MAR DE HISTORIAS Ť Cristina Pacheco
El prisionero
No se preocupe, ya estoy bien. Cuando vi que el chofer cerraba la puerta sentí un mareíto. Me ocurren circunstancias similares cuando pienso que estoy dentro, no importa si se trata de mi recámara, la oficina, un elevador o un consultorio. Otros compañeros de viaje me han dicho lo que usted está pensando: que es algo enfermizo. Lo sé, pero no creo que sea tan grave como para consultar a un siquiatra. Me conozco y comprendo que no soportaría un tratamiento que me obligara a permanecer encerrado mínimo cuarenta minutos.
Ahora mismo, si no fuera porque puedo conversar con usted, estaría muy nervioso. ¿Qué hago cuando no tengo esta posibilidad? Invento cosas acerca de las personas que me rodean. Si no estuviéramos platicando, a estas alturas ya habría seleccionado a mi personaje. Hubiera elegido a aquella parejita. Puede mirarla con tranquilidad porque no se dará cuenta: está en lo suyo. Le juraría que son recién casados. ¿Cómo lo sé? Por la forma en que se murmuran cosas y además porque ella trae granitos de arroz en el pelo. Lo noté cuando pasaron junto a mí para tomar asiento. Fue una escena deliciosa. Cada uno insistía en que el otro ocupara la butaca de la ventanilla. ¿Quién más que unos recién casados puede tener ese gesto? Nadie.
Le seré franco: no me importa comprobar si mis historias concuerdan con la realidad. Lo único que me interesa es apoyarme en algo o en alguien para, a partir de allí, entretenerme con mis cuentos, ya que no puedo leer mientras viajo. ¿Usted nunca ha sentido la tentación de hacerlo? Me lo imaginaba. Todos los seres humanos somos iguales. A ver, dígame: ¿Qué piensa de mí? ¿A qué cree que me dedico? Formidable. ¿Y por qué supone que soy agente viajero? ¿Por mi portafolios? Sí, claro, tiene razón. Si yo fuera usted estaría pensando lo mismo.
Esto de inventar cosas es muy divertido. El aburrimiento viene después, cuando descubrimos que tras nuestras imaginaciones no había nada. ¿Sabe qué traigo en mi portafolios? Recetas. Si no me cree, compruébelo usted mismo. No se preocupe, no cometeré ni la mínima indiscreción. Para estas fechas, las hojitas firmadas por el doctor no son más que papeles viejos. Se los llevo a mi padre. Me dijo que los necesitaba. No es verdad. Lo que sucede es que su vecino de cuarto se pasa el día leyendo las cartas de amor que le escribió una mujer hace mil años. Como él no tiene nada semejante y tampoco quiere sentirse inferior a su amigo, me pidió con urgencia sus recetas. Así él también podra ir y venir con sus papeles amarillentos entre las manos y quizá logre que sus compañeros de asilo le atribuyan una historia romántica. Todo estará bien mientras no descubran que en esas hojitas sólo hay prescripciones de pastillas, gotas, cataplasmas...
Mi padre lleva cuatro años en el asilo. El sitio es menos desagradable de lo que usted piensa. Las monjitas lo mantienen muy limpio, la comida es buena, los cuartos son individuales. El de mi padre es amplio y sin embargo el viejo sólo está allí lo indispensable. Nos parecemos: él tampoco soporta el encierro. Se pasa todo el tiempo fuera, sin importarle que haga calor o frío.
Calculo que llegaremos a Lagos como a las siete. Podría jurarle que encontraré a mi padre en el jardín con otros viejos. Debe de haberles descrito mil veces nuestra vida porque siempre que llego no falta quien me recuerde algún pasaje de mi infancia. Esos hombres lo saben todo de mí: que cuando yo tenía seis años, en abril, mi madre nos abandonó y que el 10 de mayo recité Paquito llorando. Ese capítulo le produce a mi padre una satisfacción muy especial: supone que en aquel momento él comenzó a templarme el carácter. Estoy seguro de que esta noche lo mencionará y si le queda tiempo -en el asilo hay toque de queda a las diez- repetirá todo lo que hizo para convertirme en un hombre de bien.
La mayor satisfacción de mi padre es haberme educado. Se llena la boca diciendo que jamás me puso una mano encima para lograrlo. Se concretaba a abrir la puerta del último cuarto de la casa y a esperar que yo entrara allí, a sabiendas que me haría permanecer a oscuras el tiempo necesario para motivarme a reflexionar acerca de mis fallas y debilidades. Con ese método me convenció de recitar Paquito. Seis horas en la oscuridad bastaron. Salí tan fortalecido que a la mañana siguiente logré declamar todo el poema sin que el llanto me ahogara. Me aplaudieron mucho y a mi padre lo felicitaron.
Aquel 10 de mayo también fue importante porque aprendí a escaparme por el lado de inventar historias. Lo recuerdo bien. Cuando el maestro Julio me anunció ante el micrófono, cerré los ojos y pensé que no estaba en el patio de la escuela sino en el de mi casa, viendo a mi madre lavar mientras yo le repetía los versos: ``Mamá, soy Paquito...'' Si no hubiera echado mano de mi imaginación mi padre me habría devuelto al encierro y a la oscuridad.
El está muy orgulloso de su método. Lo menciona ante sus amigos cuando lo visito. Y yo se lo agradezco. Nunca me he atrevido a decirle el pánico que experimentaba cuando oía el golpe de la puerta a mi espalda. La primera vez que me castigó con el aislamiento estuve a punto de enloquecer y así grité, como un loco. Sólo conseguí que se prolongaran las horas de martirio.
Mi viejo afirma que esos periodos de aislamiento fueron para mí tan formativos como la escuela. Es verdad. Aprendí a tragarme las lágrimas, a descubrir cucarachas, arañas y hormigas en la oscuridad; también a inventar historias. Aquel 10 de mayo mi primer personaje fue mi madre. La última vez que nos vimos ella llevaba un vestido color vino. Así pensé que la veía en el patio de la escuela y así he creído verla en muchos otros escenarios.
En cada visita a mi padre me propongo contarle todas estas cosas que me sucedieron y él ni siquiera imagina. Pero no puedo hacerlo, no hay tiempo y además nunca estamos solos. Nos rodean sus amigos. No me explico que no se hayan aburrido de oír siempre la misma historia: el abandono de mamá y su necesidad de convertirse en padre y madre a la vez. El viejo se demora precisando el método que utilizó para educarme. Cuando habla de eso sus compañeros ríen, aun cuando procura imitar los gritos con que le suplicaba mi liberación. Yo no digo nada: me mantengo alerta en espera de la chicharra con que la madre Pilar le pone fin al día.
Me cuesta muchísimo trabajo convencer a mi padre de que nos vayamos a su habitación; cuando se porta demasiado necio me pongo como ejemplo de buen comportamiento y le recuerdo la docilidad con que yo entraba en el cuarto que él eligió para educarme. No quiero que mis palabras parezcan un reproche y por eso termino expresándole al viejo mi agradecimiento por haber sido tan oportuno e implacable en la aplicación de los métodos.
Antes de despedirme de mi padre me gusta arroparlo, le doy las buenas noches y un consejo: tomar ese descanso como una práctica para su eterno reposo. Le insisto en que lo necesita después de haber vivido casi ochenta años y por lo menos la mitad de todo ese tiempo preguntándose por qué huyó mi madre...
¿Qué le parece? Ya estamos llegando. Hago este viaje por lo menos una vez a la semana. Usted tuvo razón. Soy agente. En mi portafolios no llevó las viejas recetas sino muestrarios de una nueva línea de cocinas integrales. Si usted estuviera en mi lugar también inventaría historias para no aburrirse.