La publicación de Führer. La novela, estremecedor libro del británico Allan Prior a propósito de Hitler, el moderno Atila, y de la hecatombe universal que provocó su apocalíptica aventura bélica en Alemania y países circunvecinos durante la tercera y la cuarta décadas de este siglo, me impulsó a redactar este texto no sólo acerca de las apariciones en la pantalla del malvado y al mismo tiempo tan común y corriente personaje, sino también de los trabajos cinematográficos de cineastas germanos sobre los efectos destructivos (espirituales y materiales) que causó la dictadura encabezada por aquel demoniaco personaje durante 12 años (1933-1945).
Ejemplo de devastación espiritual causada por las criminales acciones del nacionalsocialismo (léase partido nazi) podría ser lo que recreó en el celuloide Herbert Achternbush, en El último agujero (1981) del cual reproducimos un significativo diálogo: ``Doctor, necesito encontrar una solución... Soy un empedernido bebedor de cerveza... Bebo para olvidar a los judíos asesinados durante el Holocausto... Un tarro me hace olvidar a 500 mil... Pero en la noche, a pesar de haber tomado 12 tarros vuelven a aparecer alrededor de mi cama aquellos 6 millones que perdieron la vida en los campos de concentración''. Aquella agónica culpabilidad, finalmente condujo al protagonista creado por Achternbush al suicidio. Acerquémonos al responsable de aquel criminal martirologio para dejar constancia de su presencia en el celuloide.
Recuerdo a Hitler descendiendo del cielo en un avión como Dios padre para fundar un nuevo mundo (Tercer Reich). La memorable secuencia es el prólogo de El triunfo de la voluntad, documental realizado por Leni Riefenstahl en 1935 para recoger durante más de 120 minutos la reunión del partido nazi en Nuremberg. A continuación --si la memoria no me es infiel-- aquél que arribó de ``nubes heroicas'' consagra los nuevos estandartes; acto que conduce a un efecto de locura a las masas que no cesan un sólo instante de agitar los lienzos entintados con la cruz gamada. Después vendrá el interminable discurso del Führer, y una toma verdaderamente alucinante donde aparece el caudillo saludando con el brazo derecho en alto a los soldados que desfilan frente a él, mismos que se reflejan sobre su parda camisa en portentosa sobreimpresión.
Y ya que rememoramos sucesos grandilocuentes, pletóricos de multitudes delirantes y recreados por decenas de cinematografistas es necesario transcribir un episodio vacuo y silencioso. Me refiero a lo que aconteció en París y que recogió un noticiario alemán, cuando Hitler, el profesor Speer y otros miembros de su plana mayor visitaron la capital de Francia. Los automóviles pletóricos de funcionarios se deslizaban por los Campos Eliseos y finalmente se detienen en la terraza del Trocadero; desde allí, el Führer y su comitiva observan la Torre Eiffel. Entre tanto, París está tan quieto como una tumba. Excepto unos pocos policías, un trabajador y un sacerdote solitario que escapan de la toma, ni un alma se ve en el Trocadero. Ni una sola alma para saludar al dictador, tan acostumbrado a las multitudes gesticulantes. Esperada reacción de la conquistada capital europea. Simplemente cierra los ojos y se recluye, creando así un vacío estremecedor alrededor de los representantes del sistema nazi.
Qué diferente --ahora reconstruyo mentalmente-- aquellas otras tomas que ``engalanan'' la primera parte (Fer der Volker) del documental sobre los juegos olímpicos de Berlín que realizó en 1936 Riefenstahl, en cuyo móvil contexto luminoso aparece Hitler de pie en su automóvil rodeado por una especie de beatífica aureola mientras recibe las aclamaciones de las masas. De nueva cuenta, en esas secuencias la propaganda nazi había edificado una seudorrealidad irisdiscente que se transformaría durante la Segunda Guerra Mundial en aniquiladora realidad, y sobre la cual el nuevo cine alemán recrearía, a partir del Manifiesto de Oberhausen, en obras como Hitler, un filme de Alemania, de Syberberg, acerca de la fascinación que ejerció el director a partir de un preexistente fondo ideológico y psico-sociológico sobre las masas de su país, o como Hitler, una vocación, de Joachim Fest, que describe al caudillo como un hombre de la calle, que de pronto se convierte en el eje de una mecánica al servicio del capital y de la liquidación de la otredad, o como Adolfo y Marlene, de Ulli Lommel que aborda las relaciones ``imaginarias'' entre el dictador y la star.
Postscriptum: Usted podrá ver en Contacto a Adolfo Hitler inaugurando la Olimpiada de Berlín, 1936.