorfosis es posible, es porque ella se opera a partir de un marco cultural concurrente, en este caso los medios de comunicación, que hizo estallar las estructuras de la pintura y del teatro y permitió enseguida su transformación; aun si el happening no es más que teatro antiguo + medios de comunicación, no parece exagerado decir que será teatro encontrando en las técnicas de los medios de comunicación el marco necesario para su renovación.
El pop art y el happening son sin duda ejemplos muy bien elegidos: todo arte del espectáculo encuentra hoy en la cultura de masas la base de un nuevo código posible. Pero se puede difícilmente generalizar. Sin duda, las técnicas salidas de los medios de comunicación pueden permitir a la escritura reencontrar los principios de la discontinuidad y de la simultaneidad (tal como aparecen, por ejemplo, en las historietas) que eran abundantemente empleados en el siglo XVIII (en Diderot, en Sterne, en las novelas epistolares, en los relatos ``por secuencias''), y de los cuales la actual estructura del relato tiene una necesidad evidente. Pero los medios de comunicación no constituyen el único horizonte de la escritura, y el recurso a otro sistema no es necesariamente la única apertura posible: Bartok y Ravi Shankar (para volver al tema del que se supone debo hablar) sin duda influyeron en el free, pero el free no podría definirse solamente como jazz repensado a la luz de Bartok y/o de la música hindú.
La originalidad del free viene principalmente, me parece, de haber emprendido un nuevo lenguaje a partir de sus propias tradiciones.
Es posible, en resumen, señalar en un tema free dos tipos de elementos característicos: elementos que se podrían llamar ``negativos'', cuyo rol es romper la estructura tradicional subyacente (sabotaje de chorus, ruptura de ritmos, etcétera), y elementos ``positivos'', verdaderos ``operadores de unidad'', a tal punto que me parece que es a partir de estos elementos que el tema se desarrolla. A mi entender, hay al menos dos, que son dos de las más célebres figuras retóricas: la repetición (riff) y la cita.
La función de los riffs es casi idéntica en el free a la que tienen en el resto del jazz: es la figura elemental de la cohesión, la que liga momentáneamente al conjunto de los músicos, una figura de espera en suma, en la cual se resuelve la improvisación.
La función de la cita es más compleja; la cita puede ser pastiche (Archie Shepp tocando The Girl from Ipanema), homenaje, evocación o convención. En todo caso, constituye la figura privilegiada de la connivencia; la cita proviene de una reserva común a todos los músicos; es allí y sólo allí que, en ausencia de todo marco armónico, los músicos pueden abrevar; la cita es pues el lugar (en un sentido más retórico que espacial) elemental de la improvisación, el camino o, al menos, la parada necesaria de toda invención.