Arnoldo Kraus
Restos humanos
Costumbre es una palabra común. La escuchamos desde pequeños y se utiliza en el lenguaje cotidiano en incontables ocasiones. Las hay buenas, malas, obligadas, universales, incuestionables, familiares, religiosas, abominables y algunas deseables. La peor, aunque no sea estrictamente costumbre, es la que conlleva ausencia de sorpresa, de encono o de sequedad de las miradas interiores. Esa es la que alarma: la costumbre de acostumbrarnos.
En la ciudad de México empezamos a padecer ese fenómeno. Los males otrora pequeños han devenido pesadillas, las viejas ideas de miedos no bien definidos han transmutado su rostro en violaciones o muertes. No hay alto. La reproducción de lo antes inimaginable es ahora noticia periodística, televisiva y, por supuesto, cotidianidad callejera. El mejor termómetro para evaluarnos son las pláticas entre vecinos que hablan del inquilino muerto, de la prima violada y de la violencia en general.
La cotidianidad salpica pesimismo. Pesimismo que al adosarse a la vivencia diaria como fenómeno normal convierte lo crudo en hábito. ¿Llegará el mal día en que la zozobra desaparezca, en que la angustia de los otros no se contagie, no se comparta? Peor noticia, peor síntoma, será cuando niños o los recién llegados a la adolescencia incorporen a su normalidad los asesinatos como castigo ejemplar. En esa marea de sinsentidos el síndrome de la costumbre es altamente peligroso; cuando la incomodidad y el reclamo dejen de existir, y cuando los jóvenes no vean mellado su espíritu tras los horrores que ahora nos acompañan, el colofón será irremediable: la pócima y su éxito serán improbables.
La epidemia de los cuerpos desarticulados, aserrados, decapitados y regados no es el final. La imaginación y la crudeza de las avenidas de la venganza y de ``las otras'' justicias, las privadas, carecen de límites. Hasta hace poco bastaba con la muerte. La venganza saciaba sus fauces con balas, cuchillos u otras parafernalias. Segar la vida era curación. El homicidio equivalía al acmé de las deudas por pagar; para el ofendido, la aniquilación del otro era suficiente. Y para el muerto ``de antes'', el deceso era menos doloroso. No hay duda que para los familiares también: enterrar pedazos mata más que sepultar cuerpos.
Los nuevos rituales de los asesinatos de los jóvenes esparcidos en Tláhuac y en el Ajusco, primero vejados ad infinitum, deshumanizados aún durante el acto de morir, y luego desintegrados y destazados, sin siquiera mediante la misericordia de los rastros, es parteaguas en la historia del Distrito Federal. Reconocer hijos y vidas por sus ropas o por algunos de sus pedazos, incorpora al escenario dosis crecientes de las nuevas enfermedades que cercan a la comunidad. Insisto: antes bastaba con matar, ahora hay que descuartizar. ¿Por qué?, ¿por qué ya no es suficiente con la muerte, si con ella, acorde con cánones decimonónicos, todo honor mancillado debería sanar?
El sadismo con el que se cometieron los asesinatos confirma la contemporaneidad del Marqués de Sade. En Las ciento veinte jornadas de Sodoma escribió acerca de la industrialización de la tortura y del descuartizamiento del cuerpo humano. Entre la delegación de Tláhuac y el Ajusco el espacio es infinito y los tiempos también. Caben, en esas áreas, sobrepobladas por el hombre transformado, tantos restos de humanos sedientos de venganza. ¿Qué prevalecerá: la moral o los ajusticiamientos?
Los asesinatos de los jóvenes de la colonia Buenos Aires, independientemente de su pasado, no pueden depositarse en el cesto de la costumbre, de lo habitual. Estamos cerca, muy cerca, de cerrar los espacios del dolor y de la impotencia. Ya no sorprende la pasividad de la sociedad; ahora sorprende la nueva forma de asesinar. Tales actos ocurren porque el silencio lo permite y porque tienen aval. No deben ser suficientes ni la costumbre, ni la amnesia, para anular los asesinatos. El poder de la conciencia, aun en estas épocas yermas, debe ser mayor. Si no, ¿qué nos queda, quién queda?.