La Jornada Semanal, 28 de septiembre de 1997
Ednodio Quintero es uno de los principales escritores venezolanos. Su libro La danza del jaguar, publicado por Monte çvila, recibió los favores del público y de la crítica. Acaba de publicar dos volúmenes de ensayos: De narrativa y narradores y Visiones de un narrador. Actualmente vive en México.
Quizás el recuerdo evocado en esta ocasión es el primero que mi memoria logró registrar. A ciencia cierta, no lo sé. De cualquier manera, debe haber sido uno de los primeros. Pues el punto de vista del observador se corresponde con el de un niño que todavía no ha aprendido a caminar, que gatea en un piso ajedrezado, que se desliza con pasos de reptil.
A nivel de mis ojos, se abría un inmenso territorio surcado por una red de líneas entrecruzadas, que el adulto reconocería mucho después como la sala enladrillada del caserón donde transcurrieron los años iniciales de mi vida. Era el mismo espacio que solía contemplar, con una mezcla de terror y fascinación, desde la atalaya de mi cuna verde de madera, y que se me aparecía como un mar de piedra, liso y feroz.
Yo avanzaba, a cuatro patas, en una paciente y laboriosa exploración. Y me detenía frente a la ranura que servía de frontera a cada par de ladrillos, la estudiaba con atención exagerada, como si el único propósito de mi arribo a este planeta desconocido donde mi nave averiada había venido a parar, consistiera en aprenderme de memoria el más mínimo detalle de aquellas zanjas diminutas, llenas de polvo rojo, hilachas sucias y restos de pasto seco, tan parecidas a los surcos dejados por los meteoritos en el espacio estelar.
Mi observación atenta no se limitaba a lo visual; abarcaba, por así decirlo, el conjunto de mis sentidos, que luego de un letargo amniótico comenzaban a activarse -de la misma manera que esas semillas de trigo que han permanecido guardadas durante siglos en las pirámides de Egipto, germinan al ser expuestas al sol y la humedad. Las membranas finas y sensibles de mis oídos amplificaban el ruido que producían mis rodillas al desplazarse sobre aquella superficie áspera, semejante a la estameña o el cascarón; y así, el crujido de las telas que me cubrían resonaba como el crepitante incendio de un cañaveral. Mi lengua saboreaba el aire repleto de esencias minerales, y a veces se asomaba como un animalito juguetón entre mis encías rosadas y sin dientes, para que sus papilas saturadas de saliva absorbieran una molécula de polvo o alguna fibra ínfima y flotante desprendida del inaccesible techo de caña brava y zinc. Pero tal vez la sensación más acuciante que me acometía en mi morosa expedición, era el cosquilleo que nacía en las palmas de mis manos al contacto con las diversas texturas que iba distinguiendo, y que se transformaba en una serie de sacudidas eléctricas que recorrían mis nervios y mis vértebras, ramificándose luego en chispazos aislados que impregnaban como un mucílago pegajoso y agridulce la piel blanda de mi paladar.
Estando en estos menesteres, fui sorprendido por un raro fenómeno que paró en seco mis avances de reptil. Un círculo color leche y del tamaño de una moneda se interpuso entre mi mano de explorador y la próxima ranura a sortear. La presencia del diminuto redondel me fascinó y lo estuve acechando como si se tratara de una presa entrevista a través de la maleza por un alucinado cazador. Quizás un parpadeo me hizo creer que el círculo se movía -a decir verdad, muy lentamente-, y temiendo que acelerara su marcha y quedara fuera de mi alcance, me dispuse a capturarlo. Me afinqué en las rodillas y alargué la mano, con un gesto veloz, tal vez desesperado, hasta cubrirlo por completo. Luego apoyé mi mejilla contra el piso frío, a fin de observar de cerca el precioso objeto que creía haber atrapado entre mi pequeña garra de mono extraviado en una selva hostil, y bajo aquel montículo de carne tierna apenas divisé un trozo de oscuridad. ¿Qué sucede, viajero de las estrellas, príncipe de la Vía Láctea, cosmonauta errante y contumaz? ¿Qué ha sido de tus habilidades de cazador? ¿Olvidaste la letra de tu canción? Un círculo enano, pálido como la tiza, se burla de ti.
Como si hubiera rozado la superficie viscosa de una alimaña, retiré mi mano con prontitud, y el porfiado círculo -semejante a la luna llena de Liliput reflejada en un estanque- reapareció en el mismo lugar. Probé de nuevo, adoptando tácticas propias de un hipnotizador. Mantuve la vista fija en los bordes de aquella moneda hechizada, imaginando que así la sujetaría al piso, evitando que se escapara como la primera vez. Manoteé el aire cargado ya de presagios funestos y la burla se repitió. Lo intenté con la otra mano y fracasé. No sé por cuánto tiempo estuve jugando al gato y el ratón. Pero en algún momento, cuando expresaba mi impotencia a viva voz -berreaba yo de lo lindo, como un becerro-, la sombra de un gigante, a quien yo reconocía por su olor rancio de tabaco y sudor, borró el objeto que me hacía rabiar. Sus brazos largos y cubiertos de una pelusa negra se acercaron para rescatarme.
Más tarde, reclinado en un almohadón y desolado por mi fracaso, una melodía anestesiante me adormeció.
Quisiera creer que mis sucesivos yerros no hicieron mella en mi voluntad. Quisiera creer que siempre mantuve la esperanza de atrapar aquel esquivo rayo de sol.