``Todos somos de barro, mas no es lo mismo bacín que jarro''. Proverbio español.
No son pocos los intelectuales que al escribir historia y biografía lo hacen convencidos de que a ellos corresponde la conducción de todas las batallas. Al fin y al cabo la Historia sólo tiene coherencia en los libros. Mas cuando en ciertas versiones de la historia las muchedumbres brillan por su ausencia uno se pregunta qué tenemos entremanos: si la historia o una de esas buenas o malas novelas calificadas como non-fiction-novel.
De Estados Unidos no sólo importamos mercancías y certificados de democracia. También la forma de reescribir la historia. Preferiblemente, todo lo que haga tabla rasa con el ``nacionalismo''. Pero olvidamos que ellos, a más del templo y la cantina y sin que sea día patrio necesariamente, engalanan sus grandes ciudades con veinte o treinta enseñas nacionales por cuadra (y en camisetas, tazas de café y condones). Se trata de escribir un producto acabado, ``entretenido'', purgado de nervio. ¿O acaso los yuppies no tienen derecho a tener ``algo'' de serenísima cultura, acorde con las expectativas de la globalización?
A esos intelectuales por ejemplo, les entusiasma que México haya podido darse en 1917 la Constitución más avanzada de la época. ¿Mas qué hacer con los pueblos ``enajenados'' a caudillos de vida azarosa cuya sangre la hizo posible? ¡Qué lástima que la Revolución haya tenido generales y coroneles iletrados de 30 años que mandaban a ejércitos de soldados adolescentes y analfabetas! La intención, inconfesa, consigue enredar la ya de por sí vasta complejidad de factores que intervienen en estos asuntos.
En el caso de la biografía, Carlyle aseguraba que es ``la única y verdadera historia''. Pero Bernard Shaw no le creyó y fue más cauto: ``cuando leas una biografía ten presente que la verdad nunca es publicable''. Así, del par de biografías que sobre el Che Guevara dieron el ``golpe'' editorial en el mercado sólo una, topográficamente plana, cumplió con el propósito del autor: escribir para quienes no conocían al Che. La otra, previsiblemente, hizo gala de versatilidad ideológica con el socorrido efugio, caro a tantos intelectuales, de que la vida es una fatalidad inculpable, y en consecuencia, toda apostasía queda dispensada.
Ahora sabemos, por fin, que el ``incomprendido'' doctor Guevara fue la clonación congolesa del doctor Schweitzer perdido en Bolivia, alzado en armas contra la Organización Mundial de la Salud. Y que el exégeta del hombre nuevo... ¡tuvo un hijo ilegítimo! Cosa que la revista Hola y Cristina, la del show (¡chico, ven acá! ¿y eso?), tampoco sabían.
Mejor, aunque peliagudo, hubiese sido explicar a la generación de MTV por qué para el Che no había verdad fuera del criterio de la práctica. Pues no vaya a ser que, como las muñecas rusas, las filigranas analíticas y el espeso anecdotario del fracaso del Che encubran derrotas más inconfesables que las torcidas interpretaciones de su tragedia. Por lo demás, ¿fracaso es igual a error? Si por aquí vamos, los apóstatas que reducen el Che a ``ícono de los 60'' deberían añadir que el asesinato del ``mito'' fue el requisito ineludible para que durante 30 años nos vendieran el alma por un plato de lentejas.