Emilio Pradilla Cobos
Ladrones, policías y ciudadanos

En los operativos policiacos realizados en las últimas semanas en colonias del Distrito Federal consideradas violentas, hay tres aspectos a analizar: su eficacia, su sustento jurídico y el respeto a los derechos ciudadanos.

Esta o cualquier acción policiaca (incluidos los inaceptables ``toques de queda'' mencionados por el secretario de Seguridad), si es eficaz sólo tiene un efecto coyuntural; no puede modificar las causas que generan socialmente el incremento de la delincuencia o de otras formas de violencia social o política.

Pero la eficacia de los operativos masivos y de otras acciones en el DF ha sido puesta en duda, con razón, pues a pesar de involucrar a cientos de policías armados hasta los dientes, sólo logran magros resultados en número e importancia de los detenidos y los objetos decomisados; buscan a ciegas y sólo encuentran unos cuantos delincuentes de poca monta, únicos que no han recibido aviso y no pueden escapar. El despliegue de vehículos, armamento y personal parece una escenografía publicitaria, de escasa utilidad para el control de la delincuencia organizada.

Las policías, penetradas por la corrupción, cómplices o involucradas directamente en la delincuencia, como lo reconocen sus responsables y lo denuncian los medios de comunicación (sin que los policías atrapados in fraganti sean encarcelados), carecen de capacidad, entrenamiento y organización para realizar la investigación previa indispensable, y actuar en forma precisa sobre las cabezas de la delincuencia y sus bandas. Por falta de investigación o pruebas, o por corrupción, el sistema judicial es incapaz de retener y condenar a los culpables. La ciudadanía teme tanto a los policías y jueces como a los ladrones, no confía en ellos y por tanto no los apoya.

Los operativos policiales carecen de base jurídica, porque no persiguen delitos y reos investigados o juzgados; son palos de ciego para ver qué se encuentra, lo que es poco aunque haya mucho que buscar.

Se hacen con la tradicional prepotencia y violencia de los aparatos represivos, y afectan más a los ciudadanos no culpables e indefensos y sus pocos bienes, que a los bandidos. Se violan sus derechos humanos y ciudadanos. La ilegalidad ha llegado hasta el extremo inaceptable del secuestro y asesinato a sangre fría de jóvenes por policías, sin explicación ni juicio, en un país donde la pena de muerte no existe. Algunos comentaristas irritados por la violencia, justifican estos injustificables actos y atacan a quienes defienden los derechos humanos, a nombre de la autodefensa. Hoy están bajo juicio, por la ciudadanía, las Policías, la impartición de justicia y la ley que permite estos atentados contra los derechos civiles individuales. Nadie debe ser asediado, agredido, detenido o encarcelado sin que se investigue el delito, juzgue su culpabilidad y se le condene con absoluto respeto a sus derechos.

Para defender a los capitalinos de la delincuencia, es necesario limpiar a las Policías de los corruptos y delincuentes, encarcelándolos y juzgándolos, entrenando adecuadamente a las Policías para investigar y perseguir a los delincuentes probados y respetar y defender a los ciudadanos; hacerlas eficientes y confiables para la ciudadanía. El sistema judicial también debe reestructurado desde sus cimientos y convertido en verdadero instrumento de la justicia y defensor del Estado de derecho y de los derechos humanos y ciudadanos. No es fácil, pero no hay otra opción.

Las soluciones de fondo se encuentran en otros ámbitos: una política económica que genere más y mejores empleos, permita recuperar rápidamente el salario perdido en 20 años, revitalice la micro, pequeña y mediana empresa en campo y ciudad, regularice por consenso al sector informal y distribuya equitativamente el ingreso. Necesitamos una política social orientada a mejorar sustancialmente las condiciones de vida de los sectores mayoritarios e incluirlos en la vida urbana; una política cultural contra la mercantilización y difusión masiva de la violencia, que erradique su apología; una política para los jóvenes, que les abra alternativas de futuro; una política de recuperación que haga habitable y físicamente segura la ciudad; una forma de gobernar que elimine el autoritarismo y la corrupción en el aparato estatal en su conjunto y cambie la relación Estado-sociedad.

Un proyecto social, en fin, que en lugar de tener la mayor ganancia al menor costo, al consumo suntuario que permite y al poder que otorga, en sus objetivos últimos, se sustente en la solidaridad humana y en la búsqueda del bienestar de todos, construya nuevos valores educativos y culturales compartidos, supere la desigualdad hiriente entre sus miembros, y domestique al consumo para preservar nuestros recursos y satisfacer las necesidades de las generaciones futuras. Una utopía quizás, pero necesaria si no queremos llegar al punto ciego y sin retorno de la autodestrucción.