La Jornada Semanal, 28 de septiembre de 1997
Escritor, antologador, con Jean Meyer, de El cuento cristero y melómano consumado, Juan José Doñán pasa revista al teclado de Richter y a su imponente legado en la música.
Si algo distinguió a Sviatoslav Richter, fallecido el pasado 1¼ de agosto en Moscú, a la edad de 82 años, fue ser un artista atípico. En una época en que casi todo parece orientarse por el endiosamiento del éxito, un hombre que tocaba el piano como ningún otro hizo una opción preferencial por algo distinto: la música. Simple y llanamente la música: ``El piano le interesa al afinador, lo que a mí me importa es la música.'' Y rehuyó todo aquello que la estorbara: la prisa, las sirenas de la fama, los grandes contratos, el virtuosismo huero, los fastos de la industria del espectáculo, y a veces, hasta el trato y la colaboración artística con otros grandes talentos musicales.
Desde su época de estudiante, en el Moscú de fines de los treinta, Richter descubrió que la música está en otra parte: no en las grandes salas de concierto ni en la poco confiable aceptación internacional (la que en algún momento llegó a considerar a esa suerte de atracción turística llamada Van Cliburn como ``el pianista más grande del mundo''), tampoco en la destreza técnica, ni siquiera en las notas, sino únicamente en esa milagrosa posibilidad de ``recuperar de manera intacta el pensamiento, el corazón y la desnuda verdad'' de Bach, de Haydn, de Schubert, de Brahms, de Shostakovich..., cuya obra es un deber sagrado para el verdadero interprete: ``debemos meditarla, sentirla y poner a su servicio toda nuestra técnica, nuestra inteligencia, nuestra emoción''.
``Espérense a oír a Richter''
Es explicable que quien así pensaba no haya tenido prisa por hacer una carrera internacional. Cuando su antiguo condiscípulo Emile Guilels ya llevaba años de ser aclamado en las capitales musicales de Europa y Estados Unidos, Richter seguía tocando en el circuito soviético: Moscú, Leningrado, Odesa (la capital de su patria chica), Sofía, Varsovia, Budapest... Pero a pesar de ello, la fama del gran ausente crecía lo mismo en París y Viena que en Nueva York y San Francisco, porque Guilels, a la manera del Bautista, les había dicho a sus seguidores: ``Attendez d'avoir entendu Richter.'' Y aunque esa espera se prolongaba demasiado, la expectación seguía creciendo, avivada por los comentarios entusiastas de afortunados viajeros filarmónicos (``es un pianista absolutamente fenomenal'') y más tarde por las rudimentarias grabaciones de algunos de sus conciertos y recitales. Milagrosamente, por encima de limitaciones técnicas (es la época anterior a la estereofonía) y del registro frecuentemente molesto de un público que en ocasiones parecía integrado por tuberculosos (tanto tosían), en aquellas grabaciones aparecía -y sigue apareciendo- una lección de pianismo y musicalidad: un Liszt profundo, un Bach magistral y opulento, un Schubert único, un Debussy deslumbrante, un Mussorgsky que cortaba el aliento, un Tchaikovsky que se antoja insuperable (sobre todo en las pequeñas piezas), un Rachmaninov vigoroso y sin excesos de glucosa, un Prokofiev irreconocible de tan espléndido.
Cuando al fin se decidió su primera salida, Sviatoslav Richter no era ya precisamente un hombre joven. Tenía 45 años y una calvicie pronunciada que lo hacía parecer aún mayor. Introvertido, nervioso, huraño, de no fácil conversación, pésimo publirrelacionista..., era evidente que no le iba ser nada fácil ganarse la aceptación de quienes se habían hecho de él la imagen de un Van Cliburn ruso. A diferencia del hijo favorito de Luisiana, la mediocre y simpática celebridad que desde los trece años, y con un espíritu más deportivo que musical, orientó su carrera a la conquista de todos los concursos de piano posibles (para escándalo de los grandes músicos rusos, en 1958 Van Cliburn ganó, en el mismísimo Moscú, el afamado Concurso Tchaikovsky), Richter no contaba con otro charme que su madurez musical. Con ella sola, en una tournée que lo llevó (en barco y tren, por su aversión a los aviones) de Helsinki hasta Los çngeles, el pianista que llegó del frío, durante la época más álgida de la guerra ídem, pudo haber dicho, como Julio César, ``veni, vidi, vici''. No lo dijo, por supuesto, pero otros (el público y la crítica) lo hicieron por él: ``Con las primeras notas, la leyenda se hizo realidad.''
Había valido la pena armarse de paciencia para oírlo, como había recomendado Guilels. Así lo creyó también mutter Richter, quien había viajado de Stuttgart (donde residía desde 1941) a Nueva York para oír a su hijo y reencontrarse con él luego de veinte años, desde que ella había abandonado la Unión Soviética a raíz de la muerte de su marido durante la segunda guerra mundial, cuando Sviatoslav, su unigénito, aún era alumno (el favorito, por cierto) de Heinrich Neuhaus.
El antidivismo
Durante la década del sesenta, Richter pagó su tributo a la industria musical que lo había ``descubierto''. Fue la época de las grandes giras, en las que el nuevo ``gran monstruo del teclado'', como lo llamaban la mercadotecnia y la prensa menos imaginativa, actuó lo mismo como recitalista que como solista de varias renombradas orquestas, entre ellas las de Chicago, Boston, Filadelfia, Londres, París... Pero aun en esta época, la más exteriorista de su carrera, como él mismo lo reconocía, se mantuvo dentro de los márgenes de lo que convenía a sus intereses artísticos: se dio el lujo de rechazar contratos jugosos; fue renuente a entrar a los estudios de grabación; se arrogó el derecho de decidir el ritmo de sus giras, lo mismo que la integración de los programas, e incluso se llegó a dar el caso de que las primeras tuvieran cancelaciones y los segundos sufrieran modificaciones de última hora, las cuales en ocasiones llegaban a ser absolutas.
Sin embargo, Richter no sólo impuso condiciones, sino que también se dio tiempo para hacer lo que pocos le solicitaban pero que tan bien iba con sus intereses profundos: tocar música de cámara con la colaboración de espíritus afines; poner determinadas obras con orquestas aparentemente segundonas y con directores desconocidos que él había elegido para tal propósito; participar en estrenos de obras que le importaban especialmente, o en celebraciones en las que se reconocía a músicos y artistas cercanos a su afecto. A esta faceta pertenece una buena parte de su mejor discografía, esa que recoge algunos de sus más memorables recitales y conciertos, entre ellos sus sucesivas presentaciones en el Conservatorio de Moscú, al lado del violinista David Oistrakh y el chelista Mstislav Rostropovich, con los que hizo sus célebres dúos en versiones magistrales de sonatas de Beethoven, Brahms, Franck, Prokofiev y Shostakovich; su legendario Concierto No. 2 para piano y orquesta de Rachmaninov, con la Filarmónica de Varsovia, dirigida por Stanislaw Wislocki, y sus numerosas intervenciones en el Festival de Aldebourgh, entre las que sobresale su colaboración de varios años con Benjamin Britten, en programas que incluían obras para dos pianos y para piano a cuatro manos de Mozart, Schubert, Schumann, Debussy y del propio Britten.
Más dueño de su propia carrera, en las décadas siguientes, a medida que por voluntad propia las giras como solista se fueron abreviando, el gusto por hacer música de cámara con instrumentistas y cantantes de su predilección se fue ensanchando. Con las colaboraciones del violinista Oleg Kagan, el barítono Dietrich Fischer Dieskau, la soprano Nina Dorliac, los pianistas Zoltan Kocsis y Vassili Lobanov, el Cuarteto Borodin y varios de los artistas antes mencionados, concurrió a diversos festivales de Alemania, Austria, Inglaterra, Francia, Checoslovaquia y la todavía Unión Soviética, en los que hizo posible -y ahí están las grabaciones in situ para probarlo- su aspiración primera: animar la obra de los grandes compositores y ``poder hacer de la música un organismo vivo''.
Como solista, Richter tampoco aspiró a otra cosa. No podía ser de otra manera en alguien que siempre vio la música como un fin en sí mismo y no como un medio para conseguir otras cosas: dinero, fama, honores, etcétera. Los fuegos fatuos del virtuosismo y la inclinación por lucir las facultades interpretativas no estuvieron en el horizonte de sus intereses. Por el contrario, el suyo fue un caso cercano al antidivismo. El divo es el que hace que todo gire en torno suyo, para lo cual lo mismo se vale de su talento artístico o de su encanto personal que de la obra a interpretar. Méritos aparte, el divo (Karajan, la Callas y tantos otros) es no sólo el adicto a las candilejas y a los grandes escenarios, sino el que a menudo le roba cámara a la obra y al compositor.
Richter, por el contrario, era alérgico al lucimiento personal, algo que fue acentuándose con el paso de los años, cuando empezó a tocar en la semipenumbra y aun llegó a manifestar su deseo de poder hacerlo detrás de un biombo. Sus presentaciones en las grandes salas comenzaron a ser cada vez más escasas y su incursión en iglesias y otros escenarios improvisados de pequeñas poblaciones, cada vez más frecuentes. Juan José Arreola, un admirador del arte richteriano, lo describe precisamente en estos viajes de sus últimos años, con su piano en un remolque, llevando la música en su más alta expresión a los hombres y mujeres del pueblo.
Nombre es destino
Desde el primer momento en que Richter fue escuchado fuera de la órbita soviética, se supo que odiaba los estudios de grabación (hecho constatable en su discografía, medianamente abundante e integrada en su mayor parte por registros en vivo) y que aun cuando gustaba de las salas de concierto, éstas le provocaban a menudo un sentimiento de amor-pánico que lo obligaba a dosificar sus presentaciones y a hacer pausas demasiado prolongadas (en ocasiones, apunta uno de sus íntimos, el crítico Eric Anther, duraba meses sin acercarse siquiera al piano, lo que en más de una ocasión lo llevó a preguntarse ``si en realidad era pianista''). Es conocido el hecho de que en los días previos a su debut en el Carnegie Hall padeció de insomnio e inapetencia. Y es que si bien no podía vivir sin la música -sus épocas de esterilidad siempre fueron algo transitorio que él solía exagerar-, era un hecho igualmente cierto que interpretarla le provocaba un desgaste mayor que a sus colegas.
En más de una ocasión, Richter decepcionó a los empresarios musicales, especialmente a los del fonograma, por su reiterada resistencia a entrar a las salas de grabación, por su postura cuasi intransigente de tocar sólo lo que a él le interesaba y no lo que los otros le pedían, y por su negativa a los integrales (las grabaciones a base de series completas de un mismo compositor siempre las vio más como un empeño profesional o comercial de determinado intérprete que como una verdadera posibilidad artística). ``¿Que por qué no he hecho un integral? Pues porque no creo que pueda hacerse uno sin paja.''
Pero eso no era todo. En Richter había ese gusto por lo fragmentario de que habla Baudelaire; un gusto que en su caso se orientaba más por lo particular que por lo colectivo, y era mucho más sensible a las cualidades de cada pieza que a los valores de conjunto de un compositor. Desde este punto de vista, cada obra (ya se trate de un pequeño preludio o de una composición de gran aliento) es un universo único, suficiente en sí mismo, que no necesita valerse de las cualidades de las composiciones que la precedieron ni de las que vinieron después de ella. Así, por ejemplo, no toda la música para piano de Beethoven le atraía y, consecuente con ello, sólo tocaba una parte de ella. De las sonatas para piano solo, prefería las primeras -tan cercanas, por su espíritu diáfano y optimista, a la tutela de papá Haydn- sobre las taquilleras apasionatas, patéticas, claros de luna, etcétera, y aun sobre las filosóficas sonatas finales. Entre estas últimas, nunca ocultó su adicción casi patológica a la Hammerklavier, tal vez por su linaje bachiano y porque en algún momento lo llevó al borde de la locura, por lo cual tuvo que internarse en una clínica psiquiátrica de Munich: ``Me rompió la cabeza. Fue entonces cuando comencé a tener miedo de todo. Ni siquiera podía acostarme en la cama y sólo en el piso conseguía dormir un poco.''
Los aficionados a las anécdotas solían destacar algunos hechos rigurosamente ciertos que hablan del poderío y de otros atributos excepcionales del pianista (por ejemplo, abarcar una octava del índice al meñique con la mano extendida). En 1969, durante su primera presentación en Barcelona, tocando Cuadros para una exposición, de Mussorgsky, rompió tres cuerdas, circunstancia que no fue advertida por la arrobada audiencia porque, como se sabe, el piano dispone para cada nota de más de una cuerda. Pero Richter nunca sobrevaloró sus facultades físicas y técnicas porque sabía que éstas no son la música, ni siquiera un medio que la garantice. Eso lo comprobó personalmente en el caso de Mozart: ``A diferencia de Haydn y Bach, con los que siempre me he sentido muy a gusto, me ha llevado mucho tiempo encararme a Mozart.'' Por supuesto que sus ``dificultades'' con el divino Wolfie no eran de orden técnico, sino estrictamente musicales. Y no descansó hasta acercarse lo más posible -para él nunca lo suficiente- a ese mundo de fantasía y gracia angélica que, según sus palabras, habita en la obra del hijo de Salzburgo.
En pocos intérpretes, como en Richter, se ha dado de manera tan cabal y enconada la lucha con el ángel (la lucha de la creación), ese combate que, como enseña ejemplarmente Juan José Arreola, está perdido de antemano. Su historial pianístico estuvo marcado por una autoexigencia que rayaba en la neurosis y una búsqueda artística siempre insatisfecha. Cada recital suyo era una paradoja: los elogios de la crítica y el júbilo del público que salía levitando de la sala de conciertos, por un lado, y por el otro, la insatisfacción del pianista al que sólo alentaba la esperanza de que la siguiente vez podría estar menos mal. Eric Anther recoge una conversación entre Richter y su mujer, la cantante Nina Dorliac, a las afueras del teatro de la ópera de Munich, luego de que Carlos Kleiber (otro neurótico genial, al que Richter consideraba, amistad aparte, ``el mejor director del mundo'') estrenara su Der Rosenkavalier, de Richard Strauss, al que el público y la crítica tuvieron desde el primer momento (1972) por ``un verdadero triunfo'':
Nina: ¿Lo felicitaste?
Richter: Por supuesto.
Nina: ¿Con entusiasmo? Dímelo.
Richter: Claro.
Nina: Estoy segura que no...
Richter: El fue quien no quedó muy complacido con su Rosenkavalier.
Nina: ¡Ah! Ustedes se pasan de modestos y exigentes.
Richter: Nunca será suficiente.
Gran aficionado a la pintura -en más de una ocasión llegó a decir que prefería la compañía de los pintores a la de los músicos-, Richter solía regodearse con la pronunciación de los nombres de artistas de todas las épocas, y era de la opinión de que a menudo la calidad del patronímico define la índole artística del pintor: Fra Diamante, Lippi, Bellini, Tintoretto... Se podrá estar de acuerdo o no con un pretendido sino griego de El Greco, o con la idea de que Paul Klee tiene la sencillez y el misterio del trébol (que eso significa precisamente klee en alemán), pero de lo que no cabe la menor duda es que Richter sí fue fiel a la condición de su nombre: ``juez'', en alemán; un juez severísimo de sí mismo pero, antes que cualquier otra cosa, un gran artista.